EL COPO DE NIEVE

¡Nevaba! No era culpa mia. Habíamos partido hacia el campo en un día soleado, ya tibio, que hacía refulgir los cabellos de Coelia; y la llanura, desde el primer piso del albergue, se animaba con la luz del verano. Pero hete aquí que de repente, entró por la ventana abierta una ráfaga de viento, arrojando hacia mi amiga cien pequeños copos de nieve dispersos, de los cuales algunos se deslizaron sobre su piel bajo el vestido desabrochado. Ella emitió un grito terrible y manifestó que no me perdonaría jamás esa espantosa aventura. Desde luego yo era culpable de todo el daño acontecido. Debería haber previsto que el día oscurecería, la ráfaga de viento, la blanca tempestad. Incluso se consideraba autorizada a suponer que yo había hecho las cosas con premeditación, que la había hecho caer en una trampa, ¿y por qué? para que enfermara de gripe, para que, con la nariz demasiado roja, no pudiese ir al baile de la baronesa de Linège. Pues ella me preguntaba que si yo no hubiese tenido malas intenciones respecto a ese punto, ¿le hubiera desabrochado la blusa en el preciso instante en el que ella iba a verse envuelta en el huracán de nieve? Y durante mucho tiempo me lo recriminó con palabras muy duras. Luego fue peor aún: se calló, taciturna, fría inmóvil, mirando hacia la pared con ojos impasibles. Pues Coelia es cruel a veces, y, cuando está enfadada tarda mucho en enternecerse; ¡qué lenta es en aflorar sobre sus labios la sonrisa que perdona! Arrodillado ante ella, en vano traté de convencerla de que yo nada tenía que ver con la catástrofe que se había producido, que el sol no se había ocultado a mis órdenes, y que no era mi soplido el que había arrojado sobre ella la pequeña lluvia de copos. También le decía que no tenía ninguna intención de impedirle ir al baile de la Señora de Linège, que no se pondría enferma, que sería la más bella de todas en ese baile, con una nariz más blanca que unos pétalos de rosa blanca. No quería escuchar nada y permanecía estática, con la mirada fija, no abriendo la boca más que para decir: «Dejadme, señor, ¡ya no os amo!»
¡Oh, malvada, oh, cruel amiga, más fría incluso que la propia nieve! pues, inclinándome hacia ella para suplicarle más de cerca, vi sobre su corazón un pequeño copo posado y que no se había fundido de lo helado que estaba su corazón!
Pero de repente, a través de los cristales, reapareció el sol radiante como una eclosión de un rosa luminoso, y el copo se fundió en una tibia lágrima; el copo y también el corazón.

Traducción de José M. Ramos
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