ABC, 21 de febrero de 2009

ROSA Y ZAPATO

     Pocos escritores tan opuestos, pocos tan complementarios. Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert (Periférica), de Guy de Maupassant, es quizá el más inteligente homenaje que un escritor haya rendido a otro. «Flaubert siempre detestó la crítica y a los críticos», nos dice el traductor, Manuel Arranz. Un crítico, que era a la vez uno de sus mejores amigos, le propuso corregir Madame Bovary: «Has enterrado tu novela bajo un montón de cosas, bien hechas, pero inútiles; se pierde bajo ellas; y de lo que se trata es de aligerarlas; es un trabajo fácil». Sugiere contratar aun experto que, bajo su supervisión y la del redactor jefe de la Revue de París, convertiría una obra «incompleta y farragosa» en algo «realmente bueno». Y precisa: «Eso te costará unos cien francos, que se te descontarán de tus derechos».
     Flaubert tuvo una única pasión y a ella dedicó la vida entera; Maupassant tuvo esa misma pasión y además otras muchas: «Encontrarse en la supremacía del talento, en Paris, en el mundo, como un ser excepcional, admirado, adulado, amado, que puede escoger, casi a su gusto, esos frutos de carne viva que nunca nos sacian».
     Uno cuenta, pesa y mide cada palabra; el otro permite que fluyan torrenciales, sin importarle el fango que arrastren. Flaubert nos dejó un puñado de obras maestras. Maupassant docenas y docenas de relatos, no todos magistrales, todos fascinantes. La vida del primero fue calma y retirada, de lectura y charla con amigos, de pocos amores, distantes y epistolares; el segundo corrió de un éxito a otro, de una mujer a otra, hasta un final de cuento de terror.
     En estas páginas está el crítico penetrante y el narrador feliz que nos lleva al gabinete de Flaubert, en una casa antigua a la orilla del Sena, desde cuyas ventanas «se veían pasar muy cerca, como si fueran a tocar los muros con sus mástiles, los grandes barcos que subían hasta Rouen o bajaban hacia el mar». O a aquella noche, un año antes de su muerte, en que quiso revisar sus viejos papeles y le pidió a Maupassant que le acompañara. Leía las cortas, conservaba algunas. Al final del baúl pareció un paquetito atado con una cinta, recuerdo de una noche que se quiso eterna; también fue el fuego. «He aquí una vida – resume Maupassant –, una gran vida; es decir, muchas cosas inútiles que quemamos, el indiferente pasatiempo de cada día, algunos recuerdos especiales de hechos vividos, de hombres conocidos, de ternuras íntimas de familia, y una rosa marchita y un zapato de mujer.»

José Luís GARCÍA MARTÍN

Publicado en ABC el 21 de febrero de 2009.
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