BUENOS INFORMES

Cuando la marquesa de Portalegre y la señora de Buremonde estuvieron sentadas en la salita malva, hubo entre los dos aseos, – uno por parte de la visita, el otro procedente de la bata de la dueña de la casa – un intercambio de ligeros perfumes; y ambas se miraban, hermosas.
–¿Llego demasiado temprano? – dijo la marquesa – Usted me perdonará. Se trata de algo un poco urgente y no la entretendré demasiado.
–¿En que puedo servirla, señora?
–Vengo a buscar unos informes.
–¡Ah! sí, ¿sobre Clementine? Una muchacha muy responsable y muy recta. Sobre todo peina muy bien. Además, ni es curiosa ni charlatana. La he despedido en un arrebato de mal humor. Desde luego, hará usted bien en tomarla. Yo ya la estoy echando de menos.
La marquesa de Portalegre contuvo una risilla disimulada.
– No se trata de su doncella.
–¡Eh! ¿De quién se trata entonces?
–Del Sr. de Marciac.
–¿Del Sr. de Marciac?
–Sin duda. ¿Le sorprende? ¿Por qué? ¿Acaso mi gestión no es muy simple? ¡Cómo! las personas más imprudentes, antes de introducir en su casa un cochero, una cocinera, un botones, exigen serias referencias, investigan, solicitan certificados, y, cuando estamos a punto de admitir un hombre en nuestra intimidad, – lo que, en definitiva, siempre es bastante serio, – ¿no deberíamos juzgar oportuno obtener las opiniones de personas bien informadas?
–¡Ah! usted va a...
– ¡Y usted está tan bien informada! Mire que pronto nos entendemos, y no hablamos del tiempo. Le confieso que el Sr. de Marciac no me disgusta. Es demasiado guapo, – ser guapo, es tan ridículo para un hombre, – tiene modales finos, se expresa con distinción, viste con mucha elegancia. En fin, no me inspira ninguna repugnancia. ¿Usted conoce el momento en el que basta un mínimo detalle para que todo se consuma? Es precisamente en ese momento en el que me encuentro. Pero antes de comprometerme de un modo definitivo, he querido verla a usted. Se rumorea que el Sr. de Marciac ha sido uno de sus amigos durante bastante tiempo, y usted no me negará, imagino, aclararme un poco al respecto, incluso darme algunos consejos.
–¡Claro! – dijo la señora de Buremonde rompiendo a reír – naturalmente, si usted lo exige... En primer lugar, ¿sabe usted que está casado?
–Sí, sí, me lo ha dicho. Una esposa muy sencilla, que vive retirada, nada molesta. ¿Se puede pasar eso por alto?
–En lo que a mi respecta, yo no he tenido ninguna queja de ella.
–¡Magnífico!
–La persona de la que hay que desconfiar, es la pequeña Anatoline Meyer, de los Bouffes. El Sr. de Marciac nunca ha podido desprenderse de ella por completo. Está dos, tres, cuatro meses sin verla; luego la reconoce, una noche de estreno, en los coros de una opereta y... ¡crac! de nuevo vuelta a las andadas. Parece que esa criatura es extraordinaria.
–¿Extraordinaria... en qué?
–No hará falta que se lo diga. Él tiene la manía de hablar de ella.
–¡Es muy impertinente!
–¡Pero tan divertido!, ya lo verá. Además el Sr. de Marciac es quien de hacerle olvidar este inconveniente. Realmente es un perfecto caballero.
–Como debe ser. Ni mucho, ni poco. Compromete y no hace alarde de ello. Es un matiz.
– Desde luego. ¿Es pendenciero, celoso?
–No, no, al contrario, es muy adaptable. Está al corriente de las cosas. Admitiendo los flirteos. Comprendiendo perfectamente que los más bellos amores no son eternos y que una mujer debe pensar en el día de mañana.
–Es perfecto.
–Además, rico, con muy buenas relaciones, pariente de dos ministros. Llega a tener indicaciones muy valiosas sobre las fluctuaciones de los valores en Bolsa. Esto debe ser tenido en cuenta. Nuestros maridos, después de la crisis financiera, ¡son tan avaros!
–Sí, por desgracia. Pero hay algo bastante importante de lo que usted no me ha hablado. ¿El Sr. Marciac es... cariñoso?
–¿En qué sentido?
– No le ocultaré que, bajo mis frívolas apariencias, soy muy romántica, incluso melancólica. Siempre deseo encontrar un alma rebosante de ideales, como la mía.
–¡Ya! el amor de lo ideal no es precismante la cualidad dominante del Sr. de Marciac. Pero, por el contrario...
–¡Ah! ¿en serio, lo contrario?...
–¡Todo lo que una pueda imaginarse!
–Tendré entonces que resignarme. Bueno, los informes en su conjunto no son malos.
La marquesa de Portalegre se había levantado.
–Pero – dijo de pronto – olvidaba lo principal. ¿Cuánto tiempo ha estado el Sr. de Marciac?...
–¿A mi servicio? Durante tres años, creo.
– Esto es lo que me decide por completo; me horrorizan los cambios.
–¿Qué? ¿Tratará usted de mantenerlo tanto tiempo?
–Más si puedo.
–¡Oh! entonces, debo hacerle una última advertencia. Si usted quiere que el Sr. de Marciac...
La señora de Buremonde se había inclinado hacia la visitante, y le hablaba al oído, muy bajo. ¿Qué le decía? Prorrumpieron en carcajadas.
Finalmente, en el quicio de la puerta:
–Tan solo me queda darle las gracias, señora – dijo la marquesa.
–¡Oh! ¡De nada señora!
– Pero le debo una, ¿no es así?

Traducción de José M. Ramos
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