LOS VANOS NOVIAZGOS
I
Sucedió en uno de los primeros abriles de una de mis antiguas
vidas, en medio de una pradera alfombrada de flores a la que atravesaba un
camino de hierbas pisoteadas.
Vi venir hacia mí a una niña rosada y rubia y comprendí enseguida que nunca, por
mucho que viviese, podría amar a otra. Lo que era extraño y encantador es que no
se parecía a ninguna de las jóvenes que había conocido anteriormente; pero ella
era completamente idéntica a la que veía noche y día en mis sueños de
adolescente.
Iba, venía, se detenía, volvía a retomar la marcha entre la llanura florida;
eran como zigzags de abeja. Alguna vez se bajaba, metía sus manos bajo la
hierba; era evidente que hacía un ramo de margaritas y botones de oro.
Pero yo fingí confundirme con sus gestos y me acerqué a ella:
– ¿Será esto lo que habéis perdido y que buscáis, oh joven señorita que os
paseáis por los campos?
Al mismo tiempo le ofrecía una sortija de plata fina que había sacado de mi
dedo; se lo había encargado el mes pasado al joyero de la corte, para la novia
que yo no podía dejar de tener pronto.
Imaginad mi sorpresa cuando ella respondió:
–Precisamente, señor, yo buscaba ese anillo.
Y, tomándolo con un movimiento más vivo que un batir de ala de golondrina, lo
puso en dedo anular de su mano izquierda, luego se escapó, corriendo, brincando
y desapareció a lo lejos, detrás de las plantaciones de sauces. Yo había quedado
solo en el campo. Habría creído que había sido un sueño si no hubiese quedado en
el aire un perfume de joven cabellera, y si, en torno a mí, las florecillas que
ella había tocado no hubiesen olido más deliciosamente que unos recipientes
donde se hubiesen puesto nardos, ámbar e iris.
II
Como en esa época yo era un joven príncipe de un magnífico
reino, hice proclamar con sones de clarín, mediante heraldos vestidos de rojo y
verde como loros de Brasil, que mi corazón y mi trono pertenecerían sin dudar a
la que me trajese la sortija de plata fina. Imaginad que conmoción se produjo en
todo el país; no hubo suficientes plazas en los albergues para las jóvenes que,
desde ciudades y pueblos, montañas y valles, se dirigieron a mi capital,
atraídas por la esperanza de ser reina. Unas eran hijas de noble cuna, ilustres
y pomposas, vestidas de sedas amarillas o terciopelos nacarados, tumbadas en
literas que portaban negros africanos; otras eran hijas de burgueses, más
sencillamente vestidas, y venidas para la oportunidad; se veían en unas
carretillas grandes sacos llenos de escudos; esperaban complacerme mediante esta
ofrenda de riquezas, pues nadie ignoraba que yo había dilapidado odiosamente las
finanzas del Estado para poner espolones de oro a mis gallos de pelea y collares
de perlas a las tórtolas de mi palomar. También llegaron mendigas, que caminaban
con los pies descalzos. El ministro al que incumbía la misión de descubrir los
robos y perseguir a los ladrones, – yo había nombrado en ese puesto a un anciano
ciego, sordo y mudo de nacimiento, y baldado en todos sus miembros, pues también
es necesario que los delincuentes vivan y puedan comprar trajes de seda a las
bellas muchachas que aman! – a punto estuvo de percatarse de los robos acaecidos
en las joyerías; todas las sortijas fueron sustraídas en todas las tiendas de
los orfebres, de tal modo mis súbditas, incluso las que tenían los dedos
desnudos, ardían de celo en complacerme. Pero entre tantas sortijas, yo no
encontraba la de plata fina que había dado a la novia desaparecida, y, entre
tantas hermosas personas, hijas de marqueses o de mercaderes, calzadas con
zapatitos de oro o con el polvo de los caminos, no reconocí a la niña rosada y
rubia que había encontrado una mañana de abril en medio de la pradera cubierta
de flores por la que atraviesa un camino de hierbas pisoteadas.
Lleno de dolor, entregué la corona a uno de mis parientes que siempre la había
deseado; muy probablemente no hubiese tardado en asesinarme para ponerse en mi
lugar; vestido como los vagabundos de los caminos, con un bastón en la mano, me
dispuse a recorrer mundo buscando a mi novia.
