LA APUESTA INGENIOSA

I

En el alto valle pirineo, quemado, yerto y seco, atravesado por masas rocosas a pico, y discurriendo por una pedregosa descendente de un torrente seco hacia una curva donde se divisa, en el repentino vértigo del cielo y del precipicio, una cruz de madera, sola y desnuda, memorial de algún desastre, de obstinadas palpitaciones cada vez más próximas y de oscuros plumajes brillado a la luz de luna, puede verse como una masa convexa de donde algún fragmento se desprende y se cae; se trata de una colina de cuerpos muertos, desnudos, alzándose en blancos matices, pudriéndose en el calor de la noche. Pues han pasado ya cuatro días desde que los malvados ingleses y los peores gascones, los malhechores que masacraron la retaguardia de maese Bertran, sorprendieron en ese valle a un convoy de monjes portadores de vituallas en sacos y de odres de vino. Mataron y saquearon a los religiosos, – utilizando sus hábitos como telas para abrigarse, – y se saciaron con las viandas y las bebidas. Los vientres de los vivos no estaban menos hinchados que los de los cadáveres; aquellos de víveres ingeridos, éstos de entrañas fermentadas. Sin embargo, los cuervos todavía no se atrevían a posarse sobre las carroñas a causa del ruido de los sordos ronquidos que emitían en la noche las respiraciones de los tres mercenarios tumbados y borrachos sobre las piedras, montones de cantos rodados al lado del montón de muertos.
Ahora bien, estornudando el mal aire, uno de ellos dijo:
–¡Por la muerte de Satán!, no es precisamente un perfume de tocino fresco ni de muslo de muchacha lo que me ha entrado en las narices.
Otro, sacado de su sopor, en un movimiento de hierros, dijo:
– Desde luego este olor no me parece tan agradable como el que pude oler, cinco días después de la batalla en la llanura de Auray; aquél era de rosas comparado con éste.
–Este es – dijo un tercero,– el mismo que el de los monjes en vida, pues huelen peor que los demás hombres, y muertos apestan más que los demás cadáveres.
Por otro lado estuvieron de acuerdo en que, para evitar alguna enojosa peste u otra enfermedad similar, era ya hora de enterrar los cuerpos en la gran fosa que, dos de ellos, Crokesos y Cabot-Chacal, habían recibido la orden de cavar bajo el torrente seco al tomar la curva donde la cruz de madera, sola y denuda, se levantaba sobre el vacío del precipicio y del cielo; pues era aquel un lugar conveniente para sepultar religiosos ya que la cruz proyectaba como una sombra de santa horca.
Con las manos en torno a la boca para potenciar su grito:
–¡Eh! ¡Cabot-Chacal!
–¡Eh! ¡Crokesos!
Desde la curva, donde, aquí y allá, sobre dos negras formas, bajas, como agachadas, serpenteaban en espejismos de luna unos movimientos de cotas de malla, unas voces se oyeron en el alto valle:
–¿Qué ocurre muchachos?
–¿Habéis cavado la fosa?
–Sí.
–¡Bueno! vamos a llenarla.
Y los tres malhechores, a los que despertó el olor de la podredumbre, caminaron hacia el montón de muertos. Uno tomó un cadáver por la nuca, los otros dos lo izaron por las piernas; y comenzaron a descender el pedregoso lecho del torrente. Espantados, los cuervos se habían dispersado. Luego regresaron. Muchos se dedicaron a planear sobre las pálidas formas. Pero varios, siguiendo un vuelo bajo la presa que se les robaba, fueron detrás del hombre que agarraba la cabeza muerto, como un largo manto negro que palpita en el viento.

II

En efecto, después de más de una hora, la fosa estaba cavada, profunda y amplia; y, para pasar el tiempo después de la tarea acabada, Cabot-Chacal y Crokesos jugaban a los dados sobre una escalera de piedra bajo la cruz. Desde que hubieron respondido a aquellos de allá en lo alto, todavía jugaban.Crokesos perdía y blasfemaba; Cabot-Chacot ganaba y reía. La cólera de uno no era más feroz que la alegría del otro. Eran dos salvajes compañeros. De Crokesos, gracioso como las hienas, se contaba una vieja historia: «Las vírgenes le llaman Pilla-Corazones, pero las gentes de guerra le llamaban Abate-Paredes; si su mano abierta resultaba agradable a las más delicadas féminas, su puño cerrado era como una catapulta,» Y, de Cabot-Chacal se había escrito: «Si se bate en un arroyo lo convierte en un torrente rojo que ni siquiera un gigante no podría pasar con comodidad; en una ciudad asediada donde faltaba el trigo tanto como el centeno, le tomó gusto a la carne humana, y algunas veces, si ayunó por devoción o por cualquier otro motivo, después de acabar la batalla le gustaba probar los cadáveres que había hecho.»
Sombríos y brillantes, con los ojos refulgentes bajo la nariz y los dedos crispados fuera de las mangas de la cota de mallas, ambos se inclinaban ardientemente hacia la suerte que, al principio, vaciló en el temblequeo de los pequeños cubos, decidiéndose por fin en su detención. Y en el frenesí de ver los puntos, sus cascos de bronce entrechocaban, mientras que movidas por su agitación, sonaba en la piedra el acero desnudo de sus cortas espadas.
–¡Por la virtud del diablo! ¡Haces trampas!– aulló Crokesos.
Pero Cabot-Chacal dijo:
–¡Quién lo dice miente, hijo mío! Pues, de hecho soy un auténtico jugador. Preferiría no beber vino ni buscar vírgenes en lo que me queda de vida, antes de hacer trampas por alguna falsa artimaña. Así pues, dado que te quedan doce soles de España todavía, juguemos muchacho, y gana.
–A los dados no.
–¿Y qué juego te apetece? No tenemos tablas ni tableros. ¡Ah! ¿tal vez te guste ganar a par o impar? ¡Bueno! yo meteré unas monedas en mi mano…
–¡Tú me engañarás añadiendo alguna pequeña moneda, después de que yo haya ganado!
–Te equivocas, hijo, con tales sospechas. Pero se me ocurre un juego donde no podrás desconfiar de ninguna manera.
En ese momento se aproximaban los tres mercenarios trayendo un cadáver.
–No más que tú – prosiguió Cabot-Chacal, alegremente (pues estaba muy satisfecho de su idea), puedo saber cuantos muertos yacen allá arriba y que se van a enterrar uno tras otro. ¡Apostemos sobre su numero, hijo mío! y, después del último cadáver arrojado en la fosa, ganará los doce soles de España aquél de nosotros que, habiendo dicho par o impar, haya acertado.
Aunque de mal humor esa tarde, Crokesos no pudo impedir reírse de lo divertido que le parecía ese juego.
– ¡De acuerdo! grito, yo pido par.
–¡Yo pido impar!– replicó Cabot-Chacal,– Hecho.
Hecha la apuesta se sentaron sobre el escalón de la cruz atentos al muerto que traían los tres hombres seguidos por los cuervos.

III

El primer cuerpo que cayó en el amplio y profundo agujero fue el de un joven novicio tan delgado y frágil que parecía una chiquilla. Tenía en el cuello circundado por una larga yaga semejante a un collar de sangre. Cayó en dos partes al desprenderse su brazo izquierdo del hombro a causa de la putridez,
–¡Uno!–dijo Cabot-Chacal.
Los tres mercenarios volvieron a subir seguidos del cortejo de alas negras, y luego bajaron, acompañados de un mayor número de cuervos. El segundo cuerpo que cayó en la fosa fue el de un monje muy ventrudo, hinchado por todas parte en livideces estriadas de manchas negras. Cuando hubo tocado el fondo de la sepultura, ascendió un olor igual al de un saco de inmundicias que revienta.
–¡Dos!–dijo Crokesos.
–¡Dos! – dijo Cabot-Chacal.
El tercer cuerpo fue el de un religioso tan alto y tan flaco, con todos los huesos tan visibles y salientes bajo la tensa piel que se hubiese tomado ya por el esqueleto en que pronto se convertiría. Cayo haciendo un ruido de bastoncillos frágiles que se rompen.
–¡Tres!–dijo Crokesos.
–¡Tres! – dijo Cabot-Chacal.
Trajeron otro cadáver, y otro, y otros más, que cada jugador contaba a medida que se los arrojaba en la fosa: «¡Cuatro! ¡cinco! ¡seis! ¡siete! ¡ocho! ¡nueve! ¡diez! » Ni Crokesos ni Cabot-Chacal reparaban en el hedor de las carnes amontonadas en masa blanda, en la insoportable pestilencia con la que se saturaba la calidez del aire. « ¡Once! ¡doce! ¡trece! ¡catorce! » Ahora cantaban las cifras con voz más ansiosa, a medida que sentían más próximo el número final, donde la apuesta se ganaría o perdería. « ¡Quince! ¡dieciséis! ¡diecisiete! » Su angustia se redoblaba, se exasperaba. «¡Dieciocho! ¡diecinueve! ¡veinte! » A cada descenso de los tres porteadores, el cortejo de los cuervos era más amplio, más largo, más tumultuoso, con un ruido de graznidos más intenso. Pero los jugadores no reparaban en eso, tan absortos estaban en la esperanza y en el miedo. «¡Veintiuno! ¡veintidós! ¡veintitrés! » El último cadáver que con el ¡uf! de las tareas acabadas, los portadores dejaron caer en la fosa, fue un viejo cubierto por todas partes de pelos blanquecinos entre los cuales, aquí y allá, se veían unos rosetones; y los cuervos ya no volvieron a subir, posados en negra y compacta muchedumbre en los dos brazos de la cruz.
–¡Veinticuatro! ¡par! ¡gané! – gritó Crokesos batiendo palmas como un niño alegre.

IV

Cabot-Chacal se callaba. Una rabia le devoraba. ¡Había perdido! ¡Había perdido! Tendría que dar doce soles de España. ¡Perdido! a ese juego que él había ideado. Su rabia se duplicaba al haber inventado él ese juego en el que había perdido. Desde luego no podía cuestionar la equidad de la partida. Veinticuatro cadáveres estaban allí. Veinte cuatro. Ni uno más ni un o menos. Y se fue resignado, siendo jugador honrado, en no tratar de buscar alguna artimaña. No, puesto que había perdido, pagaría. Pero la cólera hacía temblar sus labios y los ojos se le inyectaban en sangre.
De pronto, sonrió…
Sacó su corta espada y la hundió por completo en el vientre de Crokesos que cayó sin un grito; y:
–¡Veinticinco! ¡Impar! ¡Gané! – clamó en medio de una gran carcajada.
Luego, habiéndose apropiado de los doce sueldos, Cabot-Chacal empujó el cuerpo sobre los otros, y se evadió hacia las tinieblas haciendo sonar las monedas entre sus alegres manos, mientas los cuervos se abatían en la fosa.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes