EL AMANTE PUSILÁNIME

I

«Miss Rosa-y-Lis» (ese era el nombre que yo daba a esa señorita inglesa a causa de la doble eclosión que era todo su joven cuerpo miss Rosa-y-Lis (¡ah! su doble perfume) tenía tan agudos las puntas carmesí de sus senos y tan rojos los agudos extremos de sus dedos que no sabía cuando, las manos mezcladas con las sedas alborotadas del camisón, ella prohibía a mis besos los delicados esplendores de su busto, ¡si eran sus uñas las que me arañaban los labios o las puntas de su pecho!
Otras virtudes la adornaban.
La más notable era una fidelidad rara, asidua, perfecta, bien digna de ser presentada como ejemplar a las enamoradas francesas. Algo admirable: Durante las cuatro semanas en las que no me rechazó nada de lo que incluso es imposible de conceder, solamente una vez la sorprendí sentada, además casi vestida, sobre las rodillas de un muchacho de muy mala pinta, vestido con un traje de cuadros verdes sobre fondo rosa, que había ido a hacerle una visita – añadid además que yo era el único culpable, pues al fin y al cabo, ¿por qué había empujado tan impetuosamente la puerta? – y, más tarde, después de la imprevista aventura donde perdí, por mi culpa, sí, por mi gran culpa, la esperanza de ser amado por ella, supe hasta no poder dudar, que ella no había ofrecido la hospitalidad de todo su querido cuerpo de lis y de rosa más que a tres o cuatro de mis queridos camaradas.
¡Oh, fidelidad admirada que tantos encantos hacían más meritoria y más preciosa! Cuando pienso que, por un vano respeto hacia los más estúpidos prejuicios, por una pusilanimidad desconocida en los peores cobardes, he renunciado para siempre a la incomparable Rosa-y-Lis, el desprecio por mí mismo exaspera mi desesperación, e, inclinado hacia el espejito donde ella se miraba antaño, cuento sin piedad mis lágrimas una a una goteando, mis lágrimas, perlas dispersas del collar de dicha con la que ella me había atado…
Pero quiero contar esta historia, tan dulce al principio, tan cruel enseguida.

II

La conocía en un crepúsculo de otoño que todavía dejaba un fulgor rosa en los más altos balcones, en una de las calles próximas a la estación del Norte. Vestida con un traje de color malva, sin cinturón, hasta el suelo, un enorme sombrero la cubría, rojo, donde se abrían las dos alas de una cotorra verde; caminaba con paso vacilante, casi tambaleándose, lo que habría podido despertar en el espíritu de un observador superficial la idea de una persona en estado de embriaguez. Pero yo, aunque las señoritas honestas se pasean raramente al anochecer por las inmediaciones de la estación del Norte, en traje sin cinturón, reconocí de inmediato, – tan bonita era, con unos ojos tan azules – que entre un ángel y ella no podía haber ninguna diferencia; y lo incierto de su caminar era debido a una extrema timidez, al espanto tan natural de encontrarse sola en la calle, en sombrero rojo y verde. No comprendo todavía de donde pude sacar yo – ¡débil hombre que, cuatro semanas después, debía mostrar un tan insuficiente coraje!– la audacia de hablar sin haberle sido presentado, a una joven tan modesta, tan evidentemente virtuosa. ¡Pues bien! Ella no pareció ofendida. (A menudo me lo contó después: ¡una súbita simpatía la había atraído hacia mí, que, por una presciencia que solamente pertenece a las almas puras, enseguida había adivinado la sinceridad de mi respeto, la probidad de mis intenciones!) No, no pareció ofendida; y, con un acento inglés que me encanta (desde mi primera juventud, yo había adorado castamente las ingenuas miradas de las jóvenes misses de los keepsakes!) aceptó enseguida cenar conmigo, a condición de que fuese en un reservado: «pues, añadió con un sonrojo que la hizo más bonita, no estaría bien, ¡oh! No, nada bien estar en la mesa con un caballero, delante de todo el mundo.» Tanta confianza, más sorprendente a causa de tanta modestia, me conmovió hasta el fondo del alma; y su forma de comer y beber en el restaurante, – admiraba sus bonitos dientes blancos y los movimientos de su cuello de cisne, – me afectó todavía más. ¡Ah! no mordisqueaba con esos aires desdeñosos, con el mohín de disgusto de las coquetas parisinas; no olía el champán de la copa a golpecitos de lengua, como una gata que lame. ¡Gruesos trozos y sonoros y amplios lingotazos al gaznate! Eso es estar concienciado de que se tiene un buen estómago. Y sin hacerse de rogar me contó su historia. No era inglesa sino irlandesa. Había llegado ese mismo atardecer de Dublín donde su padre (uno de los más ilustres caballeros de la vieja Erin) había sido asesinado, con las armas en la mano, combatiendo por la independencia de su país. Esta historia se desarrollaba entre tantas extraordinarias aventuras, en tan novelescas imposibilidades, que, no pudiendo creer ni una sola palabra de todo eso, sentía mi corazón henchirse de ternura y mis ojos anegarse en lágrimas; pues me parecía evidente que, bajo honestas e inverosímiles mentiras, esta joven extranjera omitía verdades más nobles todavía, devociones, sacrificios, que el respeto de sagrados deberes, o algún tipo de juramento, la obligaban a callarse, incluso conmigo. Mi admiración y emoción eran tales que no podía estrechar contra mí a esta magnánima joven, lo que me resultaba una delicia, – cuando, lejos de apartarse como hubiese hecho alguna cursi, ella por el contrario se entregaba al abrazo, – sentir hincharse bajo mi pecho esos jóvenes senos donde latía un corazón tan noble. Sin habernos confesado todavía nuestro amor, nos amamos tiernamente, profundamente, apasionadamente. Tres o cuatro botellas de champán, que hubiesen podido disipar nuestras ternuras en frivolidades y en risas, las hacían, por el contrario, más intensas, mas encarnizadas. Sencilla y leal ella no se defendía, semejante, en su perfecto abandono, a la esposa que se entrega al esposo largo tiempo esperado. Pude, desde ese momento, poseerla como en la sana brutalidad del himeneo; de tal modo recompensaba, por la lealtad de su consentimiento, el fervor de su deseo; a menudo me lo contó después: ¡una súbita simpatía la había atraído hacia mi, que, por una presciencia que solamente pertenece a las almas puras, enseguida había adivinado la sinceridad de mi respeto, la probidad de mis intenciones! Tres horas más tarde, en la casa que a partir de aquél momento sería la suya, compartía mi cama sin asombro ni rubor. Y, durante toda la larga noche, su confianza no se desmintió ni un instante. Y, por la mañana, nada la había disminuido, pues, a través de mis pestañas todavía unidas por el sueño, vi por la habitación a Rosa-y-Lis, ya levantada, desnuda (el pudor es una hipocresía desconocida a los corazones sencillos), ir y venir a sus anchas, como en su casa, abrir los armarios, abrir los cajones, tocar las figuritas, e incluso sin cortarse un pelo, habiendo encontrado sobre la repisa de la chimenea los diez o doce luíses de un monedero abierto, meterlos en un bolsito de cuero que ella había puesto bajo la almohada. Yo la miraba hacer con los párpados hinchados de lágrimas reconocidas.

III

Desde entonces fui tan feliz que tal dicha no podría ser expresada. La confianza, la condescendencia de Rosa-y-Lis, con la que me enorgullecía tanto como de su amor – puesto que lo eran en efecto, – aumentaban de hora en hora. No solamente me prohibía nada de lo que le pedía,– por juego, mezclar mis manos con las perifollos de su camisón– sino que jamás rechazaba nada de lo que yo le daba. Por ejemplo, cuando viendo en el escaparate de una joyería un collar de perlas o de zafiros, le decía: «Creo que te sentaría muy bien, mi Rosa-y-Lis. – Yo lo creo también,» respondía ella, resignada; y aceptaba el collar. Aceptó con la misma sumisión la elección que yo hice y que ella ni siquiera discutía, de un cupé, tres caballos y una casa en Ville-d’Avray. Ella no tenía ninguna necesidad de ver lo que yo quería ofrecerle, jurando que sería feliz de tenerme a mí. ¡No podía equivocarme! ¡Yo sabía mejor que ella lo que le convenía! «¡Todo lo que te plazca me gustará!» ¡Oh! ¡Qué elevado y puro goce sentirse tan plenamente dueño de una alma tan bella y de quién el cuerpo es tan bonito.

IV

Mis más deliciosos días, – no quiero hablar de las exquisitas noches donde mi Rosa-y-Lis tan merecido tenía su nombre – mis más deliciosos días eran aquellos que pasábamos en el campo. Como dos niños nos íbamos bajo las ramas, a través de las hierbas. Nunca estaba cansada, a pesar de las largas caminatas, y si a veces se detenía no era porque estuviese fatigada, era porque quería ser besada. Y allí, incluso caminando, la besaba. Su forma de hablar balbuceante, debil o bulliciosa, me encantaba a causa de la voz, a causa del acento, – a causa de ella. Fue entonces como tuve la certeza de que las currucas cantan en inglés. ¡Los ruiseñores son tenores italianos! Pero es en inglés el trino de las currucas de los bosques o las de los rosales, de cabeza negra o gris. Como Rosa-y-Lis había debido ser tan bien educada, conocía seguramente los grandes poetas de su país. Yo le rogaba, en nuestros altos, que me recitase versos de Shakespeare, de Dryden, de Keats, de Swinburne. Ella no se hacía de rogar de lo buena que era. Recitaba, cantaba también odas, elegías, de las que yo no comprendía palabra, pero cuya exótica sonoridad me extasiaba. Hablando con franqueza, me sorprendían algunas veces algunos ritmos brutales y vulgares: ¡se hubiese podido creer que uno escuchaba no poemas, sino canciones de cabaret! Ustedes ya saben, cuando no se conoce el idioma…
Pero mi perfecto deslumbramiento se producía cuando Rose-y-Lis, en algún claro, con la risa en los labios, en los ojos, alegre, loca, tomaba sus faldas a manos llenas y bailaba, saltaba, brincaba a traves de los brezos, levantaba la punta de su botín hasta las ramas más bajas de los robles, y se extendía completamente sobre la hierba abriéndose de piernas. ¡Juegos de esposa feliz que antes fuese una niña ingenua! y, cayendo la noche, regresábamos a nuestra querida casa, donde yo no sabía cuando Rosa-y-Lis fingía defender los esplendores delicados de su busto, si era su uña o una de las puntas de su pecho lo que me arañaba los labios.
Desgraciadamente, ¿qué felicidad no se acaba?...

V

Una vez, hacia finales de la tarde, cuando yo volvía a casa, llevando en un estuche un brazalete de oro incrustado de rubíes (que ella aceptaría, ¡lo sabía perfectamente! como lo aceptaba todo, ¡la querida y obediente muchacha!), me sorprendió encontrar abierta la puerta del zaguán.
En el salón, Rosa-y-Lis, despeinada, estaba tumbada en un sofá, entre dos hombres en chaleco sucio, uno de pie, el otro sentado ante una mesa y escribiendo.
Cuando me vio, exclamó:
–¡Ah! ¡Aquí está!
Con una sonrisa, sin embargo inquieto, dije:
–Sí, aquí estoy…
–¡Es él! – gritó ella aún.
Yo sonreía más inquieto.
–Sin duda, soy yo.
El hombre que escribía gruñó: «Bueno. ¡Esto ya está!» mientras el hombre que estaba de pie me empujaba por el hombro y me obligaba a sentarme cerca de Rosa-y-Lis.
Entonces ella, muy bajo, muy aprisa, mientras los dos agentes conversaban entre ellos, dijo:
–Fíjate. Esa vieja portera (cosa singular, me parece que Rosa-y-Lis tenía el acento menos inglés que de ordinario), esa vieja portera, hace dos meses en la calle de Astorg, fuimos yo y mi hombre quiénes nos la hemos cargado. Me han pillado. A él no.
Confiesa que tú has dado el golpe.
–¡Eh!
–Sí.
–¡Pero!...
–¿Qué?
–Es la guillotina.
–No, te enviarán a La Nueva [1] . Se me enviará allí también. Y si tú lo salvas…
–¿A quién?
–A mi hombre…
–¿Tu hombre?
–¡Me acostaré contigo, allí!
Bien – ¿me atrevería a confesarlo? ¿Me atrevería hasta ese punto a afrontar el desprecio de aquellos que me leyeron?– este ruego tan sencillo, tan natural, de mi Rosa-y-Lis, ese consejo de confesar que yo me había «cargado» a la portera de la calle de Astrog, de someterme a juicio y a la condena en lugar del verdadero asesino, ¡no podía ceder a él! Indignado por tener que pasar por alguien que ha asesinado a una anciana, (a uno le cuesta tanto sustraerse a las ideas que nos fueron inculcadas desde la infancia) o temor al jurado, o aprensión al presidio, no lo sé: el hecho es que me levanté de mi silla gritando: «¡Ah! no, ¡ah!, no, de ninguna manera. ¡No he sido yo! ¡no he sido yo quién ha dado el golpe! ¡Me llamo Valentin Masson! ¡Pueden ustedes informarse! » y todavía veo la amarga mirada de reproche con la que la querida joven, llevada por los agentes, rechazó el gesto, arrepentido ya, con el que mis brazos tendidos le imploraban.

VI

Ella ha partido…
No volverá más…
Imbécil, – ¡y cobarde!
¿Que es lo que podía hacerme, os lo pregunto, pasar por el asesino de una vieja, por estar sentado entre dos gendarmes y ante unos jueces, y escuchar una requisitoria, y viajar al fondo del calabozo, de ser un presidiario? ¿Por qué tuve que negarle a ella tan poca cosa, a ella, que nunca se había negado a hacer lo que yo le pedía, ni rechazaba nada de lo que yo le daba?
Pero hete aquí que hay prejuicios…
Y ahora ellos están allá, en la Nueva, ambos, su hombre y ella; tal vez hayan obtenido una tierra, por buena conducta, edificar una casa donde duermen juntos, donde yo habría podido dormir con ella si hubiese tenido coraje.
En lugar de eso estoy triste y lloro. Mis lágrimas, en el espejito donde se miraba, son las perlas derramadas del collar de dicha con el que ella me había atado…
No, la mala suerte es que yo no la hubiese conocido algunos meses antes, porque entonces habría dado el golpe con ella, y, así, ¡todo habría ido sobre ruedas!

NOTAS DE LA TRADUCCIÓN:

[1] Se refiere a Nueva Caledonia. En 1863 Nueva Caledonia es designada como colonia penitenciaria para los condenados a trabajos forzados. (N. del T.)

 

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes