EN EL SIGLO VEINTIUNO

Es la hora del paseo por el lago. Las dos adorables esposas, extendidas sobre los cojines del coche, se abrigan bajo los cobertores de pieles, bajo la fresca claridad del sol invernal; los cabellos de Laure son dorados, y los de Jane son de ébano azul como las alas de los cuervos. Hace días que no se las ve, tres meses para ser exacto. Después de su bonita fiesta de bodas, donde fue invitado todo el París ilustre y mundano, – su unión no era solamente la de dos exquisitas criaturas, sino que también suponía la unión de dos familias principescas,– fueron a ocultar, en un castillo de Bretaña, cerca del mar, las primeras delicias de su felicidad. ¡Larga y demasiado corta luna de miel! Ahora, están de regreso, vuelven a entrar en la sociedad; la multitud elegante, feliz de volver a verlas, las aprecia y las saluda con un tierno respeto. Pues su amor tiene una leyenda noble y conmovedora. Se sabe que se aman desde hace mucho tiempo, antes de poder confesar que se amaban; que sus padres, – por razones interesadas – no querían consentir su matrimonio. Adorándose, habrían podido enfrentarse a ellos, huir. Pero eran novias honradas que querían conservarse intactas para el lecho nupcial. Tuvieron, a pesar de su desesperación, la paciencia de las auténticas pasiones. Y fue a fuerza de dolorosa resignación y de mudas plegarias como por fin obtuvieron ¡ser la una de la otra! A causa de esta leyenda, se las quiere y se las honra. Todos se descubren cuando pasan, y simpáticos cuchicheos, procedentes de todas partes, las rodean. No se tiene razón al decir que París es egoísta y frívolo, que solamente se interesa por las aventuras escandalosas; sabe hacer justicia a la honradez, a los amores sinceros y regocijarse con las virtudes recompensadas. Sin embargo ellas, en el lento coche, se embriagan de ese dulce triunfo, teniendo la conciencia de haberlo merecido, y responden a los saludos con sonrisas alegres. Pero de repente, Jane frunce el ceño.
–Laure, querida mía, – dice –¿por qué has hecho una señal con la mano a esa amazona?
–¿No la conoces? Es Marguerite de Lizolles, una de mis amigas del internado. Tendremos que invitarla a nuestros bailes.
–¡Desde luego que no! Marguerite de Lizolles es de las que una mujer de tu reputación no debe recibir, incluso ni debiera haberla conocido.
–¿Marguerite? ¿Qué te ha hecho?
Jane vacilaba.
–No sé si debo decírtelo, a ti tan pura y perfecta... Se ha casado.
–¡Y bien! ¿No nos hemos casado nosotras también?
–¡Gracias al cielo, mi dulce ángel! Pero ella se ha casado con un hombre.
–¡Oh! – dijo Laure enrojeciendo.

Traducción de José M. Ramos
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