COMPLICIDAD

– ¡Duérmase! – dijo él.
Ella se durmió.
Hasta aquí, nada interesante.
Las recientes experiencias de magnetismo y de hipnotismo nos han enseñado que basta una mirada viril sobre unas pupilas femeninas, o una imposición de manos sabiamente progresiva encima de la rodilla, para inducir al sueño y a la obediencia a las mujeres bien predispuestas; en cuanto a lo que a mí respecta, he conseguido, en unos sesiones cuya frecuencia me enorgullece, obligar a dóciles damas, mediante esos pases insistentes y reiterados de donde nace una especie de catalepsia, a no rechazar lo que, sin ninguna duda, me habrían fácilmente concedido en estado de perfecta consciencia. Pero de ese modo ofrezco a su pudor una excusa perfecta. ¡No es culpa suya! Es en aras al desarrollo de la Ciencia.
Valentin no es un hombre proclive a intentar experiencias mediocres. Si se decidió a rogar a la señorita Anatoline Meyer, esta deliciosa actriz, un poco gorda, no menos famosa a orillas del Neva que en las del Sena, de sentarse con la cabeza apoyada en ese sofá; si consintió en adoptar, a pesar de lo que ella tiene de romántica y de anticuada, la actitud dominante de un mago hechicero, era para mostrarnos, en el taller donde se acababa de cenar, unos fenómenos de una naturaleza completamente novedosa, completamente extraordinaria. Esperábamos prodigios. Las mujeres tenían miedo. Jo, que estaba allí, dijo a Lo, demasiado escotada:
–¡Si lo desea, la obligaría a morderte!
–¡Bueno! – dijo Lo –¿dónde estaría entonces el milagro? ¿Acaso tú eres sonámbula?
Pero esas frívolas palabras apenas turbaban el profundo silencio reinante, casi religioso. Todos esperaban llenos de una agradable inquietud. ¿Qué iba a suceder? Valentin había puesto un dedo sobre cada párpado cerrado de donde, hacía breves instantes, surgía la chispa del cohete de las miradas intensas; despertando en todos la idea de un Urbain Grandier en traje negro; tenía un poco el aspecto de alguien que impide hacer saltar el corcho de una botella de champán.

***

El orador dijo:
– Damas y caballeros, no es casualidad que, para convencerlos de la importancia de los fenómenos magnéticos, haya elegido entre tantas jóvenes especialmente sensibles, a la señorita Anatoline Meyer del teatro de las Novedades. Ella es hermosa como un cisne y tonta como una oca. Haga lo que haga, en la somnolencia en la que la sumiré, ustedes se complacerán en verla; pues ¿acaso no es un gesto, incluso púdico, el que disculpa la belleza del brazo? y, si llegase a proferir una palabra que no sea la confesión de las mas irremediables bobadas, ustedes estarían todos obligados a reconocer y proclamar que no está en su estado normal. Tienen ante ustedes, damas y caballeros, el ejemplo más extraordinario de lo que puede producir, en nuestra civilización, la blancura de la piel ayudada por la perfecta nulidad de la inteligencia. Anatoline Meyer, no me duelen prendas en manifestarlo, es una persona asombrosa. Tiene siete u ocho coches, veinte caballos en cuatro caballerizas; todas los vestidos, todos los diamantes son para ella; aunque jamás haya tenido ningún tipo de voz – no canta incluso ni en falsete, únicamente el silencio sale de su boca junto a un perfume de rosas; – Todos los Lecocque escriben sus operetas para ella,  los rusos vienen desde San Petersburgo por ella, los austriacos desde Viena y los rajas desde la India. Los sueños de los estudiantes de provincias que tal vez sean sabios o poetas, están saturados de esta muchacha, por culpa de las revistillas que leen a escondidas. En una palabra, es la seductora, la opulenta, la famosa, a quien todo obedece; y la única razón aparente de este encanto, de esta riqueza, de esta gloria, es un poco de nieve anaranjada en el inicio de un corpiño. Damas y caballeros, no cuestiono que haya un apreciable placer, sea cual sea el sexo de los labios, en besar la estremecedora opulencia de un pecho celebre; pero en el caso que nos ocupa tengo razones para creer que existe alguna desproporción entre las victorias de Anatoline Meyer y la blancura que las pone de relieve; la gracilidad gruesa de su busto, ayudada por el genio de los corseteros, no explica suficientemente que el hijo mayor – sesenta y cinco años – de un rey del Norte le haya ofrecido compartir su próxima coronación; para someter a los príncipes y a los marqueses, a todos los hombres y a todas la mujeres, debe tener algún misterioso medio; y, si yo la he dormido, si la he reducido al estado de responder con una total franqueza, e incluso con una inteligencia que no le es habitual, a las preguntas que ustedes se complazcan en dirigirle, es con la esperanza de que ¡nos revelará el secreto que ha hecho de ella la más célebre y la más rica de las personas no virtuosas!

***

Veinte voces gritaron al unísono en alegre algarabía:
–¡Sí! ¡sí! ¡la interrogaremos! ¡Que nos revele el secreto de su triunfo!
Pues en el taller estaban presentes un gran número de mujeres jóvenes sin prejuicios y decididas a todas las concesiones, que tenían mucha curiosidad en saber como se hace enloquecer a un hombre hasta hacerle ofrecer una corona, o por lo menos unos diamantes de Brasil a las Altezas que vienen de tan lejos.
–¡Hable! – dijo Valentin.
Anatoline Meyer, con los ojos cerrados, preguntó de entrada al mago hipnotizador, con un tono muy humilde:
– ¿En verdad, me ordena usted que le responda?
–Sí.
–Responderé entonces.
Luego adoptó un aire de estar pensando.
–Pero – dijo – ¿hablaré vestida o desnuda? Me parece que para satisfacer todas las curiosidades, para legitimar todas mis conquistas, bastaría mostrar el candor blanco y florido de rosas de mi piel, que ha sido muy admirado en todas las cortes imperiales o reales de Europa.
–¿Acaso las demás somos unas negritas? – exclamó Jo justamente indignada, con el descaro blanco de todo su pecho ofrecido. Es cierto que si para reinar en Paris y en el mundo bastase con mantener todas las batistas levantadas, exquisitamente bonitas, todas las que estamos aquí nada tendríamos que envidiarla, y su secreto sería el de la Señora de Polichinela, ¡suponiendo que la Señora de Polichinela sea tan bella como Venus Afrodita y como la más fea de entre nosotras! Pero no, nosotras estamos inclinadas a creer que usted tiene, para reducir a la postración a los más altivos, un medio misterioso y personal que nos es desconocido, y aprovechamos el atontamiento en el que está sumida, para exigirle la revelación de ese misterio.
–¡Desgraciadamente! – gimió Anatoline, resistiendo.
–¡Hable! – dijo Valentin
–¡Por desgracia! – gimió todavía.
–¡Hable!– gritó el coro de las amorosas sin prejuicios y decididas a las concesiones, en el taller donde habían cenado.
–¡Sabrán ustedes entonces la verdad! – dijo la joven mujer, bella como un cisne y tonta como una oca.
Y, lúcida, explicando por primera vez, bajo la influencia magnética, cosas en las cuales nunca había pensado despierta, hizo terribles revelaciones.

***

– Lo que me hace ser adorada, es que ¡jamás me acuesto con ninguno de los que me aman! e incluso no me acostaría con alguien que no me amase. ¿Por qué? No lo sé. Yo no tengo la culpa de ser como soy – siendo judía – y que me de asco el beso. ¡La boca, es para comer y para beber! He oído decir, en las coplas de opereta que hombres y mujeres se picotean como pájaros en una jaula. ¡Es posible!¡Yo no lo sé ni quiero saberlo! Eso no me incumbe. No tengo ninguna idea de eso que se llama el placer ni el abandono; y no entiendo muchas otras palabras que ustedes dicen. Durante la noche mi único deseo es que él se vaya, ¿quién es él?, el que está allí, el que me aburre – y cuando se ha marchado duermo, duermo muy bien. Siempre ha sido así. Mi madre, portera y enfermera, me decía, porque yo gritaba en las escaleras cuando los criados me pellizcaban en las nalgas: «A ti, a ti habría que meterte en un convento, esa es tu vocación: ¡eres un ángel!» Ella decía eso con rabia; se equivocaba, yo no soy un ángel. No. Soy una mujer a la que eso le desagrada. ¿Lo qué? Lo saben ustedes muy bien. Quizás sea virgen, sin embargo no estoy segura; incluso, para ser franca, no lo creo; no, no lo creo, porque hay personas bruscas, y además, el azar, una noche, durmiendo... ¿qué es lo que se sabe al día siguiente? En fin, supongo que ya no estoy más por repetir la faena de la primera vez. ¡Sí, eso es! Después de varias. Pero nunca he querido volver a hacerlo. Mamá me decía: «¡No tendrás porvenir!» Ella se equivocaba por completo, ¡la vieja! Hay que creer que solo había velado imbéciles, que no saben nada de las cosas. La auténtica verdad, óiganme muchachas, – y, en esta ocasión, la voz de Anatoline Meyer se hizo grandiosa, como profética, – la verdad, es que yo me convierto, –¡ah! dama, también en el teatro, la pasarela, y los senos que salen, – me convierto en el deseo de todos, sí, de todos, cuando ha quedado bien probado que no experimento de ningún modo el deseo de ser amada. Lo que encanta a los hombres, es que me ofusquen y que tenga ganas de cerrarles la puerta en las narices a la hora en las que quieren irse a la cama. He aquí mi secreto. Vosotras os equivocáis del todo, compañeras, creyendo que vuestros enamorados os están agradecidos por el placer que les dais. ¡Mucho más a menudo eso los extenúa! A mí, eso me irritaría. De ahí mi fortuna, y toda esa celebridad que tengo a mi alrededor. Por bonita no es; las hay más bonitas que yo; pero, fría como la empanada de ayer, eso es lo más importante y lo que les produce placer puesto que no tienen necesidad de fatigarse poseyéndome para tener el derecho de decir que me han amado. Yo no los contradigo, soy una buena chica. Estoy contenta de que ellos se vanaglorien, puesto que eso me ahorra ayudarles a no mentir. Mi pereza es la cómplice de su debilidad. Es el matrimonio de quien no quiere con quien no puede. En las uniones bien coordinadas uno no se une del todo. Y ellos están radiantes. Y yo duermo sola. Lo que no impide, bien al contrario, – pues ellos son maliciosos, – que yo pase por ser una persona endiablada que no tiene frío en los ojos ni en otra parte; un buen toque de lápiz bajo los ojos, sabéis, eso halaga al amante en el almuerzo, delante de los amigos, Pero, en el fondo, el más enamorado de todos lo que me adoran paga doscientos mil francos por semestre por el derecho de no amarme nunca y de decir a su cochero cuando lo despido a la puerta de mi palacete: «¡Rápido! ¡a casa!» Por otra parte, yo soy franca, lo que hago, no lo hago por sistema. No, soy así, inocentemente, naturalmente. Pero, ahora, dormida, en esta sombra en la que veo claro, me explico a causa de mi fuerza y de mi triunfo. Puesto que los hombres no son más hombres, pues les faltan mujeres que no son mujeres. Me aman porque no soy amorosa; quieren acostarse conmigo porque yo no quiero acostarme con ellos; soy – en esta taciturna vida moderna donde desfallece el verdadero amor – una resistencia que autoriza el retroceso; al menos conmigo no se sienten humillados. Nos entendemos al decirnos: «¡Hasta mañana!» ellos no pudiendo más y yo bostezando; y, mirad – seguid mi ejemplo, convertid, por el mismo medio a ilustres, ricos e idolatrados – el príncipe que me quiso esposar, que tal vez me hubiese puesto no en una cama sino en un trono, ¿sabéis que?, se ha visto obligado desde que se ha convertido en rey a que tres criados colosales y magníficos hiciesen un delfín a su esposa. Pero todo eso son cosas que jamás os habría dicho si no hubiese estado dormida por el hipnotizador Valentin, en presencia de Jo y de Lo, en su taller donde se ha bebido champán.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes