LA DULCE AMANTE

No es virtud de lo que carece aquella a la que yo pertenezco como la hoja a la tormenta; para mi dicha y gloria, ¡es perfecta! pero lo que sobre todo la hace admirable y especial entre los vivos, es la exquisita dulzura de au alma. En cierta ocasión, paseándonos juntos – a menudo nos sucede alejarnos más allá de las afueras de París, – nos detuvimos en un paisaje repleto de vegetación al borde de un pozo que era el más espantoso torbellino que uno pueda concebir. Entre el circo desgarrado de rocas y hielo giraba torrencialmente el vertiginoso tumulto del agua tronando como un millón de bocas y arrojando al aire un estrépito de un centenar truenos. Viendo todo ese espantoso torbellino espumoso, mi amiga, con una sonrisilla en los labios, quitó un diamante de una de sus orejas – como si fuese una gota de rocío que se deslizaba por un pétalo de clavel, – y lo arrojó al abismo, y, porque ella es, como ya os he dicho, la persona más dulce que existe sobre la tierra, musitó con voz angelical como el sonido de los serafines celestiales: «¿Quieres complacerme, amor mío? Te ruego que vayas a buscarme ese diamante que ha caído en el agua.» Fijaos, no me lo ordenaba, ¡me lo rogaba! Yo quedé confundido por la benignidad que ella deseaba testimoniarme una vez más; y, tras una amplia aspiración de aire, me lancé, según su amable capricho, al agua devoradora y atronadora. Debo confesar que allí experimenté unos minutos comprometidos. Tomado entre las innumerables mandíbulas de la enorme tenaza del pozo, hubiese preferido sin duda encontrarme sentado sobre la hierba florida de los linderos donde revolotean las mariposas. Pero alejé de mí ese pensamiento poco magnánimo; no pensaba en otra cosa que merecer tú sonrisa, ¡oh, mi clemente amiga! ¿Cómo triunfé sobre el agua terrible? ¿Cómo no fui desmembrado contra algún escollo o aplastado entre el encuentro de dos enconadas olas? no sabría dar una explicación verosímil. Lo cierto es que arranqué el diamante de la boca de un monstruo que pasando por allí lo había atrapado de un bocado, y, transcurridos apenas tres minutos, ensangrentado por los cortes, completamente empapado salí del pozo y rodé sobre la orilla ofreciendo con el extremo de los dedos la piedra preciosa reconquistada. A decir verdad, el espectáculo que se me ofreció no dejó de asombrarme un poco al principio. Mi amiga estaba sentada sobre las rodillas de un joven muy bien parecido, y no le prohibía introducir las manos en la melena que ella tiene tan rubia, ni poner los labios en los labios que ella tiene tan rosados. ¡Ah! ¡qué injusto! mi primer pensamiento, ¿podéis creerlo? fue saltar sobre la querida mujer y sobre mi rival, golpearlos, estrangularlos, morderlos. Pero logré dominar mi culpable cólera. Estaba equivocado. Ya había permanecido mucho tiempo bajo el agua, eso era todo. ¡Tres minutos! ¡enorme lapsus! ¿Qué mujer abandonada, – incluso extraordinariamente fiel, – no hubiese en treinta o cuarenta segundos, aceptado los galanteos de de dos o tres jóvenes apuestos? y, en tres minutos, mi amiga, mi más fiel amiga, no me había engañado más que con un solo transeúnte. Mi admiración por su reserva fue tan grande que no podría expresarlo. Evité molestar a la pareja y me oculté discretamente tras un bloque de hielo. ¡Qué recompensada fue mi paciencia! Apenas mi perfecta amante – es cierto que el frío extremo aconseja los corsés cerrados, – permitió abrir bajo una mano legítimamente entusiasta el doble pecado blanco de su pecho, cuando despidió, por apuesto que fuese, al joven hombre, con una mirada y un gesto donde no se revelaba más que el deseo a medias de un próximo reencuentro. ¡Ah! ¡qué fiel! Entonces, – una vez que me rival partió – yo me mostré y ofrecí, lleno de una gratitud que me hacía afluir las lágrimas a los ojos, el diamante encontrado en el abismo a riesgo de mi vida. Tal vez creáis que chorreando de agua espuma y con los cabellos llenos de hierbas, y cubierto de mil pequeños copos, ella se alejó de mi con horror. ¡Qué mal la conocéis! Sin duda, ella apartó su vestido que habría podido mancharse con las gotas, y no tomó la piedra preciosa que le ofrecía mi prudente mano en el extremo del brazo extendido, sino que me miró con aire que nada tenía de cruel y no me reprochó demasiado haber tardado tanto tiempo en obedecerle, no me hizo observar que yo estaba, – semejante a un sucio dios marino – en un estado poco presentable; e incluso creí adivinar en su sonrisa que, pronto, de regreso al albergue de ese país arbolado, ella vacilaría en negarme un beso, yo extasiado y ella bostezando apenas, en la uña rosada de su dedo meñique. ¡Porque ella es tan dulce…!

Traducción de José M. Ramos
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