LA VANGUARDIA
Ambas lo
adoraban, ¡sólo a él!. Una locura de amor con retazos de capricho y arrebato
pasional. Había personas que afirmaban que la aventura acabaría con un duelo; un
enfrentamiento a pistola, a veinte pasos, o cruzando las espadas, una mañana en
cualquier claro de Mendou. Cierto es que la Señora de Lurcy-Sevi acudía cuatro
veces por semana al gimnasio de Caïn, y la Señora de Graçay al de Ruzé, todos
los días.
¿De donde provenía tan excesiva fantasía por parte de esas prudentes damas,
siempre dueñas de sí mismas, que agitaba sus vidas, alterando sus costumbres,
como si un golpe de viento alborotase en un rincón de la calle el sombrero y los
cabellos de una criada? El Señor de Queyras, sin duda alguna, era un hombre de
mundo, de elegante porte, el mejor sastre de París, bastante joven, con unos
ojos hermosos. ¡Pero las dos mujeres enamoradas habían visto sonreír y llorar en
otros hombres ojos como esos! Daba igual, eran los de él por los que se morían
de ternura y se consumían de deseo. ¿Era su rivalidad la que exasperaba su amor?
Era creencia de la mayoría que tal hipótesis no tenía nada de improbable. Las
mujeres codician con fervor aquello que apenas hubiesen deseado si otras no
hubiesen tenido el mismo deseo. Tomar no siempre es divertido; robar, es
delicioso. No les place ser reinas salvo que destronen a otras. ¡Señora, simule
amarme, para que su amiga me adore; y, si usted me permite besar su mano, puedo
esperar los labios de ella! Cada una de las dos rivales hubiese ofrecido todo,
entregar todo, para que la otra lo diese todo en vano. Eso supuso entre ellas, –
antes de llegar al duelo a pistola o a espada,– una lucha de extravagancias y
audacias. Cuando reconocieron que los tejemanejes de los flirteos no servían de
nada, se dieron a las temeridades extremas. ¿Quién sino enviaba todas las
mañanas a casa del Sr. de Queyras enormes ramos de violetas de Niza, con una
tarjeta entre las flores? La Señora de Graçay o la Señora de Lurcy-Sevy. ¿Quién
sino llevaba a la Ópera, entre los encajes de su blusa unas cintas con los
colores del jockey del Señor Queyras, la víspera del gran premio de Auteuil? La
Señora de Lucry-Sevy o la Señora de Graçay. Una vez, ésta esperó en coche al Sr.
de Queyras hasta las cuatro de la madrugada a la puerta de un casino, y, cuando
sonaron las cuatro, dio un grito de rabia: ¡su rival también esperaba, delante
de la misma puerta, a pie en el barro!
Sin embargo el
caballero, a quien rendían tan apasionados homenajes, no permanecía indiferente;
simplemente dudaba. Las dos eran igualmente hermosas, una con sus cabellos de
noche, la otra con sus cabellos al alba, él jamás les habría hecho la afrenta –
ante dos pasiones igualmente ardientes – de someterlas a un absurdo reparto.
Compartirlas sólo podría producirse más adelante, y de forma espaciada. Él
quería elegir, les debía una preferencia, tomar una decisión. Pero su profundo
agradecimiento por ese doble amor era tal, que se habría sentido verdaderamente
culpable si se decidiese por una de las dos dichas que le eran ofrecidas sin una
verdadera razón de peso, ¡una razón determinante! La Señora de Graçay y la
Señora de Lurcy-Sevy comprendían tan bien ese noble sentimiento, que su única
idea consistía en adivinar la prueba de abnegación o la tentación que inclinaría
la balanza hacia una o hacia otra, y cada una de ellas se angustiaba por temor a
ser desbancada.
Una vez creyeron haberlo adivinado, – y en efecto lo habían hecho – porque el
Señor de Queyras, durante un baile en la sala Herz, había mirado insistentemente
las blusas de las dos rivales, con mirada que trata de comparar.
Cuando al cabo
de dos días regresaron – eran excelentes amigas – al baile de la Señora de
Ruremonte, en la sala se produjo una algarabía de asombro. ¡Jamás el leve
impudor del escote había sobrepasado los límites hasta tal punto! Blanco como la
nieve, donde se habrían arrojado dos rosas, el de la Señora de Graçay se ofrecía
casi sin velo, y el de la Señora de Lurcy-Sevi, más semejante a dos naranjas,
resplandeciente, un poco dorado, – que se hincha, y se moldea – concentraba
todas las estremecidas luces de la sala en su doble redondez cálida.
El Señor de Queyras no perdía detalle.
Era un instante supremo. Evidentemente, la elección, que ellas ya no podían
demorar más, a menos que realizasen las mitológicas poses desnudas de las diosas
en el monte Ida, iba a ser un hecho consumado.
La Señora de Lurcy-Sevi se fijó en su rival.
Comprobó que la Señora de Graçay, debido a su blanca piel, daba la impresión de
estar más escotada.
Tuvo el valor de las crisis definitivas.
Fingiendo estar incómoda por el calor del baile, se dejó caer en un sillón,
luego, bajo la mirada del Sr. De Queyras que se precipitaba hacia ella,
diligente, ¡arrancó violentamente su blusa por completo! y se desvaneció, segura
de sí misma.
El Señor de Queyras se arrodilló so pretexto de recoger el abanico caído,
susurrando en voz baja las palabras de su declaración.
Después de eso,
la Señora de Graçay ha creído vengarse de su derrota manifestando que resultaba
imposible luchar contra una enemiga tan pronta a desenmascarar la «vanguardia».
Pero las palabras no pueden nada contra los hechos; yo, que escribo esto para
las hermosas enamoradas en la bañera, he visto el pasado mes, en Niza, al Señor
de Queyras y a la Señora de Lurcy-Sevi pasar juntos, a orillas del mar, muy
cerca uno del otro, cuchicheando extasiados. Y ella tenía una blusa muy cerrada.
Igual que un general que después de la victoria, se vistiese como un burgués.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |