LA BELLA CON EL CORAZÓN DE HIELO I Érase una vez un reino donde vivía una princesa tan bella que, según la opinión de todo el mundo, no se había visto nunca nada tan perfecto sobre la tierra. Pero era inútil que fuese bonita, pues no quería amar a nadie. A pesar de las súplicas de sus padres, rechazaba con desprecio todos los partidos que se le proponían; Cuando los sobrinos o hijos de emperadores acudían a la corte para solicitar su mano, ni siquiera se dignaba a mirarlos, por jóvenes y guapos que fuesen; giraba su cabeza con aire de desprecio: «Realmente no merece la pena que me moleste por tan poca cosa!» Finalmente, a causa de la frialdad que mostraba en toda ocasión, esta princesa había sido apodada «La bella con el corazón de hielo». En vano su nodriza, una anciana mujer, que tenía mucha experiencia, le decía con lágrimas en los ojos: «Ten cuidado con lo que haces, hija mía! No es decente responder con malas palabras a las personas que nos aman con todo su corazón. ¿Cómo es posible que entre tantos jóvenes apuestos, tan bien parecidos, que arden en deseos de tomarte en matrimonio, no haya ni uno solo por el que experimentes algún tierno sentimiento? Ten cuidado, te repito; las hadas buenas que te concedieron una belleza incomparaba, se irritarán uno de estos días si continúas a mostrarte cicatera con su regalo; ellas desean que tú des lo que te han dado; cuanto más vales, más debes; la limosna debe ser proporcional a la riqueza. ¿En qué te convertirías, hija mía, si tus protectoras, ofendidas por tu indiferencia, te abandonasen a la malicia de ciertas hadas que se regocijan con el mal, y merodean siempre alrededor de las jóvenes princesas con malévolas intenciones? La Bella con el corazón de hielo no tenía en cuenta ninguno de estos buenos consejos; se izaba de hombros, se miraba en el espejo y eso le era suficiente. En cuanto al rey y a la reina, se mostraban más desolados de lo que se sabría decir, por la indiferencia con la que su hija se obstinaba; incluso llegaron a pensar que un malvado genio le había arrojado un maleficio; mediante heraldos hicieron proclamar en todos los países del mundo que darían a la princesa en matrimonio a aquél que la liberase del Hechizo del que era víctima. II Ahora bien, por
la misma época, en un gran bosque, había un leñador, muy infeliz de su persona,
contrahecho y cojo a cauda del peso de su joroba, que era el terror de toda la
región; pues, con frecuencia, no se limitaba a talar árboles; emboscado en algún
arbusto, esperaba con el hacha levantada al viajero confiado, y le cortaba el
cuello tan hábilmente como lo habría podido hacer el verdugo más experimentado.
Hecho eso, registraba el cadáver, y, con el dinero que encontraba en los
bolsillos, compraba víveres y vino, con lo que se atracaba en su choza
profiriendo grandes gritos de alegría. De modo que ese despreciable hombre fue
más feliz que muchos personas honradas, tantas veces como viajeros pasaron por
su bosque. Pero pronto el bosque tuvo tan mala fama que incluso las personas más
osadas daban largos rodeos para no tener que atravesarlo; el leñador no
encontraba víctimas. Durante algunos días vivió tan bien como mal del resto de
sus antiguos pillajes, royendo los huesos, vertiendo en su taza el fondo de
botellas no vacías del todo. Era un flaco regalo para un hambriento y un
borracho como él. El rigor del invierno puso un acento a su infortunio. En su
guarida, donde soplaba el viento, donde caían los copos de nieve, se moría de
frío y de hambre; en cuanto a pedir socorro a los habitantes del pueblo próximo,
ni podía pensarlo a causa del odio que se había granjeado. Vosotros estaréis
pensando: «¿Por qué no hacía un fuego con unos troncos y follaje seco?» Pues
porque el bosque, al igual que las hojas, estaba tan helado que no había medio
de prenderlo. Puede suponerse también que con objeto de castigar a ese hombre
vil, una voluntad desconocida impedía al fuego prenderse. Fuese como fuese, el
leñador pasaba tristes jornadas y tristes noches cerca de su panera vacía, ante
su chimenea negra; viéndolo tiritar y tan flaco, no hubieseis dejado de
compadecerlo si ignoraseis lo merecida que tenía su miseria por los crímenes que
había cometido. III Algunos días
después de esta aventura, reinaba una gran agitación en la capital del reino
vecino; la corte de palacio estaba repleta de peticionarios que hacían sonar sus
albardas sobre las losas. Pero era sobre todo en la sala del trono donde la
emoción era grande: los más poderosos príncipes de la tierra, con muchos otros
jóvenes, se habían dado cita para intentar, en una noble lucha, conmover por fin
a la Bella con el corazón de hielo.
Traducción de José M. Ramos |