LA CAMISA DE TERESA

Lo insólito no fue que Thérèse se hubiese quitado la camisa, – al final todo acaba sucediendo, ¡tú lo sabes muy bien Juliette! – sino que fue que no la encontró cuando quiso volver a ponérsela. ¿Dónde se escondía la fina batista transparente, completamente empapada en perfumes recientes, velo supremo que había demorado por una hora su pudor, segura de la blancura de su pecho y de sus perfectas piernas? Buscaron la camisa desaparecida tras las sillas del pequeño cuarto del albergue, –era en una aldea de los Pirineos, casi española, donde se habían citado los enamorados, – bajo la mesa, bajo la cama, entre las cortinas. En vano. «¿Puedes concebir esto?» dijo Thérèse; él ya no comprendía nada y se afanó en buscar, con irritación y rabia, durante mucho tiempo y por todos los rincones. Recordaban que en un determinado momento, durante el fingido olvido de los besos, el viento de la montaña, en un arrebato celoso, había derribado la ventana y se había introducido en la habitación, volcando los muebles, sacudiendo la puerta y mezclando las cosas ligeras y las telas en un caos de remolino. ¿Se habría llevado el viento la camisa? Como un gran pájaro pálido, con las alas abiertas, había huido, en la ráfaga, en la noche, por entre las altas rocas, hinchada, arrugada, desgarrada, ¿se habría enganchado en algún saliente pedregoso, o caído finalmente, más allá, en el valle, sobre un techo bajo de paja y follaje, tal vez sobre el campanario de la pequeña iglesia nueva? Aventuras inverosímiles, apenas posibles de una camisa en las tinieblas, lejos del lecho. Thérèse, por fin, renunció a la búsqueda; Estaba muy hermosa, con el pecho aplastado bajo la pechera almidonada, hinchándose su garganta bajo la estrecha presión del cuello postizo; pues el amante, no sin la sensación de una absoluta conquista, había ofrecido sustituir la prenda desaparecida por otra más viril. Y partieron, dejando allí su felicidad, en esa lejana soledad, como una mariposa deja del polvo de sus alas en el rosal abandonado. ¡Pero que volubles son los corazones de las mujeres! Dejó de amar a aquél que tanto había adorado. Despreció las antiguas ternuras, detestó la habitación del albergue, con la pequeña cama tan dura y tan dulce, a donde el viento de la montaña fue a levantar las sábanas. Thérèse, habiendo escuchado una única vez, la evangélica palabra de un admirable dominicano, había sentido el alma tocada por la Gracia. No más bailes, no más fiestas, no más tiernos flirteos después de los valses, bajo el marco de las ventanas, donde los cortinajes, sin que suceda por nada en particular, caen a propósito. Piadosa, devotísima incluso, – con remordimientos de su vida pasada y de los vanos besos de antaño,– mereció ser presentada como ejemplo a las pecadoras arrepentidas o que están a punto de arrepentirse. Su director espiritual le permitía albergar esperanzas en la misericordia celestial que no tendría en cuenta sus errores de tiempos pasados, compensados por una notable abstinencia. ¡Era muy severa hacia sí misma! No se consideraba purificada completamente de las antiguas máculas. Se impuso las penitencias de los jóvenes; reclamó para sí el sangrante beso del cilicio y la cólera de las disciplinas. Luego deseó ir de peregrinación, descalza, ceñida con una cuerda, a la pequeña aldea pirenaica, donde había sucumbido, –¡oh, cuántos remordimientos! – al pecado de lujuria. Partió, no a pie, sino en tren, no con un hábito de lana ceñido con una gruesa sirga, sino con un vestido de seda en luto de alivio, confeccionado por un buen modisto. ¡No importa, en cualquier caso partió! Pasaría la noche en el albergue testigo y cómplice de su falta; se humillaría públicamente; le gustaba la idea de una confesión ante todos, como un buen castigo, de donde obtendría la salvación. Llegó y lo primero que hizo fue visitar al cura local, un buen hombre que aprobó con agrado las intenciones de la penitente. No obstante consideró que una confesión pública no dejaría de conllevar algún escándalo. Propuso otro modo de ganar el perdón divino. Dado que la iglesia, de la que él era el vicario, poseía una maravillosa reliquia que, desde hacía dos años, hacía todos los milagros que uno pudiese imaginar; al tocarla, o solamente entreviéndola, los cojos dejaban de cojear, los lisiados hacían cabriolas con sus muletas, los jorobados exclamaban: «¿Quién decía que yo tenía una joroba?» Thérèse, ansiosa, quiso ver, tocar, besar la adorada reliquia que, sin duda, curaría, tan bien como los males corporales, las enfermedades del alma. «Con mucho gusto», dijo el buen cura, y la condujo a la pequeña capilla donde estaba expuesta, tras un cristal y bajo la custodia, la reliquia. «Por supuesto que nos ha caído del cielo, ya que descendió sobre el campanario de la iglesia, hace dos años, en una noche de tormenta, y el delicioso olor inmaterial que todavía emana de ella, nos conduce a la convicción de que ha pertenecido a la Santísima Virgen – ¡Oh!» repuso Thérèse arrodillada en el éxtasis de su piedad. Luego, con el permiso del sacerdote, besó con fervor y convencimiento de la obtención del perdón, la divina camisa, no reconociendo el ribete de alençon, ni la marca bordada, ni el perfume culpable de sus antiguas veleidades...

Traducción de José M. Ramos
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