EN TRIEBSCHEN (UNA VISITA A WAGNER)
Por Catulle Mendès
Será
interesante dar algunos detalles sobre la muy curiosa y bastante poco conocida
personalidad del hombre genial que acaba de dejarnos. Fue sobre todo en Lucerna
donde tuve la oportunidad de frecuentarle íntimamente. Ya en Paris -con ocasión
de la “Revue fantaisiste”-, tuve la ocasión de verle en su casa, en la calle
Aumale, si recuerdo bien. Pero había sido muy poco antes de la primera
representación de “Tannhäuser” en la Ópera; irritado por mil futilidades, por “miserabilidades”,
como él decía, habla llegado al último grado de la exasperación nerviosa, como
un gato colérico, con el pelo erizado y las uñas a punto de arañar. No era el
momento adecuado para trabar conocimiento con él y, por otra parte, mi extremada
juventud habría sido un obstáculo para una familiaridad un poco más íntima.
Pero, algunos años más tarde Richard Wagner, menos irritado, si no tranquilo
-¡pues nunca estaba tranquilo!-, vivía cerca de Lucerna, en Triebschen, con la
que iba a convertirse en su esposa, en una apacible soledad, proclive a los
desahogos. Cuando el tren se detuvo en la estación, mi corazón latía
fuertemente, y creo poder decir que Villiers de l’Isle-Adam, mi compañero de
viaje, no estaba menos emocionado. No obstante, no éramos unos desconocidos para
Wagner, y como él no ignoraba que combatíamos con ardor por el triunfo de sus
ideas y de sus obras, teníamos la esperanza de una recepción cordial e incluso
de una cierta simpatía.
Apenas descender del
vagón divisamos un gran sombrero de paja y, debajo, una cara pálida cuyos ojos
miraban a derecha e izquierda, muy deprisa, como buscando a alguien.
Era él. Intimidados, le
observábamos sin osar dar un paso. Era bajo, delgado, vistiendo una levita de
pana marrón, y todo ese cuerpo delgado, aunque muy robusto tal vez, -como
irradiando energía-, tenía, en la irritación de la espera, el temblor casi
convulsivo de una mujer en plena crisis de nervios. Pero el rostro conservaba
una magnífica expresión de grandeza y serenidad. Mientras que la boca de labios
muy delgados, pálidos, apenas visibles, se torcía en el pliegue de una sonrisa
amarga, la bella frente, bajo el sombrero echado hacia atrás, esa bella frente,
amplia y pura, con sus cabellos muy finos, que empezaban a encanecer, mostraba
la paz inalterable de no se qué inmenso pensamiento, y había en la ingenua
transparencia de sus ojos, parejos a los de un niño o de una virgen, todo el
hermoso candor de un sueño secreto.
Cuando nos vio, Richard
Wagner se estremeció súbitamente, como una cantarela conmovida por un pizzicato,
lanzó su sombrero al aire con gritos de loca bienvenida, estuvo a punto de
bailar de alegría, nos abrazó, nos tomó del brazo y, sacudidos, empujados en
medio de un torbellino de gestos y de palabras, nos encontramos en el coche que
debía conducirnos a la casa del maestro. (1)
Por la mañana, después de
un rápido desayuno, salíamos del hotel donde se nos consideraba mucho a causa de
nuestras visitas a la casa de Richard Wagner. Recuerdo un malentendido bastante
divertido. Cada vez que bajábamos, con una joven que teníamos el honor de
acompañar en este viaje (2), el personal de servicio se precipitaba, se ponía en
fila y se inclinaba ante nosotros. El mismo dueño del hotel, con el aire del más
profundo respeto, nos escoltaba hasta nuestro coche, y en una ocasión insistió
en besarnos las manos. ¿A qué diablos podían deberse tantos homenajes? Téngase
en cuenta que nos hospedábamos muy sencillamente en tres pequeñas habitaciones
en la cuarta planta del Hotel del Lago, y que nuestros trajes eran de una
suntuosidad moderada. Y también en la ciudad, se producían a nuestro paso
salutaciones, murmullos, y gentes que se quitaban el sombrero. Aún más, cuando
íbamos a Triebschen en barca, por el lago, otras barcas llenas de ingleses nos
seguían hasta el promontorio donde se elevaba la casa de Wagner, y allí los
ingleses esperaban hasta la noche, en el agua, con una tozuda paciencia. Tantas
amabilidades y obsequiosidades acabaron por molestarnos un poco, y dijimos
claramente al gerente del Hotel que queríamos ser tratados como los pobres
diablos de viajeros que éramos. Pero entonces ese hombre sagaz, adoptando un
aire de complicidad, y dirigiéndose a mí, me dijo: “Señor, así se hará según los
deseos de Vuestra Majestad, y, ya que así lo exigís, respetaremos vuestro
incógnito”. ¡Mi Majestad!. Imaginad si nos echamos a reír. La verdad es que
nuestro viaje a Lucerna había coincidido con el anuncio en los periódicos de la
próxima llegada del Rey de Baviera y que me habían tomado por el Rey Luis,
mientras que a Villiers de l’Isle-Adam le tomaban por el príncipe Taxis. En
cuanto a nuestra joven compañera de viaje, se creía firmemente que se trataba de
la señora Patti, que había venido a Lucerna para estudiar una ópera de Wagner, y
era por la esperanza de oírla que los ingleses se acercaban por la noche al
promontorio de Triebschen. Nos costó mucho trabajo convencer a las buenas gentes
del hotel y conseguir que no nos rindieran honores reales.
En casa de Wagner los
días transcurrían agradablemente. Apenas entrar en el jardín, los ladridos de un
enorme perro negro, con las risas de un niño en la escalinata, saludaban nuestra
llegada, y el poeta-músico, en la ventana, agitaba en señal de bienvenida su
boina de terciopelo negro. Más de una vez nuestra visita matinal le sorprendía
en la extraña vestimenta que le atribuía la leyenda: levita y pantalón de satín
dorado, con flores de perla, pues él amaba apasionadamente las telas luminosas
que se extienden como capas de fuego o se derrumban en espléndidos pliegues. Los
terciopelos y las sedas abundaban en su salón, en su sala de trabajo, a
montones, sin el pretexto de los muebles, sin más razón que su belleza, para dar
al poeta el hechizo de su gloriosa explosión de color.
En espera del almuerzo,
servido siempre a las dos en punto, empezaba la conversación en el amplio y
claro salón en el que entraba el aire de las montañas por las cuatro ventanas
abiertas. A veces, nosotros estábamos sentados, pero él ¡nunca!. No, no recuerdo
haberle visto nunca sentado, ni una sola vez, de no ser ante el piano o la mesa.
Andando por el gran salón, cambiando los sillones de lugar, buscando por todos
sus bolsillos su petaca siempre perdida, o sus gafas que a veces estaban
colgadas de los arambeles de los candelabros, pero nunca sobre su nariz,
empuñando la boina de terciopelo que se inclinaba sobre su ojo izquierdo como si
fuera una cresta negra, triturándola entre sus crispados dedos, metiéndola en su
chaleco, quitándola, poniéndosela otra vez en la cabeza, hablaba, hablaba y
hablaba. Hablaba, a menudo, de París. Todavía no había llegado a ser injusto
contra nuestro país. Amaba la ciudad en la que había sufrido, en la que había
esperado; se informaba con las ternuras y las inquietudes del exiliado de los
barrios donde había vivido y que tal vez habían sido modificados por las nuevas
construcciones. He visto llenarse sus ojos de lágrimas a causa de una casa de la
que se acordaba, en un rincón de una calle, y que había sido demolida. Luego se
complacía en arrebatos: sublimes imágenes, retruécanos, barbarismos, una oleada
incesante, siempre chocante, siempre renovada, de palabras soberbias, tiernas,
violentas o divertidas. Y tan pronto riendo a mandíbula batiente, como
enterneciéndose hasta la lágrima, como elevándose hasta el éxtasis profético, lo
mezclaba todo en su extraordinaria improvisación: los dramas soñados, “Parsifal”,
el Rey de Baviera que no era “un mal muchacho”, las malas pasadas que le hacían
los maestros de capilla judíos, los abonados que habían silbado “Tannhäuser”, la
señora Metternich, Rossini “el músico más voluptuosamente dotado”, esos editores
bribones, la respuesta que quería mandar a la “Gaceta de Angsburg”, el teatro
que él haría construir sobre una colina cerca de una ciudad, y al que asistirían
desde todos los países y todos los pueblos, Sebastián Bach, el señor Auber, que
había sido muy amable con él; su proyecto de escribir una comedia titulada “El
matrimonio de Lutero”, y veinte anécdotas: historias de su vida política en
Dresde, las hermosas quimeras de su infancia, sus huidas, de noche, para ir a
ver de lejos, desde la última fila, al gran Weber dirigir la orquesta, la señora
Schroeder-Devrient, el más tierno y agradecido recuerdo de su existencia,
-admirable y querida, querida mujer, decía él entre sollozos- y la muerte de
Schnorr, que había creado “Tristán”; era una furiosa exaltación de todo su ser
hacia la enfebrecida eternidad del amor en la muerte, algo así como la
concepción de una nada frenética. Nosotros, entre tanto, aturdidos, prendados,
riendo con él, llorando con él, extasiados con él, viendo sus visiones,
¡sufríamos como un torbellino de polvo y de soleada tempestad el espanto y el
encanto de su imperiosa palabra!.
Capítulo del libro “Richard Wagner”, Paris 1909.
Traducción de J. Bochaca
NOTAS
(1) Wagner tenía 55 años y Catulle Mendès 27.
(2) se refiere a Judith Gautier |