CUENTO DE ANTAÑO

De una Costurera
Llamada Glicina
Que, como había pronosticado el hada,
Las Tres primeras veces no pudo ocultar
Que su falda
No de pie, sino acostada,
le hubiese sido quitada
Por el amigo del que estaba enamorada,
Pero después de la tercera vez
Se la pudo quitar por completo
E incluso la camisa
Sin que alma en el mundo
Supiese nunca nada.

I

En esa época, tan remota, tan remota, –¡ah! ¡muertas ya pero qué hermosas! ¡reinas y gentiles damas! ¡y pastoras también! cuantas carnes ya marchitas entre los mármoles de los sepulcros donde las hierbas de las fosas renueva su floración, lises aquí y rosas allá y demás muguetes de los prados, flores de fácil deshojar por el viento, – Así pues, en esa época, vivía en la aldea de Bryone-les-Vimes, sobre el Douce, que es un bonito río, una niña llamada Glicina la Costurera; Clicina, debido a su aspecto primaveral, Costurera porque aunque pobre, remendaba y cosía por dinero la ropa de los habitantes del castillo o la de la casa del noble. Ahora bien, Glicina, que iba a cumplir dieciséis años, tenía por amigo a un joven leñador llamado Juan del Bosque, del que estaba tan enamorada que, cuando regresaba por las tardes a su morada por el caminito que bordea el Douce, no podía encontrarse con él sin que el corazón no se le escapase del pecho y sin que no aflorase a sus ojos un calor – no en los ojos solamente – que solamente lágrimas de placer hubiese podido apagar. ¡Ah! ¡con que gusto ella se hubiese demorado en las orillas desiertas del río con el joven muchacho que la tomaba de la boca y de las manos. Pero ella evitaba satisfacer su deseo porque en la choza la esperaba su abuela, una anciana malvada y hosca que no aceptada bajo ningún concepto que la juventud se solazase en amoríos, y, de piel grisácea, desdentada, con los labios y las sienes peludas y en las dos manos con una fuerte rama de madroño que le servía de bastón, siempre tenía un motivo de queja. Desde luego y con gusto la muy malvada hubiese acariciado con la rama de madroño los hombros y riñones de Glicina si pudiese convencerse de que la niña mantenía alguna tierna aventura; y cuando regresaba la chiquilla, la abuela nunca dejaba de preguntarle y mirar por aquí y por allá, observando si no había algún desorden en el vestido, o algún sonrojo demasiado intenso, resto de un beso en la boca o bien bajo los ojos esas ojeras azuladas, dulces y melancólicas como el quejido del placer.
Por otra parte, durante un crepúsculo rosa aún de sol poniente, a orillas del bosque, donde unas danzas misteriosas se producen sobre las hierbas floridas, una Fada – así se les llamaba a las hadas en Bryone-les Vymes – había advertido caritativamente a Glicina: « ¡Las tres primeras veces, querida, que pequéis por amor, la vieja no dejará de darse cuenta y os castigará cruelmente! –¿Tres veces? – ¡Tres veces, pero no más! – ¡Qué desgracia! ¡Dios me guarde, y a vos también, buena Fada!»
De modo que por prendada que estuviese, la Costurera, una vez acabada su jornada, no se atrevía a prestar oídos a los propósitos de Juan del Bosque, y, perezosa, se iba a su morada, rápido, rápido, a paso vivo de aguzanieves que corre tan rápido que no tiene necesidad de volar.

II

Pero resistir tanto tiempo a la fuerza del amor no es posible para las muchachitas que van a cumplir dieciséis años, sobre todo cuando el tibio abril derrama por todas partes estremecimientos y fragancias de renovación; y, una tade:
–¡Ah! ¡Costurera! – dijo Juan.
–¡Eh! ¿Qué quieres leñador? – dijo Glicina.
La corriente del Douce se deslizaba con murmullos que les aconsejaban tomar también alguna tierna pendiente.
–¡Ah! ¡Glicina! – dijo él.
–¡Eh! ¿qué quieres, Juan? – dijo ella.
Entre ellos, rozándoles los labios, pasó un soplido tan dulce, tan fragante, que no hubiese parecido mejor, a ella, venido de la boca de él, ni a él, venido de la boca de ella.
–¡Ah! ¡amiga mía!– dijo él.
–¡Ah! ¡mi amor!– dijo ella.
Y estrechándose el uno contra el otro, caminaron deliciosamente en la sombra creciente, a lo largo del agua, sobre la arena al final de la orilla, sobre la arena fina y blanca de la orilla, donde el pie resbala tan fácilmente cuando menos se piensa…

III

¡Pero una hora más tarde la abuela se manifestó terrible! Con su lámpara en una mano y en la otra la rama del madroño en lo alto:
–¿De dónde vienes, tunanta? ¿Qué estuviste haciendo por ahí afuera, hasta la noche cerrada? ¡Me vas a matar! te romperé los huesos para enseñarte a comportarte con decencia.
Completamente apenada, y echándose hacia atrás para evitar los golpes, la Costurera objetaba que no era culpa suya, que la esposa del noble, que estaba embarazada, la había retenido más tarde que de costumbre para trabajar en una canastilla para su futuro bebé. Bien mirado eso podía ser verdad. La vieja se calmó sin dejar de gruñir. « ¡Bueno! ¡bueno! ya veremos, ya me informaré mañana. ¡Mientras tanto acuéstate, sinvergüenza! » Glicina no se lo hizo decir dos veces. Muy contenta por haber convencido a su abuela se fue a su cama y comenzó a desabrocharse la blusa, – tal vez no era la única vez – pero, apenas se hubo quitado el primer botón fuera del ojal:
–¡Ah! ¡la villana! ¡ah! ¡la lagartona!
Pues la vieja, bajo la lámpara, veía desde el cuello de la blusa hasta la cintura de la falda, el vestido de Glicina, que era de hilo y algodón oscuro, completamente blanco por detrás por la arena fina adherida. Nada más seguro que la Costurera hubiese estado acostada, y durante bastante tiempo, sobre la espalda. La rama de madroño no vaciló, y más de veinte veces se abatió sobre la espalda y las nalgas de la pobre anegada en lágrimas y profiriendo gritos. Tanto fue así que al final la vieja, sintiéndose cansada, se fue a acostar, sopló la lámpara y se durmió. En cuanto a Glicina, sollozando entre sus sábanas, tocaba sus heridas tanto o más dolorosas por lo suave que tenía la piel y juraba que no se la regañaría más por retrasarse fuera de la choza; pues a decir verdad, por extremo que hubiese sido, ella había sido duramente castigada por detrás, por culpa del placer que se le dio por el otro lado.

IV

A partir de ahora, Glicina, una vez remendadas las ropas, no volvía ya de regreso a su morada por el camino que bordeaba el río. Tomaba a través del bosque – camino más largo, pero más seguro. ¿Segura? no lo estuvo siempre. Una vez, deslizante a través del bosque oscurecido, y parecido , a causa de su vestido esa tarde blanco, a un vaho de niebla, encontró a su enamorado Juan el Leñador que la acechaba. Pleno de amor, no admitió ninguna excusa, ninguna prorroga: ¡la tomó! ¡se la llevó! Por desgracia, el juramento que ella había hecho no es de aquellos – ¡es de esos que también las bellas traicionan! – que una muchacha mantiene fácilmente, sobre todo cuando los alientos de junio calientan ya las hojas y el aire, y las sombras son acariciadoras. « ¡Oh! al menos, suspiró ella, ¡no a orillas del río… no sobre la arena…!» Precisamente él conocía en el intrincado misterio del bosque, en el más profundo misterio del bosque, un rincón de hierba y de musgo. ¡Qué ella no temiese nada! la arrastraba. Ella jadeaba, dulcemente prendada. Ahora, tenía bajo sus pies el césped mullido y húmedo del rocío de la tarde, se sentía desfallecer, temiendo dejarse resbalar, temiendo al menos, tal vez, que ella no habría debido…

V

No me atrevería a decir que Glicina no estaba en absoluto preocupada cuando, dos horas más tarde, regresó a la choza. Pero al menos había preparado una mentira en la que confiaba un poco; y, esta vez no sería traicionada por la arena que se pega a la tela. Enseguida dijo con aire sincero y alegre: « ¡No me regañes, abuela!, pues, trabajando más tiempo en la lavandería del castillo he ganado doce denarios con los que te compraré un gorro, o si quieres un buen bastón mejor para una persona como tú que una gruesa rama de madroño.» La vieja que ya levantaba la rama bajo la lámpara también en alto, pareció enternecerse con esas palabras. «¡Ah! si has ganado doce denarios, todo está bien, hija mía; pero haz el favor de volverte,» dijo ella. Fue en ese momento cuando Glicina esperaba a la abuela. «Sí, sí, puedes mirar, y mirar más de cerca, más cerca aún… no hay arena en absoluto! Ni tan tonta que me dejase tomar aún…» Ella no acabó de sonreír cuando la rama se enrabietó y se encarnizó, más y más aún, pues a la luz de la lámpara la vieja había visto, completamente teñido de verde por detrás el vestido blanco de Glicina, debido a la hierba húmeda.
La malvada anciana golpeó tan fuerte y durante tanto tiempo que a punto estuvo de entregar el alma por falta de aliento; finalmente debío irse a acostar, mientras que la Costurera, muerta más que a medias, se extendía sobre su cama. Pero no podéis imaginar hasta que punto se quejaba, ni hasta que punto había decidido no merecer más tan penosos castigos. Sea que por haberlo conocido mejor el placer del amor que crecía con la costumbre, le pareció digno de tanto sufrimiento o bien porque una cólera la invadió contra esa malvada vieja, tan hábil en descubrir las pruebas del pecado, ella se prometió, muy al contrario, no rechazar nunca más a Juan del Bosque, tratando de encontrar un medio de burlar con seguridad a su abuela; de ese modo tendría un doble goce.

VI

Al día siguiente por la noche:
–¡Ah! juzga, amigo mío, dijo ella, el valor de mi amor, puesto que por complacerte desafío los más terribles golpes que se puedan recibir. Pero, por el amor de Dios, intenta evitarme esa crueldad; y el césped del bosque no es menos peligroso que la arena de la orilla del río.
–¡No te preocupes! – dijo él.– Conozco sobre el otro lindero del bosque, entre dos hayas, unos altos brezales que no son traidores, y tu vestido no conservará ningún rastro.
–Pues vamos hacia esos brezales – dijo ella.
Era una velada tan armoniosamente dulce, verano ya, que toda la soledad, toda la calma parecía hecha de un éxtasis. Atravesaron el bosque dormido y alcanzaron la otra linde. Allí, bajo el cielo, entre las hayas, bajo el cielo tan azul donde brillaban sin titilar las primeras estrellas como ojos cuyas pestañas no aletean, un trino disperso de nidos no hacía más que advertir la presencia del inmenso silencio. Los inmóviles brezales se iluminaban por todas partes con gusanos de luz; ni una brizna donde no brillase una luciérnaga; y tan cómodamente, bajo la lenta presión de los amantes, éstas se apartaron, inclinándose con suspiros de lianas que no hubiesen sido mejores en alguna cama real hecha de sedas y guatas y de acariciadores cobertores. Se produjo otro ruido a añadir a los trinos de los nidos – ¡los trinos de sus besos! y si alguna torcaz los acechara desde un árbol, estaría celosa.

VII

¡Glicina tuvo la tranquila audacia de no regresar al domicilio más que tres horas más tarde! y la vieja aullante, con el bastón levantado: «¡Ah! ¡falsa! ¡Ah! ¡miserable! ¿te atreverás a contarme aún que estuviste ocupada en el castillo para remendar la ropa? – Claro que lo diré, respondió ella, puesto que es cierto que se me retrasó; y aquí tengo veinticuatro denarios, los doce de ayer y los doce de hoy – pues ella los pidió prestados en la aldea a otra costurera. El dinero tiene algo que hechiza a los viejos; por una extraña estupidez, ellos lo aman tanto o más cuanto menos tiempo les queda para gastarlo. Pero la abuela, apoderándose de los veinticuatro denarios no quedó tranquila todavía, y con un empujón violento, obligó a Glicina a darse la vuelta. »
Esperaba descubrir algún indico que la autorizase a moler a golpes a la chiquilla ¡Pero no, no, nada! Ni un grano de arena en la falda, ni un tinte verde en la blusa. Los brezales no habían dejado la menor huella. En vano que levantaba y bajaba la lámpara, en vano examinaba atentamente las ropas bajo el fulgor más cercano. Ningún desorden, todo en su sitio y los botones bien abrochados. ¡Pues Glicina había previsto todo cuidadosamente! De modo que la vieja, rabiosa, debió renunciar a motivar sus sospechas. « Vamos, acabó por decir, puede ser que esta noche se te haya realmente retenido en el castillo; acostémonos, es tarde, acostémonos.»
¿Quién estaba contenta? la Costurera. No solamente había gozado de su amigo enamorado sino que había conseguido engañar a la astuta abuela. Se desvistió, se metió entre las sábanas, dónde sintió expandirse el recuerdo de los besos de antes. La otra, acostada también, sopló la lámpara. Glicina giró hacia la pared, iba a dormirse; encontraría en algún delicioso sueño…
¡No se durmió!
Brincando de su cama:
–¡Maldita! ¡maldita! ¡maldita! – clamaba la irritante vieja.
Pues en la sombra, todo el moño y los cabellos de Glicina, hacia la nuca, brillaban luminosas luciérnagas, y parecía un trocito de cielo dorado incendiado de estrellas en movimiento.

VIII

Y la rama de madroño hizo su oficio, más espantosamente que nunca. Sin embargo, aunque vencida todavía por el azar y la desconfianza de la vieja, aunque tan duramente afligida, la Costurera no se desolaba mas que a medias, pues recordaba las palabras de la buena Fada, en el crepúsculo rosa, en el lindero: «¡Tres veces, no más! » Ahora bien, era la tercera vez que había sido golpeada a causa del pecado del amor.¡Magnífico! Se había acabado puesto que las hadas no mienten.
Y de hecho, a partir de esa vez, la abuela no volvió a percibir nada. Glicina tan a menudo como quiso, pudo retrasarse con Juan el Leñador y con otros tal vez, pues la impunidad anima a una audacia redoblada; y sin ningún peligro afrontaba la arena tan blanca y tan fina a lo lardo del Douce, y la pérfida hierba mojada de rocío y los brezales que hacen del moño y los rizos de la nuca un cielito de oro constelado de luciérnagas.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes