LA FELICIDAD DE LOS OTROS
¡Lo que hay de
bueno en la felicidad de los otros, es que se cree en ella!
Una vez, en un país muy lejano donde las hadas todavía bailaban bajo la luz de
las estrellas, en el lindero del bosque, un pobre miserable, andrajoso, viejo y
feo, casi idiota – triste mendigo de los caminos – vio a un caballero regresar a
su palacio; y ese caballero iba vestido de brocados y oro – pues nadie era más
rico que él – y en ese palacio resplandecían al sol unos muros de jade rosa
incrustados de pedrerías. El pobre miserable pensó que sería muy feliz si
estuviese en el lugar de ese hombre tan rico; y, como antes, sobre el camino una
hada le había regalado un talismán, él no tuvo más que formular el deseo de ser
ese mismo caballero. Pero, habiendo transcurridos pocos días, se vio tan
atormentado por el temor a que unos bandidos se introdujesen en su casa para
robarle sus tesoros, tan inquieto por los hurtos de sus mayordomos y las
disputas de sus herederos, que se sintió el más desgraciado de los seres vivos.
Paseándose, lleno de preocupaciones, por un sendero de su bosque, vio a un joven
campesino y a una aldeana bonita y joven que caminaban cogidos de la mano, que
hablaban en voz baja, que se amaban; y en los ojos tenían una infinita
felicidad. «Desde luego, no desearía otra cosa, pensó él, que estar en el lugar
de ese joven que se pasea con su amante.» Y, por el poder de su talismán, se
convirtió es ese mismo enamorado. Pero pasadas pocas semanas, fue traicionado
por su bienamada, la vio sonreír a otros con los labios y los ojos que él había
creído tan sinceros; y reconoció que ningún infortunio era más cruel que el
suyo. Presa de la más sombría desesperación, se alejó de los bosques y los
campos donde aquella a la que amaba ya no le amaba, y, al llegar a una gran
ciudad, vio un gentío en alegre tumulto. ¡Proferían gritos de júbilo! ¡Se
cantaban tonadas alegres! Se celebraba la gloria de un guerrero que llegaba a la
cabeza de su ejército; el rostro de ese general deslumbraba en la luz bajo las
victoriosas banderas. «¡La verdadera dicha consiste en ser el triunfador que
todo un pueblo aclama!» Y usando todavía su talismán, se convirtió en ese
guerrero colmado de gloria. Pero, después de muy pocos meses, se vio rodeado de
tantos odios y envidias; tantas calumnias intentaron envilecer su virtud
guerrera, negar su valor; se le enfrentaron tan indignos rivales, que llegó a
tener asco a los combates y a los estandartes. Cayó en una profunda depresión.
Atravesando un campo de batalla cubierto de muertos, observó un cadáver, el
cadáver de un hombre muy joven, apenas de quince años, tal vez menos, un niño.
Ese pequeño había sido abatido por alguna bala antes de haber conocido los
falsos placeres y las verdaderas tristezas de la vida. Sobre su rostro pálido y
dulce, donde los ojos eran puros, donde sonreía la boca, había como una infinita
alegría. Entonces, aquél que había sido un rico caballero, un amante feliz, que
ahora era un triunfal jefe, envidió a ese cadáver; y, como el talismán todavía
no había perdido nada de su poder, se convirtió en ese joven muerto. Esa fue la
única vez que no tuvo que arrepentirse del cambio.
Traducción de
José M. Ramos
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