EN EL SIGLO VEINTIUNO Es la hora del
paseo por el lago. Las dos adorables esposas, extendidas sobre los cojines del
coche, se abrigan bajo los cobertores de pieles, bajo la fresca claridad del sol
invernal; los cabellos de Laure son dorados, y los de Jane son de ébano azul
como las alas de los cuervos. Hace días que no se las ve, tres meses para ser
exacto. Después de su bonita fiesta de bodas, donde fue invitado todo el París
ilustre y mundano, – su unión no era solamente la de dos exquisitas criaturas,
sino que también suponía la unión de dos familias principescas,– fueron a
ocultar, en un castillo de Bretaña, cerca del mar, las primeras delicias de su
felicidad. ¡Larga y demasiado corta luna de miel! Ahora, están de regreso,
vuelven a entrar en la sociedad; la multitud elegante, feliz de volver a verlas,
las aprecia y las saluda con un tierno respeto. Pues su amor tiene una leyenda
noble y conmovedora. Se sabe que se aman desde hace mucho tiempo, antes de poder
confesar que se amaban; que sus padres, – por razones interesadas – no querían
consentir su matrimonio. Adorándose, habrían podido enfrentarse a ellos, huir.
Pero eran novias honradas que querían conservarse intactas para el lecho
nupcial. Tuvieron, a pesar de su desesperación, la paciencia de las auténticas
pasiones. Y fue a fuerza de dolorosa resignación y de mudas plegarias como por
fin obtuvieron ¡ser la una de la otra! A causa de esta leyenda, se las quiere y
se las honra. Todos se descubren cuando pasan, y simpáticos cuchicheos,
procedentes de todas partes, las rodean. No se tiene razón al decir que París es
egoísta y frívolo, que solamente se interesa por las aventuras escandalosas;
sabe hacer justicia a la honradez, a los amores sinceros y regocijarse con las
virtudes recompensadas. Sin embargo ellas, en el lento coche, se embriagan de
ese dulce triunfo, teniendo la conciencia de haberlo merecido, y responden a los
saludos con sonrisas alegres. Pero de repente, Jane frunce el ceño. Traducción de
José M. Ramos |