EL VALOR RECOMPENSADO

I

La pequeña Acidalia, que era la hija de un leñador, había escuchado decir que la felicidad existe; pero no sabía del todo en que lugar se encontraba; con seguridad no sería en los senderos del bosque salvaje que ella frecuentaba a menudo en compañía de su padre, con la espalda doblegada bajo gavillas de espinos y los pies descalzos en las zarzas o las piedras; y tampoco sabía de que estaba hecha, aunque un secreto instinto le aconsejaba creer que tenía el aspecto y las maneras de un joven apuesto con mirada orgullosa, sonrisa dulce y vestido como un hijo de príncipe, de satén rosa o azul con brocados de oro o plata. Y una mañana de verano, cuando estaba sentado al borde de un camino en el bosque, se preguntaba: «¿Estoy destinada a no conocer nunca la felicidad? Sin embargo he cumplido dieciséis años el mes pasado; si tarda todavía en dejarse ver, no me querrá porque seré una vieja. » Y se lamentaba con tanto dolor que los guijarros del camino se hubiesen conmovido; lo que es algo bastante raro, pues los guijarros por lo común son poco compasivos, estando más bien inclinados al mal humor a causa de que siempre se les pisa sin que les sea posible quejarse. Y la pequeña Acidalia no cesaba de lamentarse. Felizmente para ella, no lejos de allí, se encontraba un hada buena presidiendo los esponsales de una libélula con una luciérnaga. Cuando la ceremonia hubo acabado, se volvió hacia la hija del leñador, y le dijo: «Vamos pequeña, no te desesperes de tu suerte. La felicidad suele estar próxima cuando se la supone muy alejada. Mira solamente al otro lado del camino. ¿Ves a ese joven cazador que duerme sonriendo bajo un gran rosal abierto? Es el sobrino del rey; aunque no te haya visto nunca, sueña contigo en su sueño. Atraviesa el camino, ve aprisa, siéntate a su lado. Cuando despierte, te rodeará el cuello con sus brazos y te conducirá a su palacio donde serás la más feliz de las princesas.» Dicho esto, la buena hada despareció. Por lo que respecta a Acidalia, ésta no se movió al principio, tal era su estado de sorpresa. No, no, ella nunca hubiese creído que pudiese existir sobre la tierra algo tan hermoso como el joven cazador dormido bajo las ramas floridas. Con la idea de que él la abrazaría, de que la llevaría con él, se sintió desfallecer de alegría. Pero no perdió mucho tiempo en esas agradables ideas, y, recogiendo su falda de algodón para correr mas aprisa, tomó impulso hacia la felicidad que la esperaba al otro lado del camino.

II

Por desgracia en ese bosque, no solamente vivían hadas buenas, sino que también las había malas. Se parecía un poco a la vida, donde el mal está al lado del bien. Un hada malvada, pues, que estaba presidiendo el divorcio de una mariposa con su esposo, se volvió hacia la muchachita y la detuvo con un gesto imperioso: «No hay que esperar, dijo con un aire muy enfurruñado, que las cosas sean tan fáciles. ¿Cómo? ¿Bastaría hacer algunas para alcanzar la felicidad? ¡He aquí lo que sería nuevo y curioso! ¡Pero, entonces no habría nada más dulce que el destino de los hombres y las mujeres! Yo no pienso que deba ser de ese modo. En cuanto a ti, pequeña, debes saber que no has llegado al final de tus lamentos; no es hoy ni mañana cuando serás la más feliz de las princesas en el palacio del sobrino del rey.
–¡Oh! señora, ¿por qué sois tan malvada? ¿Qué disgusto puede causaros la felicidad de una pobre muchacha como yo? Pero nada tengo que temer de vos, puesto que el hada buena me ha dicho que atraviese el camino y ningún poder podría impedirme hacerlo.
–Es cierto que un hada no puede actuar contra la voluntad de otra hada. Pero la que te protege ha omitido, en la prisa de su misericordia, precisar el modo con el que pasarás al otro lado del camino. Vamos, espabílate, corre si puedes, pero mira allá en lo alto, muy alto, esa telaraña, temblorosa, ligera, casi invisible, que va de un roble a un olmo; sobre ella tendrás que caminar para atravesar el camino.
Y cuando hubo dicho esto, la mala hada despareció, no sin emitir una carcajada que espantó a los residentes de los nidos del bosque; incluso el trino de una curruca de cabeza negra, se silenció de súbito, como cesa de oírse el borboteo de una fuente en la que de repente se helase su agua.

III

Al principio Acidalia no quiso creer en su infortunio. Tomó impulso. Vana tentativa. Un poder misterioso la mantenía a este lado del camino. Imposible dar un paso hacia delante; no podía incluso tender los brazos hacia la dicha que sonreía dormida, tan cerca, bajo una mata de rosas. Entonces se puso a llorar. ¿Cómo? ¿Era posible? ¿Era cierto? ¿Ella no se sentaría al lado del cazador cuando éste despertase? ¿No la conduciría, para hacerla su esposa, al magnífico palacio del rey?
Levantó sus ojos anegados en lágrimas hacia la telaraña que iba de la cima del roble a la más alta rama del olmo. Lamentablemente tan fina, tan delicada, siempre presta a levantar el vuelo bajo la brisa. Un reyezuelo, con un golpe de ala, la hubiese roto; habría necesitado ser una mariposa bien ligera para posarse sin romperla. Si Acidalia, tras haber escalado al árbol, se confiaba apenas con la punta del pie a esa nada vibrante, caería sobre las piedras y rompería sus huesos; se la encontraría allí muerta y ensangrentada. Pues bien, no importa, a pesar del óbito asegurado, ella intentaría la única vía posible hacia la felicidad tan cercana y tan lejana. Sí, pequeña, frágil, a menudo llorosa a causa de una picadura de abeja, ¡tendría el coraje de desafiar a la dolorosa muerte!
Trepó al roble y alcanzó de rama en rama la cima abigarrada de hojas, se inclinó hacia la telaraña…. ¡Oh! ¡Qué miedo tenía! ¡Cómo temblaba! Pero no dudó más que un instante. « Oh tú que duermes, con la sonrisa en los labios, bajo las rosas! apuesto joven,¡querida felicidad! ¡Adiós, adiós! – dijo ella. No te conozco en absoluto y muero por tu amor. ¡Adiós! Trataré de no gritar al caer por miedo a que te asustes; puede ocurrir que el ruido de mi caída sea lo bastante ligero para no despertarte del sueño en el que piensas en mi» Luego, con decisión, avanzó; y sin duda pensáis que cayó en el abismo hacia las piedras a través del aire. De ningún modo.
Antes de haber tocado la frágil blancura oscilante, ella se transformó,– gracias al hada buena sin duda, y esa fue la digna recompensa de su valentía, – en la más pequeña de las cochinillas, que, muy aprisa, con sus patas menudas, corrió a lo largo de la telaraña de la cima del roble a la más alta rama del olmo. Pero, después de la travesía, volvió a convertirse en muchacha, se sentó al lado del cazador bajo el rosal y el sobrino del rey le rodeó el cuello con sus brazos diciendo: «¡Sois más bonita aún que en mi sueño! ¿Queréis, pequeña leñadora, ser princesa en mi palacio? »
Pues – así como ronroneaba la rueca de vieja – fue en vano que los celosos poderes nos quieran privar de las dichas que nos son debidas; si se tiene sufí enciete coraje para merecer el apoyo de las buenas hadas, jamás se deja de alcanzar la felicidad que espera al otro lado del camino.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes