LA VELA INÚTIL

Los pescadores, empujando la triple palanca del cabestrante que chirría, han arrastrado sobre los guijarros la barca blanca y azul, y, ahora, seguros de que las olas no podrán alcanzarla, se han ido a jugar al dominó y a beber sidra en alguna taberna del pueblo. Pero no han juzgado conveniente cargar con la única vela de la barca. ¿Para qué molestarse? Tan fuerte como sea la brisa, no arrastrará el barco solidamente anclado en las piedras por su propio peso. Y es inútil que la vela se infle.
Pasando por allí un poeta, se tumbó en la playa, a la sombra de la barca inclinada.
El mar de un verde diáfano, donde las corrientes que se cruzan dejan ver amplias estrías luminosas de acero, se extendía ante él, perezosa y vibrante; una única roca, negra, con espuma en su base, se elevaba fuera del agua, mientras la lenta ascensión de una niebla discurría por la ladera calcárea del acantilado, desgarrándose en el campanario de la iglesia como una muselina en una aguja, y dispersándose entre la nubes. No lejos de allí, unas bañistas con las piernas al aire, bajo camisones de franela adornados con cintas de encajes, ponían vacilantes sus pies calzados con alpargatas sobre las estrechas planchas que descienden hacia el mar, y, cuando levantaban sus brazos sin mangas, se veía brillar en sus dedos nada más que la piel adornada con los diamantes y el oro de sus anillos; al abrigo de una tienda cerrada y cuya tela proyectaba sombras sobre los cantos soleados, unos vestidos estampados de flores se posaban sobre unos asientos enanos realizados de trenzados en forma de X, que dejaban percibir la redondez de las medias de redecilla; aquí y allá, entre el va y viene de los nadadores en camisetas rayadas que salían del agua o se sumergían en ella, haciendo del Océano una Grenouillère , entre los correteos de los niños y los saltos de perrillos falderos que huían de la olas llevando en los bordes de sus orejas su espuma, entre los grupos sombríos de algunos hombres que permanecían de pie, observando, destacaban sombrillas rojas parecidas a grandes ramos de amapolas que se habrían arrojado allí.
Pero el poeta no se fijó en las piernas desnudas de las bañistas, ni en el bermellón de las sombrillas exasperadas de sol; continuó escuchando, muy cerca de él, los lamentos de las planchas de la barca bajo la vela inflada por la brisa.

La barca triste dijo:
«¿Por qué me dejan aquí, inmóvil, como algo muerto, mientras podría ser mecida, allá, viva, en al suave balanceo de las olas? Levantando mi proa quiero subir la pendiente lisa de las olas, y descenderla con la popa alta; quiero que a mis costados suene el chapoteo deslizante del agua. ¡Adelante! ¡Adelante! puesto que el mar tan bello invita a los dulces viajes, puesto que mi vela sería de oro al sol y yo dejaría estremecer y cantar tras de mí una larga estela de plata.»

En ese momento, una bañista mojada subió hacia su caseta, con un pie descalzo, el talón rosado y con una salpicadura en la uña del dedo gordo del pie; bajo su vestido de gasa ceñido, se veían transparentar sus oscilantes senos. Pero el poeta no volvió la cabeza, atento a los lamentos de la barca.

Ella dijo bajo una ráfaga de viento:
«¡También amo la tempestad! Tras las tranquilas bonanzas, aspiro a las tormentas que hacen vibrar las planchas de los navíos y crujir los grandes mástiles. En las borrascas, bajo los diluvios, entre las olas semejantes a montañas que se desmoronan en torrentes, cómo me transporta el viento, cómo me desplaza, cómo me disloca, rodeada de relámpagos. Me gusta luchar, tan endeble, contra todo el mar y todo el cielo desencadenados, aunque tuviese que zozobrar bajo la ola que me embate o me deshace en las rompientes, y que mi carcasa hecha migajas no fuese más que informes restos recogidos sobre la arena por las esposas de los pescadores. »

La bañista, durante ese tiempo, buscaba su caseta y no la encontraba; se impacientó y llamó, hizo señales con sus brazos desnudos que, levantados, dejaban ver el oro rizado de sus axilas; pero el poeta, tras una mirada rápida, se volvió hacia la barca cautiva en las piedras; y no dejó de escucharla, soñadora, bajo la vela en vano abierta.

Ella dijo en la brisa refrescante:
«¿Quién sabe además si la tempestad no me llevaría hacia magníficos países dónde abordan a los grandes navíos? Por frágil que parezca, conozco la fuerza para resistir a los más rudos huracanes, y atracaré tal vez, después de tantos peligros, en los puertos decorados por los pabellones de lejanas patrias. ¡Oh triunfos! ¡Oh alegrías! ¡Arrojar mi ancla, más gruesa apenas que una aguja de ganchillo, en el fondo donde han mordido las anclas de enormes navíos! ¿Quién sabe incluso, si obedeciendo a corrientes favorables, empujada por vientos propicios, no ganaría golfos desconocidos, que florecen, semejantes a cestas, islas misteriosas desconocidas a la mirada humana? Es a mí a quien está reservado deslizarse sobre la arena de un Tierra hermana del Edén, donde crecen rosas jamás respiradas, donde maduran frutas jamás mordidas, dónde, bajo un cielo que no conoce las nubes, ¡el día no tiene noche y el océano carece de amargura!»

La bañista por fin se ha vestido; regresa a la playa, para mirar después de haberse mostrado; desvestida era bonita; vestida es exquisita; el deseo se exaspera, reducido a recordar todo lo que ya no deja ver; y el encanto de su pequeños botines bien calzados se complica adorablemente con el recuerdo de su pie descalzo. Pero el poeta no se preocupa demasiado de la bañista vestida, ocupado solamente de la barca, bajo la vela.

«¿Por qué gimes y por qué sueñas así? Construida de planchas, y pesada, ¿no deberías considerarte satisfecha de estar ahí, apacible, sobre la inmóvil tierra?»
Ella respondió:
«Tienes razón. Pero, puesto que soy pesada, y hecha con la madera de un roble que se mantenía fuertemente plantado en el suelo, ¿por qué me han dejado esta vela que vibra y se infla siempre hacia el vago horizonte?»
Entonces el poeta, cabizbajo, pensó que parecido es, cautivo aquí abajo, a esa barca encallada; poseyendo, al igual que ella su vela, un alma que recuerda y desea y sin cesar palpita hacia lejanas quimeras, vela inútil por desgracia, hasta la hora en la que la Muerte, como un marino pone una barca a flote, venga a abrirnos el paraíso de los sueños.

1.La Grenouillère era un restaurante-baile al aire libre ubicado en las orillas de Sena. Era muy frecuentado por los artistas bohemios del Paris de finales del siglo XIX. Es famosa la descripción que de este sitio hace Guy de Maupassant en su relato “La femme de Paul”. Fue pintado por varios pintores impresionistas entre ellos Claude Monet y Renoir. (N. del T.)

Traducción de José M. Ramos
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