EL VESTIDO DE NOVIA

I

Se produjo una gran desolación en el sendero del bosque, cuando se supo que Vicenta iba a casarse. ¿Y quién se lamentaba? las florecillas, las mariposas de la seda, y los hijos de la telaraña que tiemblan de una rama a otra? lo habéis adivinado. Las florecillas se dijeron: «¿Cómo es posible? Vicenta, ocupada en cocer el pan de su esposo y en los demás cuidados del hogar ¿ya no vendrá a recogernos sobre el seto primaveral?» «¿De qué nos servirá, dijeron las mariposas, tener alas más brillantes que los vestidos de las princesas, si Vicenta ya no corre tras nosotras, que simulamos huir de ella?» Los retoños de la telaraña pensaban: «No valdrá la pena estremecernos, suspendidos, desde una ramita de acacia a una hoja de limonero, si ya no tenemos la esperanza de mezclarnos con los cabellos de Vicenta que pasa cantando su canción.» Y allí, sobre el sendero del bosque, todos acordaron emplear todos los medios posibles para impedir que se produjera la temida desgracia. La novia no tenía más que dejarse ver; le esperaban unas sorpresas muy desagradables. Seguramente penséis que no se podía tratar de una terrible conspiración, pero os equivocáis. En aquél tiempo, los retoños de la telaraña, las mariposas y las florecillas del bosque eran una especie de hadas; y, contrariar a las hadas es algo que no os deseo.

II

El día de la boda estaba próximo.
Vicenta se dijo:
–Es verdad que soy tan bonita como la hija de un emperador, con mi gorrito de tela amarilla y mi falda de terciopelo. Pero sería bueno que para la noche de bodas tuviese una indumentaria más elegante.
Tenía en su hucha unas cuantas pequeñas monedas; fue a la ciudad a fin de comprar las convenientes prendas.
–¡Oh! ¡que gorro tan bonito! – dijo deteniéndose ante el escaparate de una modista. – Que bien me sentaría, florido con gavanzas tan frescas que se las tomaría por flores naturales. Pero seguramente cuesta muy caro; no está hecho para cubrir a una pobre leñadora como yo.
–A fe mía – dijo la vendedora, – hace tiempo que quiero deshacerme de él; llegas en el momento preciso. ¿Cuánto me ofreces?
Vicenta dijo enrojeciendo:
–Dos centavos. Nada más que dos centavos. No podría pagaros más.
–¡Bien! es tuyo. Yo no soy una modista como las demás; lo que más me gusta es vender mis mercancías a personas cuya belleza las realza.
Con el gorro en un estuche, la leñadora siguió su camino, muy contenta.
Había, en el escaparate de una gran tienda, un vestido que pareció a Vicenta el más magnífico del mundo; era tan sedoso, tan deslumbrante, tan vivo a la mirada que se habría creido hecho de muchas alas de mariposas una tras otra juntas.
–¡Ah! ¡qué pena que no sea rica! Con qué placer compraría este vestido pero sin duda una damisela de la corte podría tener bastante dinero para hacer tal gasto.
–Dios mío, dijo el vendedor, yo no soy interesado; siempre hay algún medio de llegar a un acuerdo. Veamos, ¿cuántos me ofreces por la falda y el corsé? Es cierto que jamás se ha visto nada igual; han sido diseñados y cosidos por una costurera que ha sido aprendiz en casa del mejor sastre de París.
Vicenta dijo enrojeciendo:
–Cuatro centavos. Si fuesen de oro, también os los ofrecería. Pero son de cobre, como podéis ver.
–¡Toma el vestido! te irá de maravilla. Solamente prométeme que me recomendarás a tus conocidos.
La leñadora prometió todo lo que él quiso y se feliz a más no poder. Sin embargo algo la preocupaba. Un gorro, un vestido, son cosas necesarias sin duda; una camisa no lo es menos. Vicenta sentía, no sin cierta aprensión, su pequeño cuerpo rozado directamente por la tela de su vestido. ¿Qué pensaría su marido viéndola desprovista de ese modo? Y se decía, completamente sonrojada de pudor, que era imprescindible tener una camisa, para que él pudiese quitarla. Estando pensando en esto, vio en otra tienda una ligera blancura de batista y encajes, tan leve y tan blanca que se hubiese jurado que estaba hecha con retoños de telaraña; como había tomado valor con sus anteriores compras, Vicenta dijo a un hombre de pie cerca de la puerta.
–No es muy bonita esa camisa; las tengo mejores en mi casa. Sin embargo os la compraría si me la vendiese por tres centavos.
El vendedor pareció confundido.
–¡No contaba con tal ganga! – exclamó él – Toma, toma, y si quieres fantasía te daré incluidas en el precio dos presillas de amatista para retener las hombreras.
Fue de ese modo como Vicenta pudo regresar a su pueblo con un gorro, un vestido y una camisa que hubiesen hecho envidiar a la primogénita de un rey.

III

Ni que decir tiene que el día de la boda, la leñadora fue intensamente envidiada a causa de la hermosa indumentaria que tenía. ¿Cómo había hecho para procurarse tales prendas? Las damas de honor se hablaban en voz baja con lengua viperina. Pero el novio, porque estaba muy enamorado, apenas reparó en el bonito gorro florido de gavanzas, ni en el magnífico vestido color de alas de mariposa. Lo que le importaba era lo que estaba debajo del gorro y del vestido; y, dejando conversar y beber a los demás en la sala del albergue, arrastró a Vicenta, una vez caída la noche, a la cabaña en la que él vivía al doblar el camino.
Cuando estuvieron solos:
–¡Oh! ¡Qué hermosos cabellos tienes – dijo él – rubios como espigas al sol y perfumados como el heno maduro!
Y, para ver mejor, para besar la cabellera de oro, quiso quitar el gorro. Pero no pudo. ¿No era raro? de sus tallos, de sus espinas, las florecillas se aferraban a los rizos de la oreja y del cuello. «¡Ay! ¡ay! me haces daño, amigo mío! » se quejaba la recién casada. Él no era lo bastante bruto para hacerla sufrir ya, sabiendo que ella pronto debería gemir por un motivo más justo; y no se preocupó más del impertinente gorro. Otro deseo lo ocupaba a causa del corsé dulcemente hinchado, como cubriendo dos naranjas vivas; y, tomándola sobre sus rodillas, trató, –consintiendo ella y volviendo la cabeza – de desabrochar el vestido. ¡Eso fue otra historia! la tela tan sedosa, tan brillante, tan viva y luminosa, resistía, no dejaban la piel, defendiéndose con todos su broches encarnizadamente. No, hiciese lo que hiciese, no podía triunfar sobre ese vestido tan bien cosido decidido a no entreabrirse, – ¡sin embargo fue en París donde lo habían hecho!– y la misma Vicenta comenzaba a mostrarse un poco sorprendida e inquieta. Pero el marido sonrió, pues un pensamiento muy natural lo había invadido. Se arrodilló ante su esposa, se bajó, y puso como por descuido sus cariñosos dedos en la espalda de la novia. ¡Arrancó un gran juramento! unas clavijas en las caderas, una camisa de encajes más sólida que una armadura, aunque fuese tan blanca y ligera como hecha de retoños de trepadora, enlazaba, envolvía, atenazaba inexorablemente a la pequeña esposada. En una esquina de la cabaña, el estrecho lecho nupcial, a medias abierto y con las sábanas color de nieve, parecía burlarse de ellos.

IV

Transcurrida una hora, – imaginad los esfuerzos que él hizo – el marido, invadido por la rabia, sudoroso, ¡realmente se encontraba en un estado que daba pena! ¿No era un infortunio estar tan cerca de su dicha sin poder obtenerla? me gustaría ver que cara pondrían en semejantes circunstancias aquellos que están tentados a reír del contratiempo en el que se encontraba el marido de Vicenta. En cuanto a la pequeña leñadora, sin pronunciar palabra, ponía una cara de disgusto que expresaba todo lo lejos que estaba de encontrarse absolutamente satisfecha.
Pero un ruiseñor, que se podía ver por la ventana abierta, se puso a cantar en un rosal, y cantando decía:
–Va, va, pobre muchacho, te esfuerzas en vano, no conseguirás quietarle el traje de novia; pues está hecho de florecillas, de mariposas y de retoños de telaraña, que son hadas y te desafían.
–¡Pues bien! ¡me vengaré! ¡Iré al sendero del bosque! ¡y prenderé fuego!
–¡Bah! otras gavanzas florecerán, otras alas volarán, y el tallo de la telaraña es inquebrantable. Mejor harías en llegar a un acuerdo con tus enemigos.
–Creo en efecto, – dijo Vicenta, –que esa sería la decisión más sabia.
–¿Qué es lo que exigen? –pregunto el recién casado.
–Promete no ocupa ra Vicenta en cocer tu pan ni en los demás cuidados del hogar, y dejarla cantar su canción, como antes, en el bosque.
–De acuerdo, lo juro.
–Entonces, – dado que las florecillas, las mariposas y los retoños de la telaraña, conocían al marido por ser un honrado muchacho incapaz de faltar a su promesa, – el gorro voló súbitamente como bajo un golpe de viento, el gorro, el vestido ¡y la camisa también!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes