LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE

Esta no es solamente una historia que se escribe de prisa y corriendo, es una leyenda también; y hay que reconocer que con frecuencia los narradores más concienzudos y mejor informados – la Señora de Aulnoy, el mismísimo Perrault, – suelen no relatar las cosas exactamente del modo que han sucedido en el país de la magia. Así, la mayor de las hermanas de Cendrillon no llevaba al baile del príncipe un vestido de terciopelo rojo con un adorno inglés como se creía hasta ahora; tenía un vestido escarlata, bordado de plata y una cinta dorada. Entre los monarcas de todos los países, tomados de las bodas de Piel de Asno, los unos, en efecto, vinieron en silla con porteadores, otros en cabriolé; los que venían de más lejos subidos sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas; pero se ha omitido que el rey de Mataquin hizo su entrada en el patio de palacio sentado entre las alas de una tarasca que arrojaba por las narices llamas de piedras preciosas. Y no creáis que me vais a sorprender preguntándome por qué y de qué manera fui ilustrado sobre estos importantes puntos. Hace mucho tiempo conocí en una cabaña, en el lindero de un bosque, a una anciana bastante vieja para ser hada, aunque siempre sospeché que era una; como yo iba en ocasiones a hacerle compañía cuando ella se calentaba al sol ante su casita, me había tomado cariño y, pocos días antes de morir, – o de regresar, su tiempo de prueba acabado, al misterioso país de las Vivianas y las Melusinas, – me ofreció como regalo de despedida una rueca muy antigua y extraordinaria, pues cada vez que la hacía girar se ponía a hablar o a cantar con una vocecilla dulce, un poco temblorosa, parecida a la de una abuela que se anima y cotillea; lo que cuenta son unos cuentos muy bonitos, unos que nadie sabe y otros que sabe mejor que nadie; y, en este último caso, le gusta hacer observar y rectificar los errores cometidos por las personas que se han dedicado a propagar esos relatos. Ved pues de quien he aprendido y quedaréis muy sorprendidos si os dijese todas las cosas que me han sido reveladas. Fijaos, por ejemplo: ¿vosotros creéis conocer en todos sus detalles la historia de la princesa que, habiéndose pinchado la mano con un huso, se quedó dormida con un sueño tan profundo que nadie pudo despertarla – ni incluso el agua de la reina de Hungría con la que se le frotaron las sienes, – y que fue acostada en un castillo, en medio de un parque, sobre una cama bordada en oro y plata? Lamento deciros que no lo sabéis del todo o que no sabéis el final de esta aventura; y siempre lo desconoceríais si yo me hubiese propuesto el deber de instruiros.
«Sí, sí, –ronroneó la Rueca – la Princesa dormía desde hacía cien años cuando un joven príncipe, alentado por el amor y la gloria, decidió penetrar hasta ella y despertarla. Los grandes árboles, los espinos y las zarzas se reprocharon el dejarlo pasar. Caminó hacia el castillo que se veía al final de una gran avenida y entró; y , lo que le sorprendió un poco fue que nadie de su sequito lo había podido seguir porque los árboles se habían cerrado después de que el había pasado. Finalmente, cuando hubo atravesados varias calzadas pavimentadas de mármol, – unos suizos con nariz aguileña y la cara roja, dormían al lado de sus tazas donde quedaban todavía algunas gotas de vino, lo que mostraba a las claras que habían quedado dormidos bebiendo, – cuando hubo seguido largos vestíbulos, y subido por unas escaleras donde unos guardias roncaban con la carabina al hombro, se encontró en una habitación completamente dorada y vio, sobre un lecho cuyas cortinas estaban abiertas por todos lados, el más bello espectáculo que nunca había visto: una princesa que parecía tener quince o dieciséis años, y cuyo estallido resplandeciente tenia algo de luminoso y divino.
Garantizo que las cosas pasaron así – siempre es la Rueca quien habla –y el autor, hasta ese momento no ha mentido con demasiado descaro. Pero no hay nada más falso que el resto del cuento, y no puedo admitir que la Bella despertada hubiese mirado al príncipe con miradas amorosas, ni que le hubiese dicho: «¿Sois vos, señor? ¡Cómo os habéis hecho de rogar!»
Si queréis saber la verdad, escuchad.
La princesa extendió los brazos, levanto la cabeza un poco, abrió sus ojos a medias, los volvió a cerrar como asustada por la luz y suspiró ampliamente, mientras que Pouffe, la perrita, despertada también, ladraba con cólera.
– ¿Quién ha venido? – pregunto por fin la ahijada de las hadas– ¿y qué es lo que me quiere?
El príncipe de rodillas, exclamó:
–El que ha venido es el que os adora y que se ha visto envuelto en los más grandes peligros (exageraba un poco) para libraros del hechizo en el que estabais cautiva. Dejad ese lecho en que habéis dormido cien años, dadme la mano y regresemos juntos a la claridad y a la vida.
Asombrada por esas palabras, ella lo consideró y no pudo impedir sonreír: pues era un joven príncipe vigoroso y bien parecido que tenía los más bonitos ojos del mundo y que hablaba con una voz muy melodiosa.
–¿Es pues verdad? –dijo ella apartando sus cabellos,– ¿Ha llegado la hora en la que puedo verme liberada de mi largo sueño?
–Así es.
–¡Ah! – dio ella.
–¿Qué me ocurrirá si salgo de la sombra y si regreso entre los vivos?
–¿No lo adivináis? ¿Habéis olivado que sois la hija de un rey? Veréis acudir a vuestro encuentro a vuestro pueblo feliz, lanzando gritos de placer y agitando banderas de todos los colores; las mujeres y los niños besarán los flecos de vuestro vestido; en definitiva seréis la más poderosa y la más festejada de las reinas de la tierra.
–Me gustará ser reina, dijo ella. ¿Qué me ocurrirá a continuación?
–Viviréis en un palacio brillante como el oro y, subiendo las escalinatas de vuestro trono, caminaréis sobre mosaicos de diamantes. Los cortesanos agrupados a vuestro alrededor os cantarán alabanzas; las frentes más augustas se inclinarán bajo la todopoderosa gracia de vuestra sonrisa.
–Ser alabada y obedecida, será encantador, –dijo ella.– ¿No tendré otros placeres?
– Hábiles modistas como las hadas, vuestras madrinas, os vestirán con vestidos de color de luna y sol, os empolvarán los cabellos, os pondrán lunares al borde del ojo o a un lado de la boca; tendréis un gran abrigo de paño de oro que se arrastra detrás de vos.
–¡Qué bien! dijo ella. Siempre fui un poco presumida.
–Unos pajes hermosos como pájaros os ofrecerán en unas copas las especies más finas, verterán en vuestra copa los vinos azucarados cuyo perfume es tan dulce.
–¡Eso está muy bien! dijo ella. Siempre fui un poco golosa. ¿Serán esas todos mis disfrutes?
–Hay otra delicia más, la más grande de todas las que os esperan.
–¡eh! ¿Cuál?
–¡Seréis amada!
–¿Por quién?
–¡Por mí! Si no me consideráis indigno de pretender a vuestro cariño...
–Sois un príncipe de buen aspecto y vuestro traje os queda muy bien.
–... Si os dignáis a no rechazar mis intenciones os daré todo mi corazón, como otro reino en el que seréis la soberana y nunca dejaré de ser el esclavo que reconozca vuestros más crueles caprichos.
–¡Ah ¡cuánta felicidad me prometéis!
–Levantaos, querida alma, y seguidme.
–¿Seguiros? ¿Ya? Esperad un poco. Hay sin duda una cosa más tentadora entre todo lo que me ofrecéis, pero ¿sabéis que para obtenerla no puedo marcharme?
–¿Que queréis decir, princesa?
–Duermo desde hace un siglo, es cierto, pero desde hace un siglo sueño. En mis sueños también soy reina, ¡y de qué divino reino! Mi palacio tiene muros de luz; tengo por cortesanos ángeles que me celebran en músicas de una dulzura infinita, camino sobre montones de estrellas. ¡Si supierais con que bellos vestidos me visto, y los frutos sin igual que se sirven en mi mesa, y los vinos de miel en los que mojo mis labios! Por lo que respeta al amor podéis estar seguro de que no me falta, pues soy adorada por un esposo más apuesto que todos los príncipes del mundo y fiel desde hace cien años. Considerando todo esto, señor, creo que no ganaría nada saliendo de mi hechizo; os ruego que me dejéis dormir.
Y allí mismo se dio la vuelta volviendo a tapar sus ojos con su larga melena y recuperando su largo sueño, mientras que Pouffe, la perrita, dejaba de ladrar, contenta con el hocico entre las patas. El príncipe se alejó muy triste. Y, desde ese tiempo, gracias a la protección de las buenas hadas, nadie ha ido a importunar los sueños de la Bella Durmiente del Bosque.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes