EL VESTIDO DE NOVIA

Era la noche de carnaval del año pasado. Un semicírculo de globos lechosos, parecidos a enormes perlas sucias, indicaban la entrada de un baile, y, bajo la lluvia, en el fango, algunas personas disfrazadas atravesaban el bulevar exterior, evitando, con saltitos sobre la punta del pie, los negros charcos donde vibraba el reflejo de la luz de las farolas; bajo el arremangamiento de los impermeables podían percibirse unos ceñidos maillots de algodón de color carne, – color de una carne roja, – y flecos de faldas. Separada de la fachada del baile por un café blanco y oro, que resplandecía, una tienda de trajes de alquiler permanecía abierta; tras el polvoriento escaparate, amarillento de gas, había vestidos de lecheras, de pastoras de los Alpes, de suizas, de españolas, andrajos de tela zurcida, con ramilletes de cintas nuevas, harapos pisoteados de satén, bordados con galones descoloridos o fulares manchados, colgando lamentablemente.
Una mujer, tras haberse detenido algunos instantes a mirar el escaparate, entró en la tienda; llevaba un voluminoso paquete, con el brazo izquierdo pasado por debajo de los nudos en cruz de una tela blanquecina que se podía tomar por un mantel o por una gran servilleta.
Aunque joven todavía, debía haber sido bonita pero ya no lo era. Una cara fatigada, con labios mortecinos y ojos apagados; bajo los párpados un color rojizo como el que aparece después de haber enjuagado muchas lágrimas. No menos que en los rasgos del rostro, había en las formas del cuerpo que se abandona, una profunda lasitud, un aire de haber tenido suficiente. Sin sombrero ni gorro, su moño a medias despeinado colgándole más bajo que la nuca, miserablemente vestida con un vestido de lana marrón, que, viejo, sucio, carecía de botones, debía ser una de esas esposas de obreros cuyos maridos una noche no regresan, y que, solas, sin ánimo para trabajar, viven como pueden, de unos céntimos mendigados entre las vecinas o ganados en los azares de los vagabundeos nocturnos; no cuentan para nada ni para nadie, esperan el fin sin tener la voluntad de apresurarlo. Se ven muchas de ellas en los despachos del Monte de Piedad, un poco antes de la hora de la cena, sentadas, con los brazos colgando, las manos abiertas, o de pie apoyadas en la pared, esperando su turno, con la mirada vacía.

II

Una vez que entró la mujer, miró aun el batiburrillo carnavalesco y no lo pensó mucho tiempo, eligió un traje de lechera muy escotado
–Me irá bien – dijo – porque tengo mucho pecho. ¿Cuánto cuesta su alquiler?
–Doce francos – respondió el dependiente.
–No es caro – dijo ella.
A continuación preguntó si podía probarlo en la trastienda; dejaría el vestido que tenía puesto y vendría a recogerlo después del baile, pagando al mismo tiempo el precio del alquiler.
–Como quiera usted. – dijo el comerciante – Únicamente he de decirle que sus ropas no valen gran cosa, por lo que deberá dejar un depósito.
–¿Un depósito?
–Sí. ¿No tiene dinero?
Ella hizo una señal indicando que no.
–Entonces, vaya a acostarse en lugar de ir al baile. Cuando no se tiene un céntimo, uno no piensa en divertirse.
Ella respondió:
–No es su negocio dar consejos. Yo hago lo que quiero; esto no es de su incumbencia.
–No – dijo él – pero si lo es el no ser robado.
Ella se encogió de hombros.
– Mire – continuó ella deshaciendo el paquete que llevaba – creo que no tendrá nada que temer si le dejo una prenda como ésta.
–¡Vaya! ¡un vestido de novia!
Era un vestido de novia de seda blanca, sin usar, pero antiguo y sin lustre, bonito todavía con cierta melancolía de reliquia; unas flores de azahar adornaban el corpiño, descendiendo hacia los pliegues de la falda.
–Hubiese preferido el dinero – dijo el dependiente de la tienda. Pero voy a complacerla por que parece una buena chica.
–¿Al menos, – dijo ella – no me lo estropeará?
–No hay peligro.
–¿Dónde lo pondrá? Quiero ver dónde lo pondrá.
–Allí, bajo el mostrador.
Y tendió las manos para tomar el vestido de novia.
–¡No!– dijo ella estrechándolo contra su pecho como si hubiese abrazado a alguien. Lo colocaré yo misma. Usted lo mancharía con sus manos.
Dobló la tela blanca muy delicadamente, se bajó, la depositó sobre un estante bajo el mostrador.
–¿Me promete que nadie lo tocará?
–No, no, nadie.
–¿Está de acuerdo en que lo venga a recoger mañana temprano?
–¿Traerá el dinero?
–¿Cree usted que voy al baile a divertirme? Ahora tengo que vestirme. Déme el vestido. Bien. ¿Es allí el probador? Puede mirar por el agujero de la cerradura si le place; a mi no me importa.

III

En la mañana gris, sucia, que rayaba las gotas de lluvia, el viento pasaba muy rápido, doblegando las ramas de los frágiles árboles a lo largo del solitario bulevar; todas las ventanas estaban apagadas, cegadas con las contraventanas o las cortinas; más allá, la escoba de los barrenderos rechazaba los fangos líquidos en un borboteo blando.
De la puerta entreabierta de un despacho de bebidas, – emanaba de allí una luz de gas mezclada con la triste claridad matinal. – salió una mujer bruscamente, como empujada por los hombros, cayó sobre las rodillas, sobre la cara, sobre los excrementos de la acera, se levantó embadurnada de fango, observó tristemente su vestido de lechera, sus manos lastimadas y sucias.
Quiso volver a entrar en la licorería.
–¿Quieres dejarnos en paz? – aulló una voz ronca.
Y la puerta se cerró con un ruido que sacudió todo el escaparate.
Entonces la mujer miró a su alrededor. En una esquina de la calle percibió a un hombre enfundado en su gabán, con el cuello hasta las orejas, dispuesto a cruzar el bulevar: tal vez alguien que había pasado la noche en una fiesta, y se apresuraba a regresar; tal vez un empleado, yendo a su oficina.
Se acercó al transeúnte, lo agarró por el brazo, poniéndole bajo los labios todo su pecho que salía del corsé. Pero él la rechazó con un codazo, con palabras soeces y siguió su camino.
Ella estaba sola en la esquina de la calle bajo el viento frío.
–Vamos –dijo – esto es como en el baile. Hay que confesar que no tengo suerte. Sin embargo no soy más fea que las demás!
Añadió:
–Desfallecer de hambre no es gran cosa. Estoy acostumbrada. Pero si no me devolviesen el traje...
Se puso a caminar a lo largo de las casas, muy aprisa, pasó ante la entrada del baile, ahora cerrado con las farolas apagadas, se detuvo ante la tienda de alquiler de trajes.
La tienda estaba cerrada, aunque no completamente; la mujer empujó la puerta, vio al dependiente dormido sobre una silla; esperaba que le llevasen los trajes alquilados por la noche.
–Soy yo – dijo ella – Debo explicarle una cosa. No había mucha gente en el baile. ¡Ni un hombre elegante! He marchado de allí con no importa quién. Hemos ido a una taberna. Me han golpeado y dado con la puerta en las narices. En fin, no tengo dinero. No fue culpa mía. ¿Sería usted tan amable de devolverme igualmente el vestido, verdad? Le prometo que le traeré el dinero esta noche.
Él respondió:
–¿Cree usted que es divertido ser despertado para esto, para nada? Váyase de aquí. ¿Oye usted? váyase. Sin dinero no hay vestido.
–¡Oh! ¡Dios mío! – exclamó ella.
Con la cabeza entre las manos se echó a llorar.
–Todo lo que puedo hacer – dijo el hombre – es comprarle su vestido de novia. Tal vez consiga alquilarlo el día de Cuaresma. ¿De acuerdo? Se lo compro por veinte francos. Con el alquiler del disfraz de lechera pagado todavía le quedarán ocho francos en el bolsillo.
Bruscamente furiosa, semejante a una perra que va a morder, se arrojó sobre él:
–¡No quiero venderlo! ¡Quiero mi vestido! ¡Canalla, devuélvame mi vestido!
Pero él la agarró por el brazo y arrojándola a la acera cerró la puerta sólidamente.
Esta vez no pensó en levantarse. Quedó sentada en el lodo, con los brazos desnudos, el pecho desnudo en el viento helado y la lluvia discurriéndole por la espalda; y sollozante, tartamudeaba: «¡Mi vestido! ¡Quiero mi vestido! ¿Es que no me lo van a devolver? ¿Es que no hay nadie que me devuelva mi bonito vestido de novia?»

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes