LA VIDA AMOROSA

 

LA VIRTUD RECOMPENSADA

 

Con los dientes apretados, Genoveva dijo:

–Dejadme hablar. No respondáis, os lo prohíbo. Lo sé todo. Ayer noche se os ha visto en el palco de un pequeño teatro, con una jovencita maquillada y los cabellos teñidos, que reía detrás de un ramo de flores. ¡Os repito que lo sé todo! Vos estabais en traje negro, con una flor en el ojal y la corbata a medio deshacer. Os parecíais a todos los imbéciles que vienen de cenar en un reservado particular. ¡Ni siquiera la mujer que estaba con vos era bonita! Pero teníais aspecto de encontrarla encantadora, y, de vez en cuando, tras las cortinas del palco, os inclinabais hacia ella para morder los rizos pelirrojos de su nuca. ¿Habéis ido a cenar al salir del teatro? Es probable. Desde luego, sois odioso. Y yo, mientras estabais en las Novedades con vuestra amante, – que es la amante de todo el mundo, ¡vaya sorpresa!– ¿qué hacía yo? Os esperaba aquí, sola, mirando avanzar las agujas del reloj. Sois abominable, caballero. Pero, ¿habéis olivado quién soy yo, mi perfecta fidelidad, y vuestros errores para conmigo? Recordad, recordad. Cuando me conocisteis, – eso fue una desgraciada casualidad – yo llegaba de provincias, una pobre burguesita de veinticinco años, que los malos tratos de un indigno marido habían obligado a huir. No sabía nada de la vida, salvo que hay que trabajar para no morir de hambre, y no moriría, no, pues estaba decidida a trabajar. Me hubiese colocado como dependienta de una tienda, ama de llaves, institutriz, ¡qué sé yo! O bien me hubiese dedicado a la costura, llevando mi obra, con el velo bajo, modestamente, por la noche, por las oscuras calles. En fin, ¡habría sido heroica! Pero os conocí, y vos, abusando de mi sentimiento de simpatía hacia vuestra persona, de la que no había podido defenderme, me obligasteis a renunciar a mi honrada esperanza de sacrificio y privaciones. Fue necesario –¡ah! fuisteis espantosamente exigente! – aceptar vivir en un palacete lujoso, casi mágico, reluciente de sedas antiguas, colmado de bibelots raros. Yo, que ya me había hecho a la idea de vivir en un ático con las paredes desnudas, con flores bajo el vidrio del tragaluz. Y vos abristeis una cuenta a crédito en las casas de las más famosas costureras – para desgracia de mi modesto vestido de Orleans, al cual ya me había resignado – y me regalasteis un victoria y dos cupés, de modo que gracias a vos, ¡ya no pude subir a un ómnibus público!. Caballero, cuando un hombre ha contraído tales obligaciones hacia una mujer, está obligado a respetar a su amiga y a la fidelidad, ¡por honor! Sí, incluso cuando hubieseis dejado de amarme, no estaríais menos comprometido, después de todos mis sacrificios, rodeándome de deferencia, incluso diría de veneración. ¡Cómo! He renunciado por vos a la miseria, a los sueños en la pequeña cama de hierro bajo un techo, a los desayunos  en la lechería, a los zuecos dejados en el vestíbulos de las casas donde se va a trabajar; ¡cómo! Consiento en tener mi propio palco para las noches de todos los grandes estrenos, en poner en mis cabellos estrellas de diamantes que os costaron grandes sumas, en vestir sedas y encajes, en caminar descalza en alfombras de piel de nutria –¡oh! las rojas baldosas de los decentes apartamentos!– y después de tanta abnegación, ¡me traicionáis! ¡Os mostráis, en los teatros con mujerzuelas! Debéis saber que no soy mujer que tolere tales insultos. Todo ha acabado entre nosotros, caballero; os ruego que no pongáis nunca más los pies en esta casa donde viviré sola con el desprecio y el remordimiento del lujo del que vos me habéis rodeado tan cruelmente.

Y hablando de este modo, ¡Genoveva se mostraba terrible! La fusión de todas las cóleras sobre su encantadora carita rosada, era tal que parecía una cabeza de Medusa pintada al pastel por un pintor de flores.

 

***

El amante no había esperado el final del largo discurso para caer de rodillas. Hacía ya rato que se sentía humillado y tendía las manos suplicantes, proclamando su arrepentimiento. Pues bien, ¡sí! Era cierto, él había cometido una falta muy grave; había hecho la locura de ofrecer el brazo a una muchacha, no importa cual, un poco ebrio en los postres de una cena, y conducirla a las Novedades. (Aun así, él no podía concebir como Genoveva había podido ser informada de ese desliz! Él se había mantenido todo el tiempo en el fondo del palco! ¿quién había podido verlo?) Pero esta locura, esta falta, la lamentaba sinceramente. Él admiraba, adoraba con el más entusiasta fervor las abnegaciones y sacrificios de su amante. No ignoraba lo que ella había sufrido el día en el que había abandonado su habitación amueblada en un hotel cerca de la estación para ir a vivir al palacete del parque de los Principes. ¿Pero, entre tantas virtudes, que él le conocía, no se encontraría también la clemencia? ¿Permanecería insensible a los remordimientos de los que él daba testimonio? ¡Ah! ¡Juraba que no había ido a cenar después del teatro! Y se sorprendía también de que Genoveva pudiese preocuparse de una rival, siendo ella la más hermosa entre las más bellas, la más tierna entre las más enamoradas, la más virtuosa entre las más irreprochables. Pero él conocía un medio de hacer las paces y recobrar la confianza pérdida. Más de una vez ella, viuda desde un año atrás, había dado a entender que no le disgustaría convertirse en la esposa de aquél que amaba. ¡De acuerdo! ¡se casarían! No le importaban la cólera de su familia, unos viejos tíos que desheredarían a los extravagantes sobrinos. Él era libre, dueño de sí mismo, tenía bastante fortuna sin necesidad de heredar. He aquí pues, que estaba convenido: el tiempo de publicar las amonestaciones, y se casarían, y pensaba que ella no mezclaría en los sueños del lecho conyugal el vano recuerdo de una falta tan felizmente redimida.

Por grande que fuese su legítima cólera, Genoveva no pudo impedir mirar al culpable con un poco de misericordia.

Ella dijo:

–Por desgracia, sí, puesto que lo exigís, consiento en ser vuestra esposa; pero, después de este extremo esfuerzo de mi amor, al que tantos otros sacrificios precedieron, no pidáis otros; esta es mi última debilidad.

 

***

 

El amante se convirtió en esposo.

El matrimonio se celebró en un castillo de Bretaña, cerca del mar, lleno de fantasmas de ancestros, que fueron eclipsados por los brillos de los candiles y .los aldeanos que bailaban sobre el césped.

No podía estar más bella la recién casada bajo la casta magnificencia del satén y de las perlas (¡eh! Sí, un vestido blanco; no valía la pena considerar al primer marido, inválido y viejo, además de provinciano), tener una frente más pura bajo unos cabellos tan rubios, es un sueño que no aconsejo a ninguna novia; pues quedaría decepcionada.

Luego, la mayoría de los invitados se fueron yendo, y, esperando la hora en la que Genoveva, que se había retirado a sus aposentes, le permitiese ir a reunirse con él, el esposo se paseaba sobre la tarraza blanca por la luz de la luna y unas flores pálidas, con algunos amigos venidos de París para asistir a la boda.

Valentín dijo (es de buen gusto decir algo):

–Bien pensado, has tomado la mejor decisión; no hay mujer comparable a la tuya. ¿Pero, cómo diablos has tenido la idea de este enlace?

–¡Eh! Dijo el recién casado, yo había hecho una estupidez y necesité hacerme perdonar. ¡Pobre Genoveva! La había ofendido gravemente.

Hubo sorpresas.

–Había ido al teatro con no sé qué casquivana.

–¿Cómo? – dijo Valentín.

–Sí, fui denunciado. Incluso fue algo bastante extraordinario que hubiesen podido verme en el fondo de un palco, donde me ocultaba con precaución. Debo creer que alguien, en otro palco, frente al mío, a pesar de la sombra me reconoció…

–Sí, es probable,– dijo Valentín.

¡Y se apresuró a hablar de otra cosa! No era hombre que se acordase con complacencia, – ¡el día de la boda de su mejor amigo!– de la noche del invierno pasado en la que él había ido a las Novedades, después de una cena tierna y loca, con Genoveva; él comprendía ahora la razón de que ella se inclinase siempre, durante los entreactos, fuera del palco, bajando su velo; pero no hizo ninguna alusión a esta circunstancia. Además, no habría tenido tiempo de ser indiscreto: en una de las ventanas del castillo una forma blanca acababa de apoyarse, lejana, como angélica, y hacía señales al esposo, con un gento de encaje o de ala, pálida y ligera en la noche.

 

CATULLE MENDES

 

Publicado en Gil Blas el 19 de octubre de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

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