VOCACIÓN
I
El pequeño
Lucien es exageradamente proclive a hacerse notar; a los diez años tiene ya un
ansia desmedida de gloria; si sus destinos no se interrumpen será un gran
capitán, un emperador o un gimnasta negro en maillot grana y oro en un circo de
feria.
Parece preocupado desde hace algunos días; sus compañeros del parque, con los
que raramente se digna a jugar a la gallinita ciega, están acostumbrados a sus
aires de superioridad, pero se sorprenden de su silencio; pues antes peroraba
como nadie, como desde una tarima o desde un púlpito.
Uno de ellos le preguntó:–«¿Por qué estás preocupado?»
–Es porque la semana pasada, paseándonos mi criada y yo, entramos, al pasar el
puente, en una casa blanca donde había personas desnudas acostadas en lechos de
mármol. ¡Había un hombre tumbado a lo largo, hinchado, azul y brillante como el
agua que destella. Para verlo mejor, la gente se acercaba, se apretujaba, se
empujaba. Los caballeros quitaban su sombrero, las damas se santiguaban. Todos
se callaban por su presencia. Tenían miedo pero no podían dejar de mirarlo. Era
soberbio.
–¿Vienes a jugar a la rayuela?
–No,– dijo Lucien.
Y, pensativo, se paseó gloriosamente en el paseo circular donde sus compañeros
jugaban a la rayuela y a la gallinita ciega.
II
Hacia finales
de una tarde, dos guardias municipales, de servicio en la esquina de un bulevar
nuevo, observaron a un pequeño niño bien vestido, un niño burgués, tumbado cuan
largo era sobre un banco. Era peculiar que estuviese dormido allí a aquella
hora. Se acercaron y uno del os agentes dijo:
–¡Eh! ¡chaval!
El niño permaneció inmóvil. El otro agente dijo:
–¡Eh! ¡amigo!
El niño no se movió. Lo tocaron, lo sacudieron: tras una oscilación, el cuerpo
regresó a su inmovilidad. Uno de sus brazos, levantado cayó inerte. Bajo los
párpados la mirada está fija, vacía, nula. Se asustaron. ¿Quizás esté muerto? Lo
registrarán; encontrarán algún papel, un indicio cualquiera; llevarán al pequeño
al domicilio de sus padres. No; en los bolsillos tenía unas canicas de agata y
una moneda de diez centavos, nada más. Entonces lo levantaron, uno por el
cuello, el otro por los pies; en la comisaría harían venir a un médico. Estaba
tieso; les parecía que tenía los tobillos muy fríos, helados; en un instinto de
calentarlo, uno de los agentes lo tomó, lo estrechó contra él; la cabeza cayó
hacia atrás. Los guardias municipales hablaron entre ellos.
–¡Pobre crío!
–¡Que pena! ¡Tan mono!
–Algún ataque.
–O algún mal golpe que no se ve.
–¿Qué vamos hacer si no tiene papeles?
–Lo que se hace siempre.
–¡Ah! claro, se lo expondrá…
–En la Morgue.
Pero el agente que llevaba al niño se detuvo, asombrado, alegre. En el preciso
momento en que dijo: «La Morgue», el pequeño pecho latió contra él, muy
intensamente. Dejó al muerto sobre la acera; el muerto no cayó. ¡Ah! ¡el muy
pícaro! estaba simulando, se había burlado de ellos. Pero eran buenas personas.
Le reprendieron dándole un golpecillo en el hombro, el otro una patada en el
trasero. Lucien regresaba a casa de sus padres muy humillado.
III
Una semana más
tarde:
–¿Y bien Mariette? – pregruntó la madre desde lo alto de la escalera.
–El señorito Lucien no está en el parque!
–¿Cuándo se ha ido¿
–Los otros niños dicen que no lo han visto en todo el día.
–¡Ah! ¡Dios mío! ¡ah! ¡Dios mío!.
Al día sigiente:
–¡Nada!– dijo el padre arrojando su sombrero contra la pared.
–¡Cómo! ¡cómo! ¿Qué dices, nada?
–En la comisaría, en la Prefectura, ninguna noticia, ni una pista. Es para
volverse loco.
–¡Yo lo encontraré, yo!
–¿Dónde?
–¡Ah! ¡Dios mío! ¡ah! ¡Dios mío!
Pasaron todavía dos días más. El padre y la madre, solos en la habitación que su
desolación oscurecía, no se atrevian a mirarse, sentados el uno frente al otro,
y lloraban. Pero fuera, hacía un hermoso día de julio. Los transeúntes iban
lentamente por las calles. En las Tullerías, los niños jugaban y los gorriones
echaban a volar entre el sol verde de los castaños golpeados por los rayos. Bajo
los puentes, el Sena muy caudaloso fluía en destellos dorados, mientras que
sobre las avenidas discurría la feliz muchedumbre. Cerca del río hay una casa
blanca, más blanca aún que la luz del verano; allí, unas personas desnudas están
acostadas sobre lechos de mármol. Alguien al salir dijo: «Parece que lo han
encontrado cerca de Billancourt.» Muchas personas entran, curiosas. Sobre el
primer lecho de mármol está extendido un niño, muy guapo, un poco hinchado,
completamente azul, y brillante por el agua que destella. Para verlo mejor, la
gente se acercaba, se apretujaba, se empujaba. Los caballeros quitaban sus
sombreros, las damas se santiguaban. Se producía un silencio por su presencia.
Tenían miedo pero no podían dejar de mirarlo. Era algo soberbio.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |