ABRIL CASADO

Abrí la ventana a causa de la bonita luz que reía en el balcón, pero, en la chimenea, el fuego, próximo a extinguirse, aún no estaba apagado del todo; y que encantador resultaba este fin de invierno iluminado por el inicio de la primavera, ese renacimiento de abril calentado por esa agonía de diciembre. El nuevo sol toma prestado del hogar el ardor que todavía le queda y en compensación le da la claridad de la que el otro adolece. Se mezcla en el aire, con los refinamientos de los perfumes dejados por las visitas mundanas, un puro frescor de hierba que comienza a pujar y de gavanzas que van a eclosionar. Me parece que un pájaro libre entra y emite su primer trino sobre la jaula de mis pájaros prisioneros; que una mariposa de las praderas revolotea sobre las flores artificiales de la jardinera. Es como un adorable himeneo, en un armonioso desacuerdo, de lo que fue precioso de un modo, con lo que va serlo de otro. Gracias a Dios no ha llegado la hora en la que el brutal verano exclama: «¡Ya me toca!» No, la primavera, poca segura de sí, dice al invierno: «¡Los dos juntos!» Ambos se complementan con sus diferencias; éste es muy viejo, ella más joven: hacen de ese antes y de este ahora, unidos, un momento exquisito, una alegría tanto o más deliciosa como breve será; y he pensado en dos enamorados que se hayan conocido antes de que el mundo fuese mundo, a los que hace tiempo que envidio, a los que he envidiado siempre; pues sus cariño, cuyo incomparable encanto he podido captar, son el Recuerdo y La Esperanza besándose en la boca.

Él aparentaba cincuenta años, pero es posible que fuese menos joven todavía. Cincuenta años al menos, con unas canas nacientes en los cabellos sobre las sienes y los pelos en una suave barba. La mirada se apagaba en un ensoñador desdén, como velado por la bruma donde se dispersasen las visiones de antaño; alrededor de los labios, cuya ironía parecía no creer en sus propias palabras, la sonrisa no era más que un educado hábito. Pero una gracia singular, la gracia de las melancolías y de las desilusiones, aparecía por completo en su mirada, su voz y su actitud; el duelo es un rasgo de elegancia.
Ella tenía dieciséis años, tal vez menos. Apenas recién nacida, no eclosionada, tenía la puerilidad turbadora del no-todavía. Mostraba, bajo sus cabellos de un rubio rosa y verde como el de todas las chiquillas, unos ojos tan transparentes que se les hubiese tomado por dos gotas de rocío, un poco azules, en el estrecho cáliz de los párpados. ¡Y esos ojos no sabían nada del todo! Ella era la inocencia, la blancura, el frescor, no sonreía, siempre reía. Un poco delgada pero tan esbelta que hacia pensar en la rama verde de un joven rosal; nada femenino se alzaba todavía delante de su plano pecho cubierto por vestido; si llevaba corsé tendría que ser un opresivo sujetador.
De ese modo eran tan distintos. Al principio, en ese pueblo cerca del Océano a donde llegaron una mañana, se les creyó padre e hija, – un padre aun joven, una hija todavía niña; las viejas damas, que se sentaban bajo los toldos a la hora del baño, los observaban con rostro enternecido, mientras ella corría sobre los guijarros, con los cabellos al viento, yendo y viniendo, requerida alguna vez mediante una dulce regañina; no había nada más sorprendente que verla cansada finalmente, agarrándose al brazo de su paternal compañero que le rozaba los cabellos con un beso.
Pero corrió una insólita noticia.
En su chalet del valle, durante la noche, no ocupaban más que una habitación. ¡Qué abominable! Habían usurpado la consideración y el enternecimiento. ¿Un padre con su hija? no, no; una pareja de amantes. ¿No era horrible esa unión de una niña y un hombre tan «mayor»? Aun cuando pudiese admitirse que estuviesen casados, el escándalo no hubiese sido menor. Además, no se podía admitir. No sé yo que leyenda de seducción y de secuestro, se convirtió en público rumor, cuchicheado en las mesas de los hoteles, en los entreactos de los conciertos del casino; cuando aparecían, siempre juntos, se producía a su alrededor ese sordo rechazo que tan bien conocen todos los irregulares que pululan entre los burgueses. Se les odiaba porque se amaban; y se les rehuía, como con una especie de miedo de ser contagiados por esa lepra llamada amor.
Pero a ellos no parecía preocuparles esa repulsa ni esas enemistades. Hablaban en voz baja, caminando por la playa; sentados en algún rincón de la sala, el más oscuros, se hablaban en voz baja; yo los seguía, o me gustaba estar cerca de ellos, oyéndolos. Sus voces eran tan diferentes la una de la otra, como una risa de una queja, como una esperanza de un lamento; ambos, unidos, sonaban tan dulcemente que, sin poder discernir las palabras que pronunciaban, me sentía invadido de una deliciosa sensación, y cuando ésta me llegaba, – ¡ah! ¡de cuántos ardides me valía! – viendo crecer sus miradas, – una tan viva y la otra languideciendo, una que interroga y la otra que revela, una que concede, tanto desea, otra que desea, tanto debe conceder, – yo sorprendía el intercambio de dos inefables reconocimientos.
¡Querubín! cuídate de cortejar a Franchette. ¿Que podrías hacer con ella que no supiese ella hacer contigo? sois dos candores que acabarían por bostezar mirándose; presintiendo pero ignorando para que sirven las bocas. ¡Estáis prendado de la condesa! a buenas horas. Pues Almaviva1 no es tonto, y tu tendrás que aprender en la calle, si allí se te acoge, lo que él enseña en la alcoba. Incluso cometes un error no ocupándote de Marceline. ¿Acaso es fea por ser vieja? ¿Que sabes tú? Lee a Brantôme2 . Además ella tiene para tí el inapreciable mérito de las antiguas experiencias; saliendo de su casa, tendrás con que iluminar a Franchette, incluso tal vez con que asombrar a Rosine. Lo que es absurdo, muchachito, es ir al bosque a recoger violetas o fresas con las chiquillas. El mirlo, volando de un árbol a otro, se burla de los enamorados que caminan por los senderos, con los ojos bajos, y que no se atreven a dejar de mantener sus dedos ocupados en otros menesteres porque sus manos, libres no sabrían en que emplearse. El amor, como todos los artes incluso los más divinos, se aprende; es estúpido ir a la escuela pretendiendo ser enseñado por colegialas. Hay tantas mujeres, institutrices amables cuya ciencia adquirida ilumina el deseo de divulgarla, están dispuestas a no rechazar caritativas lecciones; muchos divanes son como una especie de tarimas donde la profesora se acuesta sin negar por ello los progresos del alumno. Y vos también, jóvenes muchachas, vosotras sobre todo, - primaveras, rosas de los bosques, margaritas, – vosotras tan frescas y tan puras, vosotras que todo ignoráis y que todo deseáis saber, cuidaos de pedir consejos a inocentes semejantes a vosotras; los primitos no sirven de nada a las primitas; si ellos os gustan, sed bonitas, y no os contentéis con vuestros reflejos en los espejos. Ignorad a las personas que preconizan, para el amor o el himeneo, la proximidad de las edades. ¡Esas personas se equivocan! Es junto a los que amaron antaño, como conoceréis en su plenitud la alegría nueva de amar; junto a aquellos únicos que recuerdan, esperad la realización de vuestras esperanzas. Pensad que la erudición tiene su recompensa; que todo el encanto del beso no está en la juventud de los labios. Además un corazón que se reanime por una sola, vale más que un corazón demasiado joven que se ilumine por todas. Si consentís, – renunciando a los vanos idilios – a no temer a nuestros cabellos encanecidos sobre las sienes y a nuestros labios donde la sonrisa se entristece, pronto tendréis en la mirada un reconocimiento infinito, al igual que la niña que hablaba en voz baja, sobre la playa o en los rincones oscuros, a su radiante amante. Y será encantador ese himeneo de dos edades, tan encantador como la entrada, por la ventana abierta, de la inocente primavera con sus naturales frescores, en la habitación aun llena de artificiosas delicias, en la habitación donde no ha muerto todavía el último fuego del invierno.

Notas del traductor:

1.Todo este pasaje se refiere a los personajes del “Las bodas de Figaro” , ópera bufa en cuatro actos compuesta por Wolfgang Amadeus Mozart sobre un libreto de Lorenzo da Ponte, basado en la pieza de Pierre Augustin Caron de Beaumarchais, Le mariage de Figaro.
2. Pierre de Brantôme (1540-1614) clasificado como un autor "ligero" por su novela "Las damas galantes", es autor de artículos, de novelas de viajes, de crónicas de guerra y de biografías. En casi todos sus escritos destaca un rasgo común: su amor por las mujeres.

Publicado en Gil Blas, 17 abril 1885.
Traducción de José M. Ramos
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