LA CAMA SALVADA

– Señora, es el alguacil.
Si ustedes piensan que Colette pareció sorprenderse de esta visita, se equivocan. Lo que debería sorprenderle, era que el alguacil viniese esa mañana como hacía de ordinario todas las demás. Pues, a causa de su amor a las hermosas telas y a las bonitas joyas, la locuela muchacha tenía más deudas de las que se deben tener; y ¿cómo las pagaría, puesto que tenía la manía de no pedir al amor más que el placer del beso? Así pues, dijo sonriendo:
–¡Hágalo entrar!
Y saltó de la cama en un aleteo de encajes y batistas arrugadas, de donde se levantó una polvareda casi visible de perfumes, como alas de una mariposa que estuviesen contenidas en los polvos de arroz. Cuando el oficial ministerial apareció, Colette acababa de abrochar el broche de su liga, sobre una media de seda rosa, por encima de la rodilla.
Ahora bien, ningún hombre era tan cortés ni tan galante como ese alguacil, además de ser joven, muy elegante y con muy buen porte. Él no habría consentido en agravar mediante brutales modales los problemas de las personas a las que él debía visitar para proceder a enojosos embargos, y ponía en ello toda la delicadeza de la que era capaz. La visión de un poco de carne casi nívea, alrededor de la liga de Colette, no era algo que le inspirase precisamente sentimientos feroces que, por otra parte, tan ajenos le eran; y esa mañana decidió exagerar su buena disposición acostumbrada. Como si se tratase de un nimio crédito, dijo:
– Puede estar segura, señora, que no vengo a inscribir en mi malhadado papel verde claro todos los objetos, tan preciosos, con los que se engalana su habitación; me bastará elegir uno solo de estos bonitos muebles.
–¡Vaya, es usted muy amable! Vamos, adelante, elija.
El alguacil se aproximó a un diván de satén rosa, deliciosamente gastado, bordado con pálidas florecillas plateadas bajo unos cojines tapizados de tela de malines. Pero, de pronto Colette dijo:
–¡Oh! no, no, se lo ruego, ¡ese diván no!
–¿Por qué? – preguntó él.
Colette, que tenía mucha experiencia, hacía tiempo ya que se había dado cuenta de que en ciertas ocasiones sería indecoroso no enrojecer, y, como había perdido las modestias naturales, se valía bastante a menudo, para provocar algún rubor en sus mejillas, de un recurso muy sutilmente imaginado: se obligaba a recordar el minuto, ya lejano, – no demasiado sin embargo, pues Colette era muy joven – en el que, en el granero, en casa de su tía, un primo que ella tenía la deslumbró y la asustó con la más imprevista de las revelaciones; y, de inmediato, se encontraba completamente turbada. No dejó de recurrir a este curioso medio; y, con la mirada baja, semejante a una amapola un poco pálida, dijo:
–Es que un día, sobre este diván, cuya inclinación invita a la relajación de las buenas costumbres, Ludovic, un joven, que de todos los que me aman no es el menos amado, (¡ah! ¡qué digno es de ternura!) me conminó con un ardor verdaderamente extraordinario a que no me negase a los deseos que en él germinaban desde hacía tiempo; y me veo obligada a confesar que, tocada en el fondo del alma por su constante pasión...
–Dios no quiera que sea yo quien la prive de este mueble que tan querido debe serle! – dijo el galante alguacil.– Respeto más que nadie la santa religión del recuerdo.
–¡Gracias!– dijo Colette– sinceramente conmovida.
–Pero veo aquí un sillón Luis XV muy rico y muy elegante, y nada se opone, creo...
– ¡Ay! ¡No se atreva a tocarlo!
– ¿Cómo?
–Desgraciadamente,– suspiró Colette, enrojeciendo todavía una vez más (utilizando la misma estrategia), – sentada en una ocasión en él, en una calurosa tarde de verano, yo leía historias de amor, y, completamente sumida en una dulce languidez, me quedé dormida, con el alma colmada de tiernos sueños. ¿Fue mi sueño largo? No lo sé. Una dulzura extraña me despertó; vi, arrodillado muy cerca de mí, a un joven tan encantador, que de todos los que me aman, no es el menos amado...
–¿Ludovic?
–No, Valentin, ¡digno de ternura tanto como el otro! y, en la incertidumbre en la que me encontraba respecto de la conducta que había tenido durmiendo, no creí tener el derecho de rechazar, una vez despierta, lo que él me pedía.
–El sillón – dijo muy cortés el alguacil – no debe ser menos precioso que el diván. Por nada del mundo quisiera privarla a usted del querido testigo, casi actor, de una aventura tan placentera. Me conformaré con algún otro mueble. Pero como, me serían hechas objeciones análogas a favor del sofá, de las dos poltronas, e incluso de las sillas –¡pues todo es posible!...
–¡Ah!, señor, como adivina usted las cosas!
–...Tomaré este espejo pompadour, enmarcado con palomas doradas que se alisan con el pico las plumas con mudo arrullos.
Pero Colette exclamó:
–¡No! ¡no! ¡oh! se lo suplico, ¡déjeme ese espejo! es en el que se reflejaron los más deliciosos besos, la noche en la que por primera vez dejé reposar mi cabeza sobre el hombre de...
–¿Valentin?
–No, de Gontran, ¡tan adorado como los otros dos, y tan digno de serlo!
–¡Diantre! –exclamó el alguacil – la situación no deja de ser bastante complicada; y me parece difícil conciliar los deberes de mi cargo con mi respeto por la religión del recuerdo, –¡de los recuerdos! –No pensaba llegar a este extremo. ¡Esta mesa de mármol negro y pies de oro, zanjará el asunto! Es poco probable que usted tenga algún tierno motivo para defenderla.
Colette dijo:
–¡Magnífico!, está bien, tome la mesa.
Pero, apenas había comenzado a escribir, cuando ella se avalanzó hacia él:
–¡Clemencia! ¡Clemencia! ¡Tome mi vida! pero no la mesa de mármol negro. Una noche, en el resplandor de veinte velas, un joven, más apuesto de lo que se puede ser, y tan ardientemente prendado...
–¿Gontran?
–No, Félicien, el más amable, el más amado, éste sí, de entre todos aquellos que me amarán, había obtenido mi conformidad de que le desvelaría toda la querida maravilla que el se afanaba en decir que yo era; y, con el vestido y las faldas caídas con las muselina, así como las prendas más íntimas, él me levantó, completamente arrebatado, y me acostó sobre el mármol oscuro y brillante, donde mi nívea piel, según decía, destacaría más deliciosamente blanca.
El alguacil se rascó la oreja; estaba tan perplejo como era posible.
– Pero, entonces, ¿qué embargaré? pues es necesario que embargue algo.
Tras algunos segundos de reflexión, Colette dijo:
–Tome la cama.
– ¿La cama?
–Sin duda.
–¿Qué? ¿La tiene usted en menos estima que al diván, que al sillón, que al espejo y que a la mesa?
–Colette respondió levantando la cabeza, como ofendida:
–Sepa, señor, que de todos aquellos a quien he concedido la certeza de creer que no me fueron completamente odiosos, ninguno, a la hora en la que entró por primera vez en esta habitación, – ¡y solo las primeras veces merecen la pena ser guardadas en la memoria! –me hizo la afrenta de retrasar lo que implican las cortinas abiertas, la colcha apartada y las sábanas abiertas; y soy de las que se ama sin demora, donde uno se la encuentra.
El alguacil se inclinó con gesto de excusarse.
–Será pues su cama la que inscribiré en el malhadado papel verde claro; aunque tal embargo, en términos legales, no sea muy regular.
Y por segunda vez, tomó la pluma; pero mientras inventariaba el mueble rosa, las cortinas, los travesaños, las almohadas, le venía del lecho tan turbadores perfumes de carne atenazada por el sueño y maquillajes íntimos que lo obligaron a volverse hacia aquella de donde habían salido y a donde parecían querer regresar, hacia Colette, tan cercana, que se inclinaba, envuelta de pies a cabeza, con tanto pudor, en una transparente gasa.
–No, en realidad – dijo el amable alguacil – me produce demasiada pena tomar una cama tan deliciosamente amoral que fue el estuche de una joya viva, más preciosa que todos los diamantes y todas la perlas. Por desgracia, ¡no tengo ninguna razón para respetarla como a los demás muebles!
Colette, sonriendo, más cerca todavía, dijo:
–¿La misma razón?
Luego, rápidamente arrojada sobre la cama, y reventando de risa entre las ligeras telas en las que ella estaba completamente blanca, rosa y rubia, dijo:
–Bien, ¡toda suya!

Traducción de José M. Ramos
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