LA ESPANTOSA VENGANZA

I

El moribundo, en un balbuceo desmenuzado sílaba a sílaba por el ahogo del estertor, dijo:
–¿Eres… tú… querida… esposa… mi querida… esposa… eres… tú… quién está ahí?
–Sí, amigo mío,–dijo ella.
–Bien… bien… estás ahí… bien…
Y trató de girarse, se giró para poder verla. En la habitación dónde, por prescripción médica, ya no se dejaba entrar más el día del cielo (una lamparilla, más allá de la cama, tenía, sin brillo, la llama nula de un ojo de ciego), como para familiarizar al enfermo con la sombra sepulcral, la joven esposa cerca de la cabecera, en camisón blanco, muy bonita, – al día siguiente se pondría de luto y sería más bonita todavía, – mostraba ese poco de desorden en su peinado, y esa mirada a través de las pestañas mojadas, y esa desolación al sonreír, y esa elegía casi fúnebre de la actitud, bastan para demostrar, incluso a las personas más perspicaces, la sinceridad perfecta de la compasión.
–El doctor… conoce… mi… valor… me ha dicho la… verdad… voy… a morir… pronto…
–¡Amigo mío!
–Es…el…fin…
–¡No! ¡no!
Ella sollozaba, bastante bien. Sin embargo él notó, en un plegamiento furtivo en sus labios, en sus pálidos labios, una especie de desdén que inspira el juego de un actor desigual en su papel, ocultando demasiado poco el «oficio»
–¡Sí!...¡sí!... el fin. Entonces… te he hecho… llamar… enseguida… porque tengo que… hablarte…
Su pecho se ensanchaba, se hinchaba.
–…Hablarte…
Apoyaba la cadencia de cada palabra, tanto más, tanto menos, sobre el trampolín de su pecho, cediendo y alzándose como un acróbata que va a lanzarse.
–…Hablarte…
Y, bruscamente, poderosamente, con una sola aspiración, tal vez la última:
–… ¡para recordarte tus crímenes, todos tus crímenes, y para ejecutar la más espantosa venganza!... ¡oh! ¡una venganza terrible!
Ella se asustó, sinceramente. Lo dedos de un agonizante, en un supremo delirio, pueden encontrar fuerzas inusitadas, ¡asir, desgarrar, estrangular! « ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué os ocurre? » y se alejaba. Pero con una mano la atrapó, la obligó a acercarse, a sentarse sobre la cama, donde la retuvo.
Y habló con claridad.

