EL ESCAPARATE

Mirad. El escaparate brillante al sol, y cien pequeños retratos apareciendo detrás del cristal claro que reluce. Hay arzobispos y príncipes, generales y magistrados, tenores y muchachas. Los hombres son bastante feos; las muchachas, para la mayoría, no son bonitas, pero están escotadas; compensan su fealdad mostrando la delantera. Una, demasiado gorda, sentada a horcajadas sobre una silla, fuma un cigarrillo, e inclinándose hacia delante, desborda el dosel; la otra levanta los brazos y baila como una mujer que quisiera ser divertida. Ésta que no tiene vestido, lleva, afortunadamente, una sólida coraza; aquella no lleva nada del todo. Algunas veces puede verse a Adah Menken1 en camisa, sobre una roca. Esta pobre mujer, en la actualidad un esqueleto, todavía muestra sus piernas. La muerte incluso no ha podido sustraerla a la ignominia. Esto es lúgubre como un sepulcro violado, como un sudario horrorosamente levantado. ¡Pero qué es eso! Hay un saldo de fotografías de las que hay que deshacerse. El conjunto, además, es repulsivo: es el económico harén del transeúnte.

Ante el escaparate se agolpa una multitud. Allí se detiene el ocioso de cabeza hueca, en busca de una idea. Un colegial, que acaba de volver a encender su cigarro en el despacho de tabacos contiguo, se levanta sobre la punta de sus pies y contempla, con la boca abierta, guiñando el ojo; cuando se vaya, llevará en su memoria con que ilustrar, durante la noche, las funestas páginas de algún libro hurtado. En otra ocasión, un joven delgado, con el traje arrugado, sin abrigo para el frío, hace un alto ante la tienda y mira largo rato, tristemente, a todas esas mujeres que a él le parecen bellas, ¡pobre diablo, que jamás tendrá a ninguna puesto que les paga! Luego se aleja, apresurando el paso, pues la hora de entrar en la oficina ya ha pasado. Ese día trabajará mal y su noche estará repleta de malos sueños. ¿Sabe usted qué angustias pueden nacer de un solo deseo en un hombre condenado sin remisión a la miseria?

Un respetable caballero se mezcla con el grupo. Tiene cuarenta o cincuenta años; viste de un modo correcto. Su actitud indica claramente que no ha venido expresamente, sino que pasaba, eso es todo, o que espera a alguien que lo ha citado en la esquina de esta calle. No abrirá los ojos de par en par como ese montón de patanes que lo rodean. La mirada que dirige al escaparate es perfectamente indiferente, desdeñosa; puede leerse en ella un poco de desprecio e incluso de asco. Sin embargo algunas veces sus parpados se sacuden con vivacidad, mostrando y ocultando por turno un ojo que se ilumina. Pero eso dura poco. Su sonrisa se acentúa en un gesto que evidentemente quiere decir: «Puajjj! ¡Qué horror!» y se da la vuelta, mirando todavía de reojo.

Luego llegan, con los brazos desnudos, cotorreando y riendo, las muchachas que salen del taller o que vienen de los almacenes. Usted las conoce muy bien. Son las que se encuentran en la calle a la hora del almuerzo, por parejas o por tríos, con la cabeza sin sombrero, la nariz al descubierto, una cinta atada alrededor del cuello; sus vestidos de Orleáns arrugados, muestran un dobladillo roto por los desgastes del codo, y el corsé mal abotonado está agujereado en más de un lugar por la punta negra de una ballena. Llegan, empujan, cuchichean, riendo en la nariz de la gente y, en dos segundos, helas aquí en primera fila, con la frente pegada al escaparate. No se limitan a mirar, comentan los tipos y las actitudes. Están familiarizadas con las de las fotografías. Como jóvenes letrados, para darse importancia, saludan con gesto amistoso y llaman por sus nombre a los hombres ilustres que pasan, diciendo en voz alta: «Fíjate, por ahí va Blanche!» o bien: «Mirá, es Alice.» Y se van como han venido, riendo y cotorreando, tirándose la una de la otra, y su imprudencia se parece a la impudicia. El respetable caballero se aleja al mismo tiempo que ellas. Se podría creer que las sigue si no tuviese un aspecto tan respetable.

Cuando hay estereoscopios2 se hace cola. El estereoscopio, en las tiendas de fotografía, es la sala de los horrores de madame Tussaud3 ; lo que se oculta un poco debe ser muy interesante. Algunos espectadores insaciables ocupan mucho tiempo el puesto conquistado; a menudo hay impacientes e incluso disputas. Otras veces, el ojo sucede al ojo rápidamente, como el viajero al viajero ante la taquilla donde se compran los billetes; ¿se imaginan ustedes la decepción de un hombre que, tras haber esperado durante diez buenos minutos, ve las torres de Notre Dame en lugar de las piernas de la señorita Raymonde, o la cúpula de los Inválidos en lugar de los hombros de la señorita Deschauzas? Ayer, mientras observaba el escaparate, he advertido un estereoscopio del que la gente se alejaba muy rápido, con el aire más engañado del mundo. «Seguro que es algún monumento» me dije, y miré. No era un monumento. Era la Venus de Médicis. «Esto si que es extraño, pues la Venus está desnuda, e incluso mucho más desnuda que las señoritas, sus vecinas,» Yo había hablado en voz alta, sin duda, pues uno de mis amigos que pasaba, me puso la mano sobre el hombro y me dijo, habiendo comprendido: «Sí, sin duda está desnuda, – ¡pero es bella!»

Notas del traductor:

1. Adah Isaacs Menken (1835-1868), actriz, pintora y poeta estadounidense, con una dudosa reputación.
2. Se trata de un aparato que presenta una doble imagen que se mezcla en nuestro cerebro como una sola, produciendo un efecto de volumen y por tanto tridimensional. Fue inventado por Sir Charles Wheatstone en 1838.
3. El Museo de Madame Tussaud es el museo de cera más conocido en el mundo. Posee la colección más grande de figuras de celebridades. La sede central del museo está en Londres, pero también hay establecimientos en Nueva York, Hong Kong, Las Vegas, Ámsterdam y Berlín.

 

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes