LOS DOS AVAROS

I

Esos dos avaros, ambos ancianos, sin criados ni sirvientes, vivían en un barrio de la pequeña ciudad; sus casas, de piedra gris, taciturnas, pesadas, macizas, se tocaban y se parecían con sus ventanas casi siempre cerradas, polvorienteas y aseguradas con cadenas enrolladas, con sus flamantes puertas que raramente se abrían; no frecuentaba el uno la casa del otro ni tampoco recibían visitas; en la comarca, las comadres sabían que allí vivían dos hombres, pero lo habían sabido por tradición más que por experiencia personal, pues ellos jamás se asomaban a la ventana y no salían excepto para ir a buscar provisiones pero a horas muy tempranas, cuando casi no había nadie por las calles. Las abuelas recordaban, no sin esfuerzo de memoria, que hacía tiempo, después de una guerra civil que había desolado los campos, destruido granjas, incendiado castillos, se habían establecido dos extranjeros en esas dos viviendas; para ser servidos habían contratado a una mendiga de los caminos, un poco lerda, que sacaba el agua del pozo, limpiaba las habitaciones y preparaba las comidas que ellos tomaban juntos; luego la mujer había muerto sin haber dicho nada de sus amos, salvo que uno se llamaba Anselmo y el otro Juan; ellos no le buscaron sustituta. Durante algunos años Anselmo y Juan continuaron almorzando juntos; se les veía dirigirse, a las horas de las comidas, a aquél hacia la casa de éste, o a éste hacia la de aquél, y, por la noche, una de las ventanas de una de las dos casas se apenas se iluminaba, tristemente. Luego los vecinos dejaron de reunirse; en vano se acecharon las idas y venidas de una puerta a otra; la soledad acabo de aislarlos en su casa a cada uno de un modo continuo y obstinado. Ahora vivían por completo fuera de la vida; las fachadas de sus domicilios, mudas y ciegas, desafiaban la curiosidad que finalmente se cansó.

II

Una noche, a la luz de una lámpara de mano colgada en la pared de madera, Anselmo, sentado en su cama, se inclinaba hacia un gran cofre abierto donde brillaban, deslumbrantes, de cobre y de plata, unos luises de Francia, federicos de Alemania, soberanos ingleses, cuádruples españoles, florines, doblones, piastras, cruzados, ducados, guineas...; todas las efigies, todos los relieves, todas las milésimas; y, como si un pirata que saquea los mares de un polo al otro hubiese vertido allí su carga de riqueza, se mezclaban con las monedas de Europa los talegos, los catis, los cayas, los copang, los dólares, los sequin, el sarafi, los mamoudis, los niscifs, los patacos, las pagodas, los sultaninos, y los yarembecs, y también las preciosas conchas llamadas zimbis o cauris, que los negros ribereños de Kouara y del Korourou cambian por los besos de las negras de gruesos labios. ¡Prodigioso montón deslumbrante y sonoro! Embriagado, Anselmo lo contemplaba, lo tocaba, lo besaba, el oro cegando sus ojos, el oro llenando sus manos; luego tras haber quitado su ropa, y sin camisa, se precipitó hacia el cofre, ancho y largo como una bañera, y se hundió en él, dando vueltas, martirizándose, desgarrándose, feliz de herirse donde las monedas entraban en unas sangrientas huchas; tanto fue así que al fin, roto por el exceso de gozo, cayó en éxtasis con un estertor dulce, y, conservando bajo sus pupilas cerradas la deslumbrante visión, se quedó dormido completamente desnudo sobre ese oro, como un amante extenuado de amor.
Entonces, en el silencio nocturno, se produjo un pequeño ruido deslizante y chirriante; un cristal de la ventana se soltó; una cabeza, unos hombres, un busto se insinuaron lentamente en la habitación. Era Juan, el otro avaro que entraba. Con un paso sordo y las manos hacia adelante por temor a algún ruido delator, caminó hacia el cofre donde la lámpara iluminaba, entre el fulgor de las monedas, la desnudez del durmiente. Éste se había dado la vuelta sin despertar; roncaba acostado sobre la espalda. Juan extrajo de su bolsillo un largo cuchillo, muy largo, muy puntiagudo, que brilló: se puso de rodillas, silencioso, con mucha precaución, como una madre que vela sobre una cuna; levantó el arma, manteniéndola firmemente sujeta por el mango. Pero vaciló durante un instante. Realmente había en sus ojos piedad. Entre esos dos hombres, en el que uno había venido para asesinar al otro, sin duda existían unos lazos que el tiempo no había podido del todo romper; recuerdos de peligros compartidos, remordimientos por los mismos crímenes, lo que dejan de camaradería las viejas complicidades. ¡Bajo un estremecimiento de la lámpara el tesoro brilló como un brasero que el viento reanima! Juan no dudó. Hundido de un solo golpe, el cuchillo atravesó la carne y el corazón, de tal modo que la punta se rompió sobre las monedas al traspasar el cuerpo. Anselmo estaba muerto, sin un suspiro, sin un movimiento; solamente un borboteo de sangre le subió a la garganta. Luego, un cadáver, que Juan levantó y acostó sobre la cama. Hecho esto, se arrojó hacia el cofre con ardor, – ¡no tenía nada que temer ahora! – tomó a manos llenas las piezas de oro, de plata, de cobre, llenó una gran bolsa que había traído; y, cuando salió de la casa, con la espalda curvada bajo el enorme fardo, – habiendo abierto las puertas con las llaves robadas, – unas llamas, tras él, subían por los muros ya en un intenso crepitar, se izaban entre los pliegues de las cortinas, lamían las sábanas de la cama, lamían la piel del muerto, le iluminaban la barba y los cabellos.

III

Dado que nadie había visto a Juan introducirse en casa de su vecino en la oscura noche, puesto que nadie lo había entrar en su casa doblado bajo el saco lleno de oro, ¿quién habría podido sospechar el doble crimen de haber matado al hombre y haber incendiado la casa? La investigación de los jueces concluyó en accidente; sin duda Anselmo se habría dormido sin apagar la lámpara que, cayendo, había prendido fuego a las cortinas del dormitorio y a la madera de las contraventanas; Después de que los huesos del viejo avaro, encontrados no sin dificultad entre los despojos y las cenizas, fueron sido inhumados en el pequeño cementerio fuera de la ciudad, al pie de la colina, se dejó de pensar en el asunto, como un hecho que se olvida. ¡Seguro de su impunidad, Juan estaba exultante de gozo! pues, a su propio tesoro oculto en un hueco de la pared, había añadido el tesoro de Anselmo; ahora era él quién cada noche, enloquecido, ebrio, ¡contemplaba, tocaba, besaba el prodigioso montón deslumbrante y sonoro! ¡Ah! ¡ah! En verdad todo era para el mejor. Ese imbécil de Anselmo dormía bajo una losa de mármol en el cementerio, frío, descarnado, esquelético, mientras él, Juan, rebosante de vida, se regocijaba en las caricias desgarradoras y deliciosas de las monedas, se extasiaba sobre el oro, en el oro, como un amante extenuado de amor en los brazos de su amante.

IV

Pero un día, inclinándose hacia el agujero del muro donde ocultaba sus riquezas, ¡Juan emitió un grito terrible! Le habían robado, sí, robado. Vacío, el agujero vacío y negro, el agujero que todavía ayer se iluminaba como una magnífica hoguera. Con los ojos desorbitados, los dientes en los labios, los cabellos arrancados en sus puños, no dejaba de gritar con un grito agudo, desgañitado, siniestro, ¡semejante al de un perro herido que aulla! y tal fue este clamor que a través de los macizos muros, los postigos de madera y hierro, las triples puertas flamantes, fue oído en todo el barrio, despertando y sacudiendo a los durmientes que se incorporaron frotándose los ojos. Acudieron en tropel, a medio vestir, hombres, niños y mujeres. «¿Qué ocurre? ¿qué sucede? ¿a quién han asesinado?» y echaron abajo las puertas a causa del lamentable grito que desgarraba las tinieblas, y vieron al avaro, herido, con los ojos ensangrentados, con baba en la boca, que aullaba desesperadamente ante la negrura del agujero vacío. En la incoherencia de su diálogo, podían adivinarse estas palabras: «Me han llevado todo. ¡Ay ¡ ¡ay! me han llevado todo. ¡Es verdad! pero no es posible. Un ladrón no ha podido introducirse aquí puesto que hay barrotes de hierro en todas las ventanas, las puertas cierran bien y yo tengo todas las llaves en mis bolsillos. Fijaos, mirad, las llaves, ¡aquí están! y sin embargo, es verdad, se me ha robado. ¿Quién? ¿Cuando? ¿Cómo? ¿Acaso hay personas que pueden atravesar las paredes, que pueden pasar por el agujero de las cerraduras? ¡Mi dinero! ¡mi oro! ¡mis hermosas monedas de oro! ¡mis cruzados! ¡mis piastras! ¡mis federicos! ¡mis dólares! ¡mis doblones! ¡mis florines! ¿dónde están? ¿quién se los ha llevado? ¿quién me ha arrebatado mi amor, mi dicha, mi sangre, mi corazón, mi vida? » Y en medio de esas vanas palabras gemía desconsoladamente, como un animal que se degüella. De pronto, se calló, se detuvo, palideciendo todavía más, más pálido que los sudarios, resultaba incluso desagradable verlo de tal modo el espanto le contraía el rostro bajo el erizamiento de sus cabellos grisáceos. Sin duda, alguna horrible idea le había invadido el espíritu. Tras un largo silencio, que interrogaba con la mirada el asombro de la muchedumbre también silenciosas, abrió la boca como para expresar ese pensamiento que le había sobrevenido súbitamente y balbuceó: «¿Y si fuese...? ¡oh!... ¿si fuese...?» Pero no acabó, y, tras un estremecimiento de todo su ser, cayó muerto en el suelo, con la cabeza rebotando en el borde del agujero vacío.

V

El año pasado, – mucho tiempo después de esta sórdida aventura, – a causa del trayecto de un ferrocarril que debía atravesar la llanura al pie de la colina, se exhumaron los muertos del pequeño cementerio. Unos enterradores se poyaban con todo su peso sobre unas palancas a fin de levantar una losa de mármol; la losa – bajo la que reposaba Anselmo – se levantó, y entonces los hombres dejaron caer sus útiles, con los brazos levantados, estupefactos, asombrados; pues allí, ante ellos, en la fosa abierta, en el ataúd abierto, resplandecía un prodigioso montón de oro, de plata, de cobre, y, entre todo ese esplendor, las dos manos de un esqueleto estrechaban unos sequins y unas piastras entre sus blanquecinos huesecillos.

 

Traducción de José M. Ramos
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