Sería demasiado largo describir todos los países por los que pasé. Me senté
sobre la nieve y dormí sobre las flores. Vi mares más amplios y más azules que
el cielo, arenales infinitos, tan dorados y luminosos que se les hubiese dicho
hechos de polvo de estrellas. Pero ni en el pálido Norte, ni en los oasis donde
las muchachas charlan alrededor de los pozos con el cuenco de arcilla a la
espalda, me fue dado volver a ver a la niña del prado florido que conservaba en
su dedo anular mi sortija de plata fina. De modo que una noche, transcurridos
varios días y varias noches, después de muchos años, viejo ya, con el corazón
desesperado y la cabeza baja, – un cabeza de cabellos grises bajo mi gran
sombrero de mendigo, – caí sobre una piedra al girar en un camino, y me
lamentaba en estos términos: «¡Es cierto que no te encontraré nunca, a ti que te
hubiese amado sola, a ti a la que solo amo! ¡Ah! ¡Cuántas hermosas mujeres de
mirada dulce y boca tierna sonríen al beso y no lo rechazan! Pero es del deseo
de tus labios por quién yo languidezco amargamente! Yo soy la abeja de una sola
rosa, y la mariposa de una única flor de lis. Por desgracia, ese lis y esa rosa
me han sido negados y estoy, en los jardines llenos de flores, como en los
jardines donde no hubiese flores.» Y, durante toda la velada me lamentaba de ese
modo en un recodo del camino.
Detrás de una mata de briznas de hierba salió una muy pequeña hada que me dijo:
–¡Eh! pobre hombre, no es sobre la tierra donde se encuentra a la que es
idéntica a la quimera del mes de abril. Pero consuélate, algún días la verás,
más deliciosa aún que el día que se te apareció. Vendrá hacia ti con la dulzura
de un sueño que camina y besarás en su dedo el querido anillo de los noviazgos.
–¿Dónde me será ofrecida esa felicidad?
–En el Paraíso – dijo el hada.
–¿Y cuando podré entrar en ese Paraíso?
–Cuando mueras – dijo ella.
Exclamé que no deseaba otra cosa que morir, y cuanto más pronto mejor. Ella iba
a buscar, entre la maleza, un pequeño cáliz pálido que contenía una gota de
rocío.
–Bebe esta perla – dijo ella; – como es un veneno muy poderoso, morirás
enseguida.
Bebí la perla y morí, y me desperté –¡qué corta es la muerte!– en una tierra tan
deliciosa que jamás había visto nada parecido.
III
En nubes de oro fluido y llamas, entre pálido vapores
azulados que se arrastraban por el aire como caricias sedosas, unos ángeles
esposos, dos a dos, con las manos unidas, pasaban ante mi, y tenían un aire tan
feliz que yo desfallecía de embriaguez pensando que pronto su dicha sería la
mía. Pues el hada, ciertamente, – la pequeña hada de la mata de hierbas, – no me
había engañado. Rosada y rubia, vería venir a la niña de la pradera florida, con
la sortija de plata en el dedo, y estaríamos juntos, corazones alados, en las
delicias de la eternidad.
Esperaba pero ella no aparecía aún.
Vi el magnífico cortejo, donde brillaban vestidos de jacinto y púrpura,
dirigirse, muy lejos, en humaredas de luz hacia un edificio que parecía una
iglesia de diamantes. Adiviné que allí se iba a celebrar alguna ceremonia
nupcial, y aspiraba con una estremecedora impaciencia la hora de mis celestiales
bodas.
Pero mi novia no se mostraba. Sin embargo no me inquietaba en exceso. Las hadas
no mienten. No se trataba más que de un retraso. Sin duda mi prometida, un poco
coqueta, acababa de anudar a su cuello alguna nube de aurora o de ajustarse a la
frente una corona de estrellas. No era posible que solo yo quedase sin esposa en
el inmenso himeneo del cielo.
Y preguné a una pareja angélica que iba a unirse al cortejo nupcial:
–¿Qué sucede? ¿Es que la joven a quién di mi sortija de plata fina, todavía no
ha llegado al Paraíso?
Ellos me miraron con un aire de compasión, como si tuviesen piedad.
–Por desgracia sí, pobre hombre, ella ha llegado, pero tú no la verás venir
hacia ti, rosada y rubia, como en el prado florido, pues Nuestro Señor Dios la
ha encontrado tan bonita que la ha tomado para él, y es ella quién se casa,
allí, ¡en la iglesia de diamantes!
Traducción de
José M. Ramos
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