COMO EL DIABLO SE VOLVIÓ CALVO

Todo el mundo sabe que el Diablo es calvo; y, lógicamente así debe ser. Pues la peor de las fealdades no debería estar ausente en el abominable autor de todo el mal humano.
Pero en general se sabe menos como Lucifer, al que varios llaman Iblis y otros Belcebú, – que es como diría el Señor de las Moscas, – perdió sus cabellos.
Contaré el cuento tal como me fue contado a mí por un barbero de Pampelune, – gran jugador de bilboquet, según la tradición, entre corte y afeitado, – que tenía por letrero:
«La peluca de Satán»
Rubio como la estrella del alba, pelirrojo como el infierno, negro como la eterna noche, la cabellera del ángel rebelde era tan prodigiosamente abundante y erizada que, aún precipitado a los infiernos, emergía por encima de toda la tierra y el mar como un desmesurado cobertor de matas y mechones. Y Nuestro Señor estaba muy triste. Pues, incluso poniendo sus antiparras, que están hechas como todo el mundo sabe, de la última estrella del Sur y de la última estrella del Oriente, unidas por una cola de cometa, no podía distinguir, a través de la enormidad de esa deslumbrante y oscura pelambrera, el mundo tan bonito que había creado; y, cuando se han inventado las rosas, que menos que tener el placer de verlas. Además, el Señor, según los más auténticos retratos que de Él tenemos, tiene más barba que cabellos, y quizás estuviese un poco celoso.
Sin duda nada le hubiese sido más fácil que ¡quemar los cabellos del diablo con el Rayo! Pero ya le había lacerado la frente; y, demiurgo afectado de un escrúpulo de honrado dramaturgo, le repugnaba emplear una segunda vez el mismo medio. De modo que hubiese quedado bastante tiempo contrariado si el Espíritu Santo, siempre avispado, no hubiese hablado del siguiente modo:
–¿Qué tenemos aquí, Primo? ¿Contrariado por tan poca cosa? Simplemente tienes que decidir que por cada asesinato que se cometa en la tierra Lucifer perderá un cabello; y a juzgar por el modo que los humanos tienen de entretenerse, pronto tendrá la cabeza tan lisa como la roca de un arenal erosionada por veinte siglos de mareas.
–¿Cómo es posible – suspiró el Buen Dios – que aquellos a los que creé les guste tanto destruirse? Pero, sea, intentemos ese método.
Luego, habiendo dicho: «Que Lucifer pierda un cabello por cada uno de los asesinatos que se cometan en la tierra », se calló, esperando entre los esplendores, los azules y las músicas de su eternidad.
¡Y el crimen depilaba al Diablo! No había golpe, ni espada, ni maza, ni lanza, ni fusil, ni cuchillo, que no le arrancase un pelo negro o rubio, y las batallas le arrancaban mechones enteros. Sin embargo, tan abundante era la cabellera de Diablo que, pasado algún tiempo (ocurrió un día de abril), el Señor, inclinándose, no pudo ni siquiera percibir vagamente a través de ella, las ramas de lila donde los herrerillos hacían sus nidos de amor y canciones.
Intervino el Espíritu Santo:
–No pierdas la esperanza. Por alguna extraña anomalía, se mata menos que de costumbre ahí abajo. Decide únicamente que a cada robo que se cometa en la tierra, Lucifer perderá un cabello; como, a la vista de lo que hay, los hombres no poseen otra cosa que lo que se hurtan los unos a los otros, pronto tendrá la cabeza desnuda como la nalga de un angelito.
–¡Primo! – suspiró el Buen Dios – me entristece creer que los mortales sean todos unos ladrones. ¿Qué tienen que tomar de los demás si les he dado la belleza del cielo y las mujeres, las flores, los pájaros y las olas del mar, y lo profundo de los bosques verdes donde pueden dormir la siesta a la sombra? Sin embargo probaré este nuevo método.
Y dijo: «Que Lucifer pierda un cabello por cada robo que se cometa en la tierra.» Y, esperando, fue a disfrutar de los conciertos de los serafines.
¡El cráneo infernal fue extrañamente sacudido! Cuando un picaruelo robaba una canica, cuando un ladrón del camino limpiaba a un paseante, cuando Alejandro Magno conquistó las Indias, cuando César tomó las Galias, cuando una puta vaciaba los bolsillos de un viejo burgués dormido, cuando un carterista sisaba el reloj de un provinciano, era un cabello, otro cabello, otro cabello, todavía otro más, que cada gesto de latrocinio le arrancaba. Se produjeron caídas de Bolsa que le costaron enormes mechones. Pero milagrosamente la cabellera no tuvo, aquí y allá, más que algunas rayas, como un bosque inmenso con paseos; y Nuestro Señor no veía aún su querida tierra. Sobre todo le hubiese gustado seguir, a través de sus antiparras estrelladas, el paseo de las parejas amantes entre los espinos blancos, que él había hecho tan perfumados para que uniesen sus bocas en el musgo que Él hizo tan suave a propósito para ellos.
El Espíritu Santo, preocupado, dijo:
–¿Se roba tan poco? Tomemos una gran medida. Ordena, Primo, que a cada tontería que se diga en la tierra, Lucifer pierda uno de sus cabellos.
–¡Eh! Primo – dijo el Buen Dios – ¡ya me estás perdiendo el respeto! ¿Realmente piensas que aquellos que hice a mi imagen y semejanza y cuya alma ha nacido de mi aliento son unos redomados imbéciles? Sin embargo lo intentaré. ¡Que Lucifer pierda uno de sus cabellos por cada tontería que sea dicha en la tierra!
¡Oh! ¡la pobre cabeza de Belcebú! Se desnudaba como un campo de gavillas bajo una tempestad. Retruécanos, chascarrillos, canciones de café concert, reflexiones ante las pinturas de los salones, se encarnizaban en la cabeza. Estrenos de vodeviles, conferencias del Sr. Brunetière, le tiraban de las patillas, ¡le arrancaban todo! ¡Pero la innombrable e invencible cabellera resistía a pesar de todo el esfuerzo de la estulticia humana! y emergía siempre semejante a un desmesurado cobertor de matas y mechones, – ocultando incluso los senderos de espinos blancos floridos a donde van las parejas de amantes.
Furioso, el Espíritu Santo exclamó:
–¡Empleemos métodos supremos! Ordena, Primo, que a cada beso adúltero que sea dado en París, Lucifer perderá un cabello.
El Buen Dios se mostró muy enfurecido.
–¡Ah! ¡Espíritu Santo, realmente has ido demasiado lejos! ¡Cómo! ¿Tan mala opinión tienes de las jóvenes mujeres en las que he puesto todo mi celo para perfeccionar su belleza y su decencia? ¿y en especial la parisina, como la rosa es flor? Las esposas de ahí abajo, felices de ser la gracia y el encanto del hogar y de conversar de noche con sus maridos y sus hijos, bajo la lámpara familiar, no tienen necesidad de correr aventuras galantes. Desde luego, son cariñosas, pues yo así las quise, pero sus virtuosas ternuras no contradicen sus tiernas virtudes.
–Aun así inténtalo – dijo el Espíritu Santo.
–¡Para demostrarte tu error lo haré!– dijo el Señor.
Y:
–Que Lucifer pierda un cabello por cada uno de los besos adul...
No tuvo necesidad de acabar... ¡El Diablo estaba calvo!

Traducción de José M. Ramos
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