EL CRIMEN DE GAVROCHE

I

Los pequeños también se entristecen; Gaveroche está de duelo. Lo lleva a su modo. Todo el mundo no puede comprar bonitos trajes negros, que relucen de lo nuevos que están. Revolviendo en las cajas de basura, al paso de las carretas, acabó por encontrar un trozo de lana oscura, deshilachada. «¡Bueno!» se ha hecho un gorro. Muchas personas imaginan que tiene migraña o que se ha herido en la frente cayendo sobre el pavimento. Pero los demás niños de la calle tienen una opinión más certera; entre ellos comentan, llenos de envidia: «¡Qué suerte tiene ese Gavroche! Tiene un crespón.»
Estar de duelo está bien; pero no basta.
Gavroche se sienta sobre un escalón del pedestal, en la plaza de la República. Tiene los ojos muy rojos, como alguien que no ha dormido, o que ha llorado. Piensa, con los dos puños bajo el mentón. Está tan absorbido en sus pensamientos que no oye a los gorriones piando en las crines del león de bronce.
Se dice:
–Me hacen falta cinco francos. Cinco francos, nada menos. Con cinco francos tendría algo bonito que comprar.
Luego hace cuentas en voz baja.
–Tres centavos en mi bolsillo. Si logro vender mi chaleco, diez centavos. Pongamos doce. Doce y tres, quince. Del pantalón no puedo deshacerme, – hay prejuicios. Lo mejor será pedir prestado. ¿A quién?
Levanta la cabeza como para ver si entre las personas que van y vienen, no hay un transeúnte de buen aspecto, capaz de darle cinco francos. El resultado de ese examen no tiene nada de satisfactorio. Un caballero mira la hora en su reloj; tiene una cadena de plata. «¡Y decir que si rogase a ese caballero que me prestase su cadena para llevar al Monte de Piedad, me rechazaría!» Gavroche deplora la avaricia humana.
–Sin embargo, me hacen falta cien centavos.
Finalmente se levanta, enérgico, casi violento, con aspecto de haber tomado una sublime decisión.
–¡Pues bien! ¡Me los ganaré!

II

¡Ganar cinco francos!
Sin duda, Gavroche se dedica a muchos oficios, precisamente porque no sabe ninguno. Tiene la aventura por tarea, el azar por patrón, la calle por taller. Le encanta abrir las portezuelas de los vehículos y recoger las colillas,– pero no las vende, ¡las fuma! Incluso ese «ruidoso muchacho, ligero, despierto, con el aire vivaz y delicado, roba un poco, como los gatos y los pájaros, ¡alegremente!» Más hábil que nadie en el juego del billar chino o en tirar los trompos, su recurso preferido es ganar en las fiestas el conejo vivo que restituye al feriante a cambio de alguna moneda. En sus días de normalidad, forma parte de la clac en el teatro Guignol.
No importa, cinco francos es una suma enorme, que no se gana fácilmente, ni siquiera con mucho ingenio.
¡El niño no se deja desalentar por las dificultades de su empresa! Se jura a sí mismo que alcanzará su objetivo; y helo aquí en camino. Existe alguna relación entre ese pilluelo de la calle parisina y los caballeros que partían para conquistar Eldorado.
En una esquina del bulevar de Estrasburgo, se detiene ante el kiosco de periódicos. Una atrevida idea surge en su espíritu. Audaz y peligrosa, porque exige una inversión. Pero quien no se arriesga a nada, nada tiene. Se decide y compra – exponiendo todo su capital – un periódico a un centavo, un diario a dos centavos. Hecho eso, se queda al lado del kiosco, con aire de acechar. Bruscamente se pone a correr al lado de una pequeña obrera, quién lleva un bolso brillante en la mano. «¡Señorita! ¡Señorita!» Ella se detiene, se gira. «¿Qué sucede? – ¡Ha dejado caer el Petit Journal! – ¡Ah! gracias,» dice ella, y entrega dos centavos a Gavroche en recompensa por los servicios prestados. Beneficio neto: cinco céntimos. Está muy contento. Que el mismo éxito se produzca noventa y nueve veces aún: no tendrá nada más que desear. Pasa un hombre serio, con aspecto ocupado, que camina aprisa, como yendo a su oficina. «¡Señor! ¡Señor! Ha dejado caer su periódico.» Pero el transeúnte – sin duda un reaccionario muy seguro de no haber comprado jamás la hoja radical que le ofrece Gavroche, – se muestra muy hosco, ¡la toma, la rompe, y la arroja a las narices del pícaro! Este queda apenado. Una pérdida de cinco céntimos. Piensa que hará mejor eligiendo otra cosa.
Dice a un limpiabotas que parte a hacer un recado: «Déjame la llave de tu caja; en tu ausencia yo enceraré los zapatos de las personas embarradas, y compartiremos el beneficio.– ¡Jamás! Me robarás mis cepillos.» ¿En efecto, Gavroche había concebido ese culpable proyecto? Esta cuestión nunca dejará de ser un misterio. Él piensa ir a la calle del Croissant, donde están los vendedores de esos «periodicuchos» que se gritan por las calles; pero, para que permitan llevar el «papel», hay que ser conocido o dejar una prenda, en moneda contante y sonante; Gavroche es conocido, para su desgracia, y no le quedan más que dos centavos, depósito insuficiente. Tiene un gran golpe de fortuna. «¿Ves esa dama, con un vestido de seda negro, que camina muy aprisa a lo largo de las tiendas?–Sí, señor. -¡Pues bien! Síguela, te espero aquí. Si regresas y me dices en que casa ha entrado, hay dos francos para ti.» ¡Dos francos! Gavroche se lanza en la persecución de la dama. Le repugna un poco servir los intereses de un celoso, de un marido tal vez. Pero la esperanza de la recompensa triunfa sobre sus remordimientos. Se apresura, alcanza a la persona designada, le pisa los talones. ¡Demasiado celo! Ella se vuelve, lo ve, adivina que la están espiando. «¿Fue un señor viejo quién te dijo que me siguieses? Escúchame bien. Si dentro de media hora quieres ir a contarle que he entrado en la iglesia de Saint Paul, te doy cien centavos.» ¡Cien centavos! ¡cinco francos! Gavroche no se siente alegre. No solamente tendrá una suma enorme, sino que engañará al marido que parece estar celoso. «¡De acuerdo1» dice; y tiende la mano para recibir la gran moneda blanca. Lamentablemente, antes de que la haya cogido, el caballero, que le vigilaba de lejos, llega, toma a la dama por el brazo y propina una patada al niño; y Gravoche los ve alejarse juntos, discutiendo. Esta aventura lo hunde en una oscura melancolía. Haber estado tan cerca de su sueño realizado, y verlo desvanecerse, le ha quitado todo el valor. Se sienta en un banco, con ganas de llorar.
Realmente, llora. ¿Cuál es el deseo que lo atormenta? ¿En qué emplearía esos cinco francos? Permanece sentado, con la frente baja, enjugando de vez en cuando sus ojos con el dorso de su mano; y si algún transeúnte, enternecido, pierde el tiempo en mirarlo, inclinándose hacia él, lo que vería en el fondo de esos ojos, tan vivos y tan alegres de ordinario, es una profunda, profunda tristeza….
De repente, exclama alegremente:
–¡Y bien, mira que soy estúpido por no haber pensado antes en eso! ¡Todo está arreglado! ¡En camino!
Sin embargo, duda.
–¡Diantre! ¿Y si me pillan?
Pero sacude su temor, arrojando hacia atrás sus cabellos, y, se echa a correr a través de la multitud.

III

Esa noche, dos guardias municipales, bajo la lluvia, patrullaban bajo los muros de una callejuela, en los alrededores. Hombro con hombro, con el capuchón bajado hasta los ojos, no se hablaban. El viento les arrojaba al rostro chorros del chaparrón; bajo sus pies, el lodo chapoteaba en el pavimento. Sin embargo, entre el aire frío se percibía el olor del campo renovado, de hojas, de flores, de césped. Al otro lado de los muros, en los amplios jardines, verdecían los ramajes, florecían los parterres; las más tristes primaveras tienen rosas.
Uno de los hombres se detuvo, aguzando el oído.
–¿Qué pasa?
–Escucha.
Oían a través de las quejas de la brisa, un ruido de ramas rompiéndose detrás del muro, y un ruido de pasos sobre la arena pedregosa de una alameda.
A ambos les vino de inmediato la idea de que un malhechor se había introducido – el muro no era muy alto – en una de las propiedades vecinas, tal vez deshabitada, para intentar algún mal golpe.
–Ayúdame a subir un poco para poder ver.
–Va, escala.
Pero el que iba a escalar dijo en voz baja:
–Es inútil, mira.
Bajo la claridad que caía de las estrellas, entre la huida de las nubes, un niño aparecía allí en lo alto, a horcajadas sobre las piedras alineadas.
Los guardias recularon, se pegaron al muro, en la sombra; elevando los ojos veían sin ser vistos.
El niño se inclinaba, como para asegurarse que no había nadie que lo observase. Con un brazo, estrechaba contra su pecho algo voluminoso, que parecía ligero, donde se podían apreciar unos colores.
Tras un instante de duda, se sentó en el alto del muro, con las piernas hacia la callejuela, y saltó a riesgo de matarse.
Los guardias se precipitaron y lo detuvieron; de sus brazos abiertos saltaron montones de rosas blancas, de rosas rojas, lilas y claveles; todo un rincón de jardín cayó allí, en el lodo.
–¡Vamos! ¡Camina! ¡A comisaría! Camina, ladrón, ¡pequeño miserable! ¡Irás a prisión, cretino!
Lleno de cólera, el niño golpeaba con el pie, se resistía. Pero, sintiéndose muy débil, rompió a llorar y se puso de rodillas.
–Señores, ¡os lo ruego! No me detengan. No quiero que me lleven a prisión hoy, ni mañana. Después, todo lo que ustedes quieran. Pero esta noche, déjenme marchar con mis flores.
Sollozaba.
–Que te dejemos marchar para que vayas a vender flores en los cafés.
–¡Oh! no, no. No he robado para vender.
Los guardias municipales estallaron en carcajadas.
–¿Por qué, entonces?
Gravoche dijo, levantando sus ojos anegados en lágrimas:
–Para llevar flores, como todo el mundo, a la casa de un muerto…

CATULLE MENDÈS
Publicado en Gil Blas el 26 de mayo de 1885.
Traducción de José M. Ramos González. Noviembre 2013
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