EL ÁRBOL SAGRADO

I

Empujado a través de mares desconocidos por un viento que jamás había dejado de inflar las velas, el navío del Conquistador, tras las tempestades, los escollos y tantos vanos espejismos, llegó por fin a una tierra desierta; allí debía establecerse y triunfar la nueva nación que habían anunciado las profecías; y el gran hombre descendió a la orilla con sus compañeros armados de chuzos y hachas.
Ante ellos se levantaba un bosque inmenso, inextricable, salvaje, dónde rugían y silbaban las bestias celosas de su soledad.
Ante esa visión muchos hombres retrocedieron.
«Esta tierra, decían, no es propicia para la fundación de una ciudad, y mejor sería que izásemos el ancla para descubrir otra.»
Pero el Conquistador elegido por las Providencias respondió:
«Aquí es dónde se debe levantar la ciudad. En lugar de raíces se hundirán en el suelo las habitaciones de los hijos de Adán, y sus tejados subirán más alto que los más altos follajes; una raza humana y fraternal crecerá y se multiplicará donde pululan las serpientes y los tigres. Cortad la vegetación. Talad los árboles. ¡Manos a la obra, compañeros!»
Nadie se opuso a esa orden. Sobre el lindero y ante los brazos armados, se produjeron ruidos de desbroces, crujidos de ramas y huidas de animales espantados hacia las profundidades del bosque.

II

Una hacha atacó un roble.
Era un árbol tan grande, tan tupido y tan majestuoso que esos hombres jamás habían visto nada parecido en su país. Dominaba el bosque por completo, como un rey gigante habría hecho con un reino enano, y las águilas que se arremolinaban en su copa, vistas desde abajo, parecían pajarillos sobre una rosa.
Al primer golpe de hacha, una voz grave salió del roble:
«Hombres llegados de lejos, ¿qué furor os impele a turbar mi vejez? Hace mucho tiempo, antes de que el primer nacido hubiese chillado en el seno de la primera mujer, yo ya me levantaba, destripando con mis raíces la profundidad de la tierra, desgarrando con mis ramas las nubes del cielo, y la caída de mis bellotas ha hecho germinar a mi alrededor la multitud de mi raza. Eterno testigo de lo efímero, he visto los embates de los diluvios que no me han arrastrado; volcanes surgir del suelo y regresar a él; olas ir y venir creando y destruyendo islas. ¡Deteneos, sacrílegos! Soy el inmemorial ancestro, venerable para el mismo Dios. »
Los leñadores interrumpieron su tarea, atenazados de miedo, tomados de religiosidad; ante el augusto roble, parecido a un paternal anciano, la hacha temblaba como en el brazo del parricida.
Pero el Conquistador dijo:
«El hombre va hasta el límite de su voluntad, sin reparar en vanos respetos. ¡Roble, yo construiré con tus ramas las vigas de mi tejado, como edificaré, si es necesario, la casa que me es debida, con los huesos de mis antepasados!»
Bajo el ímpetu de los esfuerzos, el árbol cayó en un estrépito formidable, doblegando, rompiendo, abatiendo los plátanos y los olmos; una leona, sorprendida durante la caída del tronco, quedó atrapada rugiendo y retorciéndose.

III

Una hacha atacó un abedul.
Era un árbol frágil y gracioso, que se inclinaba, incluso sin brisa, como presa de miedo o de pudor, con un estremecimiento de plateados escalofríos.
Bajo la hacha, una dulce voz que salía del abedul, habló.
«Hombres llegados de lejos, ¡oh! ¿por qué me hacéis daño? ¿No veis lo delicado y frágil que soy y no tendréis piedad de mi, tan débil como estoy? Sin duda, varios de vosotros habéis dejado en vuestra lejana patria, una esposa o una novia cuyo amor os ha seguido con las golondrinas que vuelan alrededor de los mástiles. ¡Mirad! ¡mirad! ¿No soy esbelto como ellas? ¿No tengo, en el temblor de mis hojas, el temor con el que ellas se conmovieron la noche del primer beso? Escuchad: en mis suspiros bajo el viento reconoceréis esa querida voz esparcida a los cuatro vientos. ¡Oh, amantes! ¡oh, esposos! no seréis tan crueles para torturar el árbol que se parece a vuestra enamorada.»
Los leñadores interrumpieron su tarea, turbados por un recuerdo de amor; ante el bonito abedul, donde vivía la gracia de las muchachas, la hacha temblaba como en una mano levantada sobre una niña que pide perdón.
Pero el Conquistador dijo:
«El hombre va hasta el límite de su voluntad, sin reparar en vanas ternuras. ¡Abedul, yo cortaré tu debilidad que me irrita, como arrancaría de mi cuello, si fuese necesario, la caricia enamorada que retrasase mi camino!»
Bajo un ligero esfuerzo, el árbol cayó como una planta muerta, doblegando, rompiendo, abatiendo los brezos y las hierbas en flor; una libélula, atrapada a medias bajo la caída del tronco, no pudo reanudar su vuelo, agitando al aire sus pequeñas alas.

IV

Una hacha atacó un sauce.
Era un árbol melancólico, que se curvaba hacia un charco estancado, dejando caer sus ramas parecidas a los cabellos despeinados de una viuda sobre una tumba.
Bajo la hacha, una voz triste que salía del sauce habló:
«Hombres llegados de lejos, ¿no tendréis piedad de mí, que lloró? ¿Jamás habéis llorado, y del mismo modo que me inclino en un eterno dolor, no habéis inclinado vuestra frente hacia la cama donde se moría una hija querida, hacia el sepulcro donde se había enterrado una madre de cabellos canos? ¡Oh, padres sin hijos! ¡oh, hijos huérfanos! respetadme, en nombre de los duelos comunes, y, entre la soledad, dónde se lamentan los cierzos, dejadme llorar en el agua muerta, hoja a hoja, para siempre!»
Los leñadores interrumpieron su tarea, enternecidos por el recuerdo de los difuntos; ante el sauce desolado que les recordaba los cementerios de la patria, el hacha temblaba como en los brazos de los que van a violar una sepultura.
Pero el Conquistador habló:
«El hombre va hasta el límite de su voluntad, sin reparar en vanas desesperaciones. ¡Sauce, yo haré útiles llamas con tus ramas y tus hojas, – con tus suplicantes brazos y tus lágrimas,– como arrojaría, si fuese necesario, las planchas de un ataúd a la hoguera que acoge mi descanso o en el fuego de mi forja!»
Bajo un único esfuerzo, el árbol cayó en un sollozo, doblegando, rompiendo, abatiendo los nenúfares del charco y los pálidos lotos; una liana florida, atrapada bajo la caída del tronco, no pudo desprenderse, pálida como era, parecida a una Ofelia retenida por los cabellos.

V

Y en vano los demás árboles del bosque intentaron detener mediante suplicas las hachas asesinas. Todos caían bajo los brazos de los leñadores, mientras el Conquistador solo ocupaba su pensamiento en la fuerza y la gloria de la futura nación. Finalmente, lo que había sido un bosque inmenso, lleno de rugidos y silbidos, fue una llanura donde se elevaría la ciudad. Un único árbol quedaba en pie, un árbol que un último golpe iba a abatir.
Un pajarillo posado sobre una rama dijo:
«¿Qué vais a hacer, hombres llegados de lejos? Yo soy el pájaro-poeta de las frescas mañanas de primavera, de las cálidas noches de verano. Es mi costumbre anidar y cantar en este árbol.- Si lo taláis tendré que emprender el vuelo y jamás, jamás nadie en este país escuchará mi canto.»
Esta vez los leñadores se encogieron de hombros con una risa de desdén y levantaron las hachas.
Pero entonces el Conquistador dijo:
«Vosotros, que habéis golpeado al augusto roble, al abedul semejante a las muchachas y al sauce consolador de los muertos, dejad este árbol al pájaro; ¡es sagrado puesto que una voz canta en él! y el hombre se debilitaría en su labor sin ánimo ni alegría, si, para enaltecerle el alma y colmar su corazón, no se le cantase de vez en cuando una canción.»

Traducción de José M. Ramos
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