LA FLAUTISTA

A cuatro estadios de Mileto se elevaba un bosquecillo de laureles-rosas, y, en ese bosque, soñaba, bajo la noche creciente, un joven parecido a Dionisio, domador de panteras. Una túnica tintada con la sangre de las conchas de Tiro envolvía su cuerpo esbelto y robusto, y unos largos cabellos ruidos, en bucles soleados, caían sobre sus hombros.
Cuando levantaba la cabeza, las Horas nocturnas formaban corrillos sobre la cima del monte. Tomó su bastón de viaje y se encaminó hacia Mileto. Había flanqueado apenas la puerta occidental de la ciudad, cuando vio a su derecha un majestuoso edifico de mármol. Era el templo de la Afrodita de Mileto. Entró en el templo, lentamente sus pasos resonaron sobre las losas de piedra, y el eco se emocionó con ese ruido. Una llama, nunca extinta, ardía al pie de una estatua de alabastro que era de nieve en la penumbra. Pero la cabeza de esa estatua estaba cubierta por un grueso velo; había sido el deseo, hasta entonces respetado, del escultor, que ninguna mano de hombre jamás levantase ese velo. Sin duda aquél que había tallado a la diosa en el bloque color de lis había estado descontento del conjunto de su obra y no había querido mostrar más que la parte perfecta. ¡Nada era mas bello que el cuerpo de la diosa! Un goce profundo y sereno colmó el alma del visitante. Había visto la Afrodita de Cnide, obra de Praxítles, la Afrodita victoriosa de Lacedemonia, la Artemisa de Arcadia, reina de las ninfas. Había visto los templos de Atenas, que cuentan con tantas diosas de brillante mármol sobre los frontones como mujeres suplicantes hay ante el altar de los sacrificios. ¡Pero nunca su mirada había tenido tantas entusiastas caricias hacia una estatua cómo hacia esa maravillosa aparición de alabastro! Y cayó de rodillas con el fervor apasionado que la contemplación de lo Bello inspira en las almas superiores. «¡Oh, dijo prendado, si una mujer ha podido servir de modelo para esta obra divina, y si esa mujer todavía existe, yo la poseeré! ¡Qué un día, una hora solamente, un cuerpo de carne tan perfecto como ese cuerpo de mármol palpite entre mis brazos, y seré el igual de los dioses!» Permaneció mucho tiempo de rodillas, sumido en el gozo tumultuoso de la esperanza. Un hombre que vigilaba por la seguridad del templo durante la noche, vino a advertirle que se cerraban las puertas y que iba siendo hora de retirarse. El extranjero salió. En la puerta del monumento, bajo las columnatas, frecuentó a las mujeres que pasaban vestidas con largas túnicas; a veces los transeúntes se detenían para mirarlas y algunos se aproximaban para hablarles en voz baja. Pero el joven, lleno de su ensueño, desdeñaba esa noche a las bellas cortesanas.
Una de ellas se le acercó.
– Yo soy Chrysis, dijo; ¿cómo te llamas tú?
–Icarión, respondió él.
–¿Icarión de Frigia? Alabado sea Zeus, pues se comenta que eres rico como el rey de Pont.
–Es cierto.
–Ven pues conmigo, Icarión, y te llevaré a divertirte.
Dichas esas palabras, ella caminó hacia el centro de la ciudad con Icarión siguiéndola, indiferente. De camino, él observó un montículo de tierra poco elevado sobre el que humeaba un montón de leños olorosos a medio consumir.
–¿Qué es eso? preguntó.
–Es la hogeura de Xénila, hija de Démofon. Ayer su cuerpo, completamente desnudo, ha sido expuesto durante dos horas en la plaza pública.
–¿Cual era el crimen de Xénila?
–Se suicidó por una desesperación de amores.
– No había oído decir que fuese costumbre castigar el suicidio.
–Tal vez no sea la costumbre en Frigia, pero en Mileto la regla es así. Hubo un tiempo en que los suicidas por amor eran tan frecuentes que debió promulgarse una ley amenazando de exposición pública, tras el tránsito a la otra vida, a aquellos que se infligiesen una muerte voluntaria. Esta ley, por lo demás, ha tenido excelentes resultados, pues, desde hace diez apenas se cuentan dos o tres hechos de esta índole.
–Tal es el pudor de las jóvenes de Mileto, dijo Icarión, que no vacilan ante la muerte, pero se echan atrás ante la vergüenza.
–Hemos llegado, dijo Chrysis.

II

Doce camas rodeaban una suntuosa mesa, doce camas de ébano incrustadas de pedrerías. Tres bellas muchachas rubias, desnudas hasta la cintura, servían vino de Chio en unas copas talladas; tres jóvenes muchachos vestidos con largas túnicas de lino repartían las viandas en platos de oro. En el fondo de la sala unos músicos con laúdes y cítaras, no esperaban más que una señal del amo para comenzar el concierto; y los convidados, coronados con flores según el rito observado en los festines, chantaban ruidosamente los himnos dedicados al dios que porta el tirso1 . Pero se produjo un silencio repentino cuando Chrysis entró seguida de Icarión.
–¡Sed bienvenido!, dijo Xantippe al frigio. Dos esclavas trajeron una cama incrustada de piedras finas, a fin de que el joven se sentase entre los invitados.
–Y tú, Fénice, añadió el anfitrión, toma tu flauta y canta. Quiero que mi casa sea agradable a mi huésped.
Fénice apareció, alta, sencillamente vestida. Era la más hábil intérprete de Mileto, pero los jóvenes decían que para escucharla bien no debían mirarla. Por desgracia era fea. Bajo sus cabellos ralos y duros como las crines del jabalí, la piel de su rostro era tierna y grisácea: así como la tierra en los días ardientes de la canícula. Ella tomó su flauta de madera de loto y tocó. A veces retiraba de sus labios la embocadura de marfil para cantar. Recitaba las aventuras amorosas de los dioses y que los Inmortales a veces se dignan a compartir en el lecho de los hombres; narraba los escándalos del Olimpo y las disputas de las parejas celestes. Pero de repente cambió de tonada; acababa de percatarse de la presencia del bello Icarión en el momento en el que el muchacho mojaba sus labios en el vino perfumado, y, dejando hablar a los deseos de su corazón, esto es lo que cantaba la flautista:
«¡Oh, joven, oh, apuesto joven, más bello que Lyaios2 , no es en el vino donde debes mojar tus labios!
«La boca de una enamorada es la copa donde tu deseo debe sosegarse. ¿No tienes deseos de besos sabrosos?
«¡Oh joven, oh, apuesto joven, más bello que Lyaios, no es sobre las camas destinadas a los festines donde debe tumbarse tu ligero cuerpo!
«El seno de una enamorada es la almohada ideal para tu cabeza divina. ¿No estás cansado de no ser amado?
«¡Oh, joven, oh apuesto joven, más bello que Lyaios, no te detengas en buscar únicamente la belleza del rostro!
«En verdad, la belleza del rostro encanta a los ojos de los jóvenes; pero no es sobre la frente donde los amantes acogen los más dulces besos.
«Escucha mi ruego, ¡oh joven, oh apuesto joven, más bello que Lyaios!»
Habiendo cantado así, volvió a tomar la flauta, y el dócil instrumento expresó todos los furores del amor. Los invitados se levantaron para aplaudir a Fénice. Pero entonces una gran tristeza invadió el corazón de la intérprete, y he aquí que rompió sobre su rodilla la armoniosa flauta. Pues Icarión no reparó en ella; sus ojos iluminados por la borrachera de los buenos vinos creían ver a cada instante en una lejana claridad, resplandecer el cuerpo de la Afrodita de Mileto.

III

Al día siguiente Icarión fue abordado en la calle por una anciana contrahecha y coja; se apoyaba en un bastón nudoso; su mano enjuta y con la piel amarillenta, parecía la garra de una ave rapaz.
–Icarión, dijo ella, desde ayer solamente que has llegado a Mileto, tu presencia ya ha hecho circular a numerosas devotas hacia el templo de Eros. Esta mañana he visto puertas engalanadas en tu honor con guirnaldas olorosas, y la disposición de las flores mostraban las letras de tu nombre.
–¿Qué puede importarme eso? respondió Icarión.
–Icarión, continúo la vieja, la crueldad es propia de las mujeres pero no es conveniente en los hombres. Cuando las bellas ciudadanas de Mileto, para complacerte, olvidan la retención impuesta a su sexo, ¿cómo puedes hacer gala de una severidad incompatible con el tuyo? Cuando ellas se esfuerzan para ir hacia ti, ¿cómo haces un esfuerzo par huir de ellas? Complace a los Inmortales como sea posible, pues la venganza del Dios que se adora en Tespies3 planearía sobre tu cabeza.
–¿Qué quieres de mí?
–Entre las bellas que te aman hay una que es la más bella y la que más te ama. Ella me ha contado su pena y he prometido trocarla en alegría. Si quieres seguirme, oh bello joven, te conduciría hasta ella.
–Yo no amo más que una mujer en este mundo y no la conozco; tal vez no la conoceré nunca.
–Tal vez, Icarión, en la que te espera encontrarás a la que buscas.
A estas palabras, el extranjero concibió una extraña esperanza; hizo una señal de que quería seguir a la vieja. Ella le puso una venda en los ojos y exclamó tomándolo de la mano: «¡Por la serpiente de los itífalos4 , se creería ver al mismísimo Eros!»

IV

Algunos instantes después, Icarión estaba solo en la oscuridad y en el silencio; una pesada sensación de calor le recorría los miembros, perfumes desconocidos agradaban a su olfato, y una música lejana, acariciadora como la llamada de las sirenas sobre las olas, sonaba dulcemente.
–Icarión puedes retirar la venda.
Obedeció apresuradamente: una mujer, cubierta con un velo de lino blanco, descansaba sobre una alfombra púrpura. En púdica actitud, ocultaba su rostro entre unos cojines bordados: ¿Hay necesidad de ver el rostro de una mujer par saber que es bella? La belleza, flor divina, no tiene, además del destello que deslumbra la vista, otros senderos reveladores? Así pensaba Icarión cuando se arrodilló ante la desconocida diciéndole entre susurros:
–En vano ocultas tu rostro. Aún en contra de tu voluntad, sé todo lo que tus ojos tienen de languidez divina; conozco el esplendor de tu frente; y tu boca melodiosa, lira de dos cuerdas rosas, no me es desconocida. Pero ignoro si tus cabellos son negros o rubios, eso es únicamente lo que me queda por saber. Aparta ese grueso velo y déjame besar tus cabellos oscuros como el trono de Hades o claros como el día naciente.
–No verás mi rostro, dijo la mujer con velo.
–Bien, no importa, te amo. Amo todo en tí, hasta el misterio que te envuelve, hasta el velo que te cubre, pues así te pareces más a la que busco. Tal tú debes ser, tal como la imagino. Ignoraba a donde iba, pero me parece que ya he llegado. Presiento que he alcanzado el indeciso objetivo que perseguía mi sueño. ¡Gracias te sean dadas, o mujer que traes la paz en mi! Sol velado que me iluminas, esfinge encantadora, que debes permanecer desconocida para siempre o que te dignes un día a mostrarte a mis ojos, que me sea o no dado adivinar el enigma misterioso, te amo y te amaré sin descanso.
–Y yo también te amo, ¡oh, mi Icarión!
Como una loba salta sobre su presa, así Fénice jadeante se precipitó sobre el apuesto joven más bello que Lyaios.
–¡Fénice!, exclamó el frigio.
Y con gesto de desprecio la rechazó lejos de él. En vano ella quiso retenerlo, en vano apartó el paño de lino que cubría su cuerpo, diciendo: «¡Mira, soy bella!» En vano lo siguió, lastimera, murmurando: «Me añorarás cuando ya no esté, joven, o apuesto joven, más bello que Lyaios.» Él ya había huido, despeinado, con las mano crispadas y la bilis emergiendo; violentamente tropezaba con los transeúntes; incluso una muralla de bronce no habría sido un obstáculo a su carrera por la prisa que tenía por llegar al templo de Afrodita; y cuando se hubo arrodillado, estremecido ante la estatua de alabastro: «¡Sed misericordiosa, oh diosa, yo imploro mi perdón! pero no lo merezco, pues, loco blasfemo, durante un instante he podido creer que la belleza de una mujer igualaría tu belleza, ¡oh, la más bella de las inmortales!»

V

Como al día siguiente él deambulaba por la ciudad, un dios lo guió hacia la plaza pública. En medio del populacho reunido en torno a un cadalso cubierto con un velo negro, reposaba, desnudo y blanco, el cadáver de Fénice, la flautista. Algunas esclavas arrodilladas vertían lágrimas, proferían lamentos. «¡Desgracia!, ¡desgracia!, decía Chrisys sinceramente conmovida. – así ha muerto mi hija, decía Démophon, padre de Xénila. –¡Pobre Fénice! ¿a quién amaba? preguntó Xantippe. –Amaba a Icarión de Frigia, respondió la vieja Titthé.– ¡Tierra y dioses!, exclamó Icarion cuando pudo observar el bello cadáver, con los costados y los senos desnudos y la cara cubierta con un velo; es la mismísima Afrodita de Mileto. – No, dijo Titthé, es Fénice la intérprete de flauta. Sin embargo debes saber una cosa que solo yo sé: cuando el escultor Xantías vino a Mileto, Fénice se dignó a mostrase ante él completamente desnuda por tres veces, y Xantias hizo una obra maestra.
Icarión no pronunció palabra alguna. Besó la cabeza y se alejó; y mientras se alejaba con el corazón lleno de amarga tristeza, le parecía que una voz le susurraba al oído:
«Me añorarás cuando ya no esté, joven, o apuesto joven, más bello que Lyaios.»

Notas del traductor:

1. Se trata de un bastón forrado de vid o de hiedra, rematado por una piña de pino. Se trata de un símbolo fálico que representa esa fuerza vital que se asocia por lo general con el dios griego Dioniso-Baco.
2. En la mitología griega Lyaios es una denominación del dios Dionisio.
3. Ciudad griega donde se encontraba un templo de adoración a Eros.
4. Los itifalos son una especie de cortejo del dios Dionisio, representados con una erección permanente.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes