EL ÁNGEL COJO

Una mañana veraniega, cuando se paseaba bajo la nieve, – pues en ese país nieva en pleno verano bajo el tibio sol, y lo copos, blancura sin frialdad, se cuelgan de los árboles como los jazmines y las flores de lis, – el hijo del rey de las Islas Pálidas vio en el suelo algo diamantino y plateado, suavemente estremecido como un arpa que acaban de arrancar de los dedos de su ejecutante. Más pequeña, esa ligera forma perlada de lágrimas de aurora, habría podido ser el ala de una paloma que arrancó y dejó caer la garra de un azor; pero era grande, con un poco de azulón que le quedaba entre las plumas, sin duda por haber atravesado el paraíso, pues se trataba del ala de un ángel; no había confusión posible. Ante esa visión, el hijo del rey se sintió invadido de melancolía. ¿Un divino mensajero, tal vez luchando contra algún tenebroso espíritu, tal vez bajo un golpe de viento invernal, había perdido una de sus alas? ¿Había cometido la imprudencia de posarse, una noche – equivocándose de habitación, – cerca de la cama demasiado perfumada de una de esas crueles amorosas que no tienen otro placer que matar lo que vuela y desplumar las ilusiones? Basta a menudo una caricia o el aliento de mujer para que caiga un ala. Fuese como fuese, su dueño estaría muy afligido. A partir de ahora qué humillación y que tristeza supondría para él, durante las noches de los bailes donde se danza con las más bonitas de las once mil vírgenes, verse burlado por sus hermanos celestiales, pobre torpe, y que mal bailarín sería estando cojo. ¿Cojo? desde luego. Puesto que los ángeles al no ser cuerpos, sino almas con plumas, no cojean del pie, sino del ala. A causa de este probable dolor, el príncipe de las islas Pálidas pensaba dolorosamente. No podía soportar la idea, en su compasión, de un querubín o de un serafín semejante a una torcaz herida; y decidió envolver esa cosa que había encontrado, tan blanca, diamantina, plateada y suavemente estremecida, para devolverla a quién la había perdido. Pero era un deseo más fácil de concebir que de ejecutar. ¿Cómo encontrar al ángel que echaba de menos su ala? Uno no entra como quiere en las paradisíacas estancias. En cuanto a poner carteles en las paredes de las ciudades de todo el reino, hubiese sido una medida inútil pues los ángeles no tienen por costumbre pasearse por las calles como los humanos. De modo que el joven príncipe estaba muy perplejo. Pensó que mejor sería consultar con una novia que tenía sin el conocimiento de sus padres. Era la hija de un leñador del bosque. Fue a verla con el ala bajo el brazo.
La encontró en el lindero del bosque, un poco antes de la choza donde ella vivía.
–¡Ah! alma querida – le dijo él – traigo una triste noticia.
–¿Cuál? – preguntó ella.
–Un ángel ha perdido una de sus blancas alas.
Ella enrojeció, pero no pareció sorprendida. Se hubiese dicho que ya era conocedora de ese lamentable suceso; y, cuando el añadió: «Estoy dispuesto a devolvérsela», ella bajó los ojos, más ruborizada todavía.
–Mi querida alma – continuó él – tal vez tú puedas revelarme como debo hacer para llevar a buen término mi empresa. Eres tan bonita y tan pura que todos los espíritus celestiales se dan cita durante el día en tus pensamientos y durante la noche en tus sueños. Es imposible que escuchándolos no hayas oído hablar de lo que le ha ocurrido a uno de ellos.
–Por desgracia – dijo ella – estoy al corriente de todas las cosas; fue mi ángel de la guarda precisamente el que perdió una de sus alas.
–¿En serio? ¿Tu ángel de la guarda? Si que es una singular casualidad. Dime, te lo ruego, como ha acontecido esa desgracia.
–¡Te aseguro que fue por tu culpa! ¿Recuerdas ese paseo que hicimos juntos, la pasada noche, bajo los limoneros donde las estrellas temblaban como frutas de oro?
–¿Cómo iba a olvidarlo? Fue esa noche cuando permitiste a mis labios tocar tu mejilla por primera vez, y desde ese momento tengo la boca perfumada como si hubiese comido rosas.
–Sí, esa noche me diste un beso, pero si a mí me pareció dulce, fue cruel para el ángel que me seguía entre las ramas para advertirme y defenderme. Una de sus alas se desprendió mientras yo me complacía en tu caricia. Es la ley de los ángeles de la guarda, a quién el cielo confía a las jovencitas, ser las primeras víctimas de los pecados que éstas cometen.
–¡Oh! ¡Qué ley más enojosa! Imagino que tu ángel, lisiado, debe estar muy contrariado.
–¡Más de los que puedes creer! Apenado, hundido, incapaz de regresar al cielo aun cuando lo intenta, se lamenta y llora; y yo estoy muy triste porque no he podido soñar contigo, pues me impide dormir por las noches con sus lamentaciones.
–¡Entonces es muy importante que le devolvamos a toda costa su ala! Yo no podré arrepentirme del daño que he hecho, pero sin embargo quisiera que hubiese un medio de repararlo.
–Pienso que hay uno – murmuró ella.
–¡Oh! ¿cuál? ¡dime, rápido!
– Habría (ella hablaba tan abajo que él apenas la oía), habría que volver las cosas al estado en el que estaban antes del paseo bajo los limoneros. Mi ángel ha perdido su ala porque yo he recibido tu beso; él la recuperaría sin duda, si...
–¿Sí?... acaba por favor.
–¡Si yo te lo devolviese!
Y diciendo esas palabras, estremecida y con rubor en las mejillas, parecía una rosa; y como el príncipe se acercase, extasiado del medio que ella había propuesto, la chiquilla huyó a través de las ramas que al verse sacudidas esparcieron en el sol gotitas de diamantes y oro.
Él corrió, y alcanzándola la obligó a sentarse al pie de un mirto más grande que los grandes robles; en el misterio profundo de los bosques, entre el silencio de los nidos que se callan para oír, él le hablaba de rodillas, como se reza en los templos.
–¡Te amo! ¡te adoro! ¿Por qué huyes después de tus palabras? ¿No me has dado la esperanza de tus labios en mi mejilla más que para dejarme la más amarga desesperación de no haberlos sentido posarse allí suavemente? ¡Oh! qué radiantes están las flores cuando se cierran al vuelo de una mariposa que vibra; de delicia se estremece el agua que tocan las libélulas; no se puede concebir alegría mayor que la de las hojas cuando una paloma las roza. Pero cuán feliz sería yo más que la flor donde la mariposa liba, y que la ola bajo el temblor de las libélulas, y que el follaje acariciado por las plumas, si tu boca, –¡ah, tu boca! – me soplase con su aliento de rosa.
Ella no respondía, giraba la cabeza, no quería ver el querido rostro del muchacho, desplegado como la mañana en la que ella había tenido tanto placer en recibir un largo beso.
El continuó hablando tristemente:
–¡Sucede entonces que eres muy cruel, puesto que no quieres! Comprendería que me negases la incomparable alegría que te imploro si no se tratase más que de mi, al que no amas lo suficiente. Pero, ¡oh malvada!, ¿no piensas en tu ángel que llora la pérdida de su ala blanca? ¿Olvidas que restituyendo el beso recibido, le devolverías el vuelo libre entre las nubes y las estrellas de su paraíso? ¡Qué desgraciado es y como se queja! Se arrastra por el suelo, en lugar de planear en las auroras; acostumbrado al resplandecer del día está completamente gris de polvo. ¿Has visto una tórtola medio muerta que quiere regresar a su rama y no puede? Él se parece a ese pájaro. ¡Ah, pobrecillo! Si no tienes piedad de mi, ten piedad de él, y resígnate a hacerme feliz, a fin de que él lo sea.
Fue esa argumentación lo que derribó la vacilación de la muchacha. Ella juzgó que su deber le ordenaba consentir en la alegría de un hombre por la felicidad de un ángel; y, lentamente, con esa demora de las cosas que se saben deseadas, sus labios se acercaron a la joven mejilla en flor. ¡Y allí se posaron! Un estremecimiento sacudió las ramas. Era el ángel que felizmente levantaba el vuelo con dos alas. Excepto que las alas, que fueron blancas, ahora eran rosas como los dos besos.

Traducción de José M. Ramos
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