II

–Durante nuestro noviazgo, en casa de tu madre, en el castillo de Ars-les-Roses, no te gustaba, a pesar de sus diecisiete años, jugar más que a chiquilladas. Cuando entraba en e salón, inesperado, huías llevando contigo una muñeca! Habrías llorado todo el día si el gatito hubiese muerto. Mirabas con ojos de un azul nulo y como virgen de reflejos, tus canarios en su jaula; si se picoteaban, tú no te dabas la vuelta, tal era tu inocencia. Una vez, me dijiste: «Es raro casarse con un hombre. A mí me gustaría casarme con mi hermanita que tiene ocho años.» De modo que se me censuraba casi someter a las brutalidades de la noche de bodas a una niña como tú, que no sabia nada y que estaría asustada, tan cruelmente tal vez, sabiendo…
Ella se había tranquilizado. Él había tenido delirios, eso era todo. Ahora él se iba calmando; y, próximo a dejar de vivir, se regocijaba evocando las jóvenes y felices horas de su vida.
–¡Qué queréis amigo mío! Yo tal vez era un poco ridícula, siendo tan pueril; no era culpa mía. La educación en el convento de las hermanas de la Visitación es muy severa. Es un convento de provincias. Allí no se permite leer, no, ni siquiera libros que se hubiesen obtenido en premio, y en los romances que se cantan, en lugar de amor, hay tambor.
Pero él dijo:
–¡Venga ya!¡tú mentías! ¡todo en ti mentía! y tan mal, que ni un minuto me engañaron tus hipocresías doblemente infantiles. ¡Si, ni un minuto! No, ciertamente, es extraordinario como las mujeres cuentan tanto con la estupidez de los hombres para atreverse a querer abusar de ellos con tan poco arte, con tan poca sutilidad y malas estratagemas. ¡Cómo! ¿Os imagináis, mediocres simuladoras, que nosotros os creemos tales como os mostráis? Pero, mira que sois tontas, sabedlo pues, es solo nuestro consentimiento a vuestros ardides de lo que están hechos los triunfos de los que os enorgullecéis. Y quiero, mediante mi venganza por tus mentiras, arrancarte la ilusión de que estuve sumido en el engaño. Apenas te vi, cuando ya no ignoraba nada de los viles deseos y de los bajos instintos que indicaban, precisamente, el candor exagerado de tus ojos y de tu sonrisa. Tu inocencia, torpe chiquilla, era negada por su mismo exceso. ¡Sobrepasabas los límites! ¡Eras inverosímil! Tus ignorancias del himeneo afirmaban que no se te reservaba nada desconocido; bastaba observar la mirada desprovista incluso de curiosidad con la que, tan niña, considerabas la asexualidad de tu muñeca antes de vestirla, para estar seguro de que las expertas confidencias de las mayores, bajo los castaños del convento, te habían informado minuciosamente sobre las diferencias entre el hombre y la mujer; y, cuando incluso una legítima sospecha no me hubiese hecho entreabrir mi puerta por las noches en el corredor del castillo, donde se deslizaban unos pasos furtivos, cuando incluso no hubiese seguido a una sombra blanca dirigiéndose a tu habitación, hubiese adivinado, aunque solo fuese en la inadmisible y absurda ingenuidad con la que deseabas casarte con tu hermanita, que, – todo el mundo dormido, excepto yo – tu criada de alcoba, puta que sirvió en casa de putas, iba contigo, se sentaba sobre tu cama y te leía en voz baja bajo la lámpara, Félicie ou mes fredaines, y que, después de alguna páginas, detestables amigas, ¡dejabais de leer!
Ella se sobresaltó.
–¡Eso no es verdad! ¡eso no es verdad!
Luego, inclinada, con una cólera en los dientes, cólera más bien de mentiras sorprendidas que por la falta cometida:
–Además, si creías eso, ¿por qué te has casado conmigo?
–Por desgracia, – dijo él – porque más inteligente que las mujeres, y aún descubriendo sus ardides, el hombre es más débil que ellas a causa del amor, ¡y yo te amaba!
Luego él continuó:
–Los días pasaron. ¡Llegó la noche de bodas! En la clara cama de encajes y de pureza yo me acerqué a ti palpitante. Y tu tenías unos miedos adorables porque mis labios buscaban tu boca, porque mis brazos querían estrecharte sobre mi corazón, porque, de una inspiración de todo mi ser, yo aspiraba al indecible éxtasis de toda tu belleza, por primera vez, sobre todo mi cuerpo. Y tu huías, con ruegos, tu tratabas de sustraerte, de escaparte, de deslizarte a otra habitación, ¡oh, mi pequeña, oh mi dulce, oh mi exquisita esposada!...
Ella pensó que, conmovido por recuerdos deliciosos, renunciaría a las ultrajantes sospechas.
–Sí, tenía miedo – dijo ella – un miedo donde mi ternura se mezclaba con dos esperanzas, pero tan terrible sin embargo. Y esa noche tu has debido ver, cruel, cuan mal me había juzgado, cuan digna era de tu confiado amor…
Él exclamó:
–¡Miserable! ¡Ni en uno de esos desaires, demasiado asustados, se dejaba de manifestar la simulación de un espanto que no sentías! La destreza de tu cuerpo evitándome, de tu mano apartándome, revelaba sin lugar a dudas tu perfecta sabiduría de lo que fingías ignorar y de temer a la vez. Tu no tenías, ángel, resistencias de muchacha que no sabe. ¿Por qué? Porque –¡oh ¡vano cálculo del que yo sorprendía la manifiesta estrategia! – era necesario que la ceguera, la enloquecida exasperación de mi deseo me pusiera en un estado tal que no me permitiera discernir que tu pudor, violentamente vencido tiempo atrás mediante la insolencia, un mediodía de tormenta, de algún criado de algún molino en una muela de heno, o traidoramente envilecido bajo las faldas que ocultan la mano, una noche de landau familiar, por algún viejo pariente encendido de quién ninguna indiscreción es de temer, no me había reservado la primera victoria, ¡exigencia y esperanza del caluroso himen!
–¡Mientes! ¡mientes!– gritó ella, con los dedos crispados bajo sus cabellos y las uñas en la piel del cráneo. Pero si tú creías eso, ¿por qué no me echaste de tu cama?
–Por desgracia – dijo él – ¡eras tan bella!
Y todavía la retuvo.
–Sabrás todo. ¡Oh! ¡Cómo me vengo, orgullosa mentirosa! Jamás, jamás, escúchame bien, has conseguido inspirarme fe en tus groseros dobles juegos. ¡Jamás, jamás! No hacía tres días que estábamos casados cuando, en los postres, mi mejor amigo estrechaba tus pies entre sus pies. Tú estabas segura, llena de confianza en la impasibilidad sonriente de tu sonrisa, en la frivolidad indiferente de tus palabras, que yo no dudaba en absoluto. ¡Loca! ¡loca! Yo sabía que él tenía tu pie entre sus pies, e incluso advertí el instante preciso en el que, no sin una habilidad que tu no habrías tenido, él se atrevió con una mano que había recogido la servilleta, a tomar tu pierna y ¡ponerla sobre la suya bajo el mantel! ¿Reías? ¿mirabas el ala de la perdiz que estaba en tu plato? Yo sabía que el calor del deseo te subía desde la pantorrilla al vientre, y del vientre al corazón, y del corazón a tus labios mojados con un poco de champán, como esperaba hacerlo sospechar tu frecuencia bebiendo, bebiendo todavía. Todo lo que has intentado, y conseguido, contra mi amor y mi honor, lo he sabido siempre. Cuando ibas a casa de tu madre, en el verano, a Nogent-sur-Marne, yo sabía que no ibas allí. Cuando ibas a las tiendas del Louvre, sabía que no lo hacías. Cuando ibas a casa de tu costurera o a las matinés de Bodinier, sabía que no ibas. ¡Dios mío! ¡qué mal mentías, pobre mujer! Luego, un día, te recuerdo que en la infatuación de tus acostumbradas aparentes victorias, decidiste burlarte de mí más aún de lo que hasta ese día habías hecho. Ingenua y bonita, con los aires de nuestro noviazgo en el castillo de Ars-les-Roses, me dijiste que, afectada de un escrúpulo a causa de una de mis demasiado intensas caricias, a la que tú no te habías negado, querías ir a una iglesia para obtener la absolución en confesión. Pero puesto que yo no había estado ausente de la falta, no estaría completamente ausente de la remisión. Te acompañaría hasta la iglesia de San Eustaquio; no entraría, tú no exigirías esos, sabiéndome poco devoto; pero yo te esperaría en la puerta, en el coche: y tu vendrías a unirte a mí, una vez cumplidas tus devociones. «De acuerdo» te dije. Y esperé delante de San Eustaquio, del lado de los Halles, sabiendo perfectamente que en la calle Montmartre hay otra puerta, sabiendo perfectamente que en esa puerta te esperaba el Sr. De Argelés en un carruaje; y cuando una hora más tarde, despeinada y con el vestido arrugado por una aventura entre cortinas bajadas, tú subiste al coche donde te esperaba, no dudé en parecer persuadido que la humildad ferviente de las prosternaciones y los impulsos hacia las celestiales piedades, eran las que te habían puesto en ese estado de casquivana. ¡Desde luego, desde luego, cien veces, cien veces, y cien veces habría debido echarte, matarte! Pero repudiarte o matarte me habría privado de ti, y, ofendido, burlado, carnudo, pero no engañado, – ¡todavía te quería, todavía, siempre! Y te dejé, en mi imposibilidad de no poseerte más, con la quimera de tus victoriosas mentiras. Pero hoy, cerca de la muerte, me vengo terriblemente de tu falsedad, revelándote que fue vana, y que fui, no el engañado, sino, en mi propio interés, el cómplice. ¡Ah! pobre mujer, cuya vanidad creía en mi imbecilidad, desengáñate por castigo, y has de saber que, en tu orgullo espantosamente humillado, – pues, siendo mujer, tu concedes más premio a la gloria de tus estrategias que a los placeres que les debes, – ¡has de saber de una vez por todas que aquel de nosotros dos que se ha burlado del otro soy yo!
Entonces ella rechinó los dientes.
Y, rabiosa, con una baba de odio en los labios, dijo:
–¡No! ¡no! ¡tú no sabes todo! Tú no has sorprendido ni adivinado todo! ¡Hay algo, sí, algo que has ignorado, algo que ignoras!...
–¿Lo qué?
Ella se levantó, feroz:
–Escúchame ahora a mí.
Y, tras una mirada a la habitación, hacia las puertas cerradas, inclinada hacia la almohada, susurró:
–¡Escucha! Tú crees, y ese imbécil de tu médico cree también que mueres de una enfermedad de hígado hereditaria. No, no, tú mueres porque…
–¡Porque tú me has envenenado! ¡Lo sé! ¡Lo sé!– jadeó el moribundo.– Tú me has envenenado con arsénico comprado, lo juraría, en pequeñas cantidades en la farmacia de Ars-les-Roses. Tú me has envenenado para casarte con el Sr. De Argelès, más rico que yo, al que tú engañarás como a mí, y que, él también fingirá, puesto que te ama, no ver como te burlas, pero lo verá. Sí, sí, envenenado. Desde hace tres días, ni una de tus miradas hacia mi cama, para acechar el instante en el que, yo dormido, no podrías ser sorprendida acercándote furtiva hacia la taza de manzanilla, no se me ha escapado, ¡traidora! Y antes, apenas has entado en esta habitación, has puesto polvos blancos – upes hay moribundos que no mueren – en la poción de morfina con la que se dulcificarían mis supremas angustias. ¿Denunciarte? Habría deshonrado a los hijos que han recibido de mi el apellido, sino la vida! Y estoy suficientemente vengado puesto que sabes que no has podido ocultarme ninguno de tus crímenes.
En ese momento, entró en agonía y entregó el alma, también satisfecha como se puede estar en semejante circunstancia.

III

Hace un año que está viuda. Está triste, le repulsa divertirse, permanece hundida en inconsolables melancolías. Unos admiran en ella la desesperación en vida de las antiguas Artemisas; otros, escépticos, suponen que su marido, con maldad, mediante un testamento avaro, la privó de la opulencia que esperaba. Todos se equivocan. Ella no añora al difunto y ha heredado una fortuna considerable. Si sufre, si está destinada a sufrir todavía, cruelmente, espantosamente, es porque sabe, es porque no pude dejar de saber, desde las palabras en el lecho de muerte del sutil esposo, que ¡ELLA NUNCA LO ENGAÑÓ!

 

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes