LA VOLUPTUOSIDAD QUE PASA Que cómodamente
están sentados los hombres y las mujeres, en el verano en sillas de mimbre, a la
sombra de un gran árbol, ante la casa de campo por la que trepan enredaderas de
campanillas y rosales escaladores, o, en el invierno, en los sillones del salón
bien cerrado, cerca de la chimenea llena de brasas crepitantes, bajo el lustre
del cristal que temblequea y reluce; se está satisfecho, se animan, se charla;
la conversación jamás interrumpida está salpicada de risas; hay un bonito
guirigay de anécdotas, de palabras divertidas; ¿para qué pensar en las tristezas
de la vida, los duelos de ayer o los de mañana?; se está a cien leguas de las
amarguras, de las preocupaciones y de los vanos terrores; uno se esparce, vive,
en la instintiva alegría de vivir... I Un idilio que era un cuaterna. Los dos hermanos amaban a las dos hermanas; las dos hermanas amaban a los dos hermanos. Juana era novia de Luciano; Luciana era novia de Juan. Cuatro dichas debían unir dos familias; pero más adelante, dentro de algunos años: los enamorados eran muy jóvenes. Sumando sus edades se habría obtenido apenas la edad normal de una única pareja madura para el himeneo. Y su adolescencia casi no iniciada, todavía se rejuvenecía con una ingenuidad perfecta que ningún mal deseo había aún alarmado. Juana y Luciana se divertían a conciencia con sus muñecas; si hacía seis meses que ya no llevaban faldas cortas era por la voluntad expresa de sus madres, si bien ellas no comprendían gran cosa. Nada más molesto que vestidos que se arrastran, para escalar a los árboles y para saltar los arroyos. En cuanto a los dos novios, aunque estuviesen estudiando en el instituto de una gran ciudad, no habían aprendido casi nada de lo que es malsano aprender, y lo poco que sabían lo olvidaban enseguida en los meses de vacaciones, durante sus reencontrados juegos de infancia, en la libertad y pureza del aire libre de los campos y de los bosques. Era como el regreso a sus cunas en las que volvían a recuperar su sonriente puerilidad. Sin embargo esos cuatro jóvenes corazones amaban pero con la ignorancia de la dicha que les esperaba, sin incluso el temor ni el deseo a lo desconocido, como pequeñas gavanzas en brotes que no saben que van a florecer. De modos que ambas familias, cuyas casas vecinas sobre la ladera entre unas hileras de árboles, dominaban la aldea, no veían ningún inconveniente en dejarlos correr juntos por los prados y las callejuelas de la mañana a la noche. Ellos aprovechaban esa confianza para vagabundear a sus anchas; sus chiquilladas, que no pasaban más que raramente de deshojar margaritas o ramilletes de acacias que también se interrogan, eran el espanto de los pajarillos en las ramas y de los cigarras en los campos de centeno. Se les veía por los senderos; pasando sus cabezas entre la espesura, despeinados, jadeantes, radiantes. Había allí, en una hondonada del valle, un pequeño lago bajo unos álamos, donde ellos, a base de pedradas y de ramas removiendo el agua, eran el azote de las ranas; sus risas se mezclaban con los asustados croares de los anfibios. Eran juegos sin fin, al borde de los campos, cerca de las verjas, alrededor de esos cercados que están allí para detener a las gallinas y a las vacas; se trataba de pasar, no solos, –Luciana con Juan, luego Juana con Luciano,– por la inestable abertura estrecha, y ocurría que una de las parejas, a veces las dos, tras un impulso demasiado intenso, caían del otro lado entre las altas hierbas. Los niños evitaban levantarse, siguiéndose el uno al otro, en unos rápidos movimientos; y, cuando, sin respiración se incorporaban, se miraban, estallando en risas, y Juana que era la más bajita, sacaba la lengua a Luciana; tenían sus cabellos llenos de briznas y pajas de donde se desprendían insectos. De este modo eran inocentes, locos, adorables; y entre tantas travesuras, ni un beso; no se tomaban de la mano más que para saltar las cunetas. ¿Quince o dieciséis años? sí, con aspecto de no tener más que doce. Si cuando jugaban al escondite, Juana y Luciano buscaban a Luciana y Juan, los encontraban rápidamente, detrás de algún tronco de árbol, no se abrazaban. Además se adoraban; se llamaban «mi maridito, – mi mujercita,» creyéndose tal vez casados, ¡imaginándose que eso era el matrimonio! Por una lágrima de su prometida, cada prometido hubiese llorado cálidas lágrimas. Pero la dicha que tenían bastaba a su ternura. Cuando Luciana y Juana, con las faldas por las rodillas, mojaban sus pies en el pequeño lago, bajo los sauces, Juan y Luciano se divertían como locos espantando libélulas y removiendo los nenúfares del agua, pero no perdían el tiempo mirando los pies descalzos. II Una vez, al
anochecer, cuando jugaban a la gallinita ciega en un claro todavía recalentado
por la larga jornada estival. En el aire se apreciaba un bochorno de tormenta;
se respiraba una espesa llama. Jugaban, no preocupándose más que del juego, sin
percatarse siquiera en la pesada tibieza de la respiración, en los lentos
balanceos de las ramas, en toda esa opresión de la naturaleza que bosteza. Jamás
habían sido mas traviesos, más risueños, más felices en sus infantiles
alegrías... III ¿Qué experimentaban? ¿qué les sucedía? ¿qué querían? Me atreveré a relatar lo que no comprendían. Querían todo lo que esta mal, todo lo que está prohibido. Ellos, tan jóvenes, tan puros, se habían convertido en un instante casi sin razón, a causa de un encuentro de piel a través de las telas, en las concupiscencias de lo infame desconocido. Lo que les inflamaba en los ojos, lo que les hinchaba el pecho, no era el deseo del beso tierno y casto que merecían sus bocas; no era la agitación, en fin, de su adolescencia una vez fuera de una obstinada puerilidad, la necesidad de expansión de las flores al calor del día. No, a ese deseo que los había invadido, no consistía en las dulzuras de las jóvenes caricias, el intercambio de las naturales delicias no habría bastado. Iba más allá de los imprudentes noviazgos y del himeneo. Huir, Juana con Luciano, Luciana con Juan, estar solos en alguna lejanía misteriosa del bosque, hablarse en voz baja, tomarse de las manos, aspirar sus alientos, no pensaban en estas cosas. Unos ángeles de pronto pueden convertirse en unos condenados. Tenían el abominable apetito de un infierno ignorado. Se había abierto un abismo y tenían vértigo. Pasaban ante sus ojos quemados visiones de vestidos hechos trizas, cayendo desnudos en la rudeza del suelo, contra la dureza desgarradora de las cortezas. El sueño de esos niños, de esos amantes vírgenes, ese sueño del que no se daban cuenta, hubiese asombrado a los más hartos libertinos, cuyos sentidos apagados no se vuelven a encender más que con el deseo de la imposibilidad. Su candor era devorado por una necesidad de abyección. En su perfecta inocencia, les hacia falta la ignominia perfecta. ¡Era como si un armiño presa de una locura hubiese querido rodar por el lodo! Y permanecían inmóviles en un estúpido pavor, no concibiendo lo que los arrastraba, vencidos por la diabólica atracción. Todo el bosque, – como en una pesadilla – se llenaba de desnudeces infames, de estertores de bocas bajo mordeduras, de abrazos donde se grita, y la quimera de una execrable promiscuidad los invadía a los cuatro. – tan inocentes, tan parecidos a todo lo que es ingenuo, sonriente, apacible, – en espantosas pinturas de faunos y sátiros. IV Pero una abeja
se posó en el cuello de Luciana. Pues la tentación, esa otra acechadora, sobreviene también entre los más puros, como la Muerte entre los más alegres, ¡deslizándose de forma inesperada! Dichosos aquellos que se despierten de los malvados silencios antes de seguir a la Voluptuosidad. Traducción de
José M. Ramos |