LA HAMADRÍA1
AGRADECIDA
I
En tiempos muy
remotos, yo, pastor de ovejas y corderos al servicio de un avaro granjero, y
flautista para mi solaz, erraba por las orillas del Eurotas2 .
Amaba con gran pasión a una virgen de rostro florido como un ramo de rojas
gavanzas, de cabellos más dorados que las gavillas amontonadas en haces en el
carro de los segadores, con la boca sangrante, alveolo escarlata en donde mi
beso hubiese hecho tan dulce miel. ¡Pero que poco decidida estaba Naïs a
concederme sus labios! No es que fuese por naturaleza remisa a las caricias como
se dice de las ariscas ninfas de Artemisa. Más de una vez ella resistió mal,
sobre la linde donde estaba el pasto de sus cabras, los embates de los pastores,
y conseguía regresar sin rubor de la frondosidad de los bosques a donde la había
llevado uno de esos faunos o de esos silvanos, violador peludo, que sin embargo
reducen a la alarma y a las lagrimas, mediante la enormidad de su amor, a las
jóvenes muchachas, incluso las más solícitas. Ella solo se mostraba cruel
conmigo, ¡con qué atroz barbarie! Para enternecerla, en vano le ofrecía, en una
taza frotada con hierbas aromáticas, la primera leche de mi más joven oveja; en
vano iba a coger, sobre las laderas en donde la caída es muy peligrosa, las
raras flores con las que se hacen los ramos que tan bonitos lucen entre el
dorado de los cabellos; en vano le traía, en sus nidos de hojas y de musgos,
pequeñas tortolitas que, sin plumas todavía, ya daban el buen ejemplo del
arrullo: ¡ninguna de mis ofrendas lograba arrancarle algún gesto de gratitud!
Ella aceptaba los presentes, me ordenaba que le hiciese otros, pero nunca un
beso, ni una sonrisa, nunca recompensó la obstinación de mi celo. Y yo me
lamentaba sin cesar a causa del rechazo de Naïs, mezclando mis lágrimas con el
rocío de la mañana, comparando mis llantos con esas gotas de oro que caen de las
dolorosas estrellas, quizás ellas también producto de un amor no correspondido.
Ahora bien, una vez que yo había compuesto un poema en el que ensalzaba los
encantos de aquella me hacía morir de amor, resolví, esperando que lo leyera,
bien esa noche o al día siguiente, escribirlo en la corteza de un abedul; y, con
un acero puntiagudo, comencé a tallar el árbol. Por desgracia, éste se puso a
gemir desde la primera punción. Una mujer con el corazón picoteado por un buitre
o mordido por unos dientes de lobo no hubiese emitido más desgarradores
sollozos, y, el primer día de las Adonías3 , las viudas
desposeídas del joven hombre de hermoso porte no emitirían tan desesperados
gritos. ¡Cómo sufría el pobre árbol! Yo le hacía daño, era yo quién le hacia
daño! pero, a fin de que Naïs pudiese leerlos, –Naïs, la presa fácil de los
pastores y de los sátiros, tan solo esquiva conmigo, – con el objeto de que
fuese sabedora de la humilde dulzura con la que yo imploraba su inexorable
desprecio, continué grabando mis versos en la corteza viva y doliente. Me
parecía que torturaba a un joven ser lastimero, que era el verdugo de una carne
amorosa y dulce; me parecía que mataba un alma; pero no me importó, no tuve
ocasión de sentir remordimientos, tan absorto como estaba en mi deseo por la
joven pastora; y continué esculpiendo el poema en la corteza, ¡entre los gemidos
más amargos y los rabiosos reproches del árbol débil, agonizante!
Cuando acabé, vi acercarse a Naïs.
–¡Oh!, al menos – le dije yo (el abedul continuaba gimiendo) – ¿leerás estos
versos?
Pero sin ni siquiera dirigir una mirada a la corteza, ella dijo:
–Escucha. Me aburre estar vestida con viles telas y vivir en una sórdida cabaña
que tiene por techo hierbas secas y tierra. Esta noche estrangularás al granjero
a cuyo servicio estás. Él guarda numerosas piezas de oro y de plata entre la
paja y los helechos de su catre. Después de haber matado al hombre, cogerás sus
tesoros y nos reuniremos bajo las estrellas, en el recodo del camino que lleva
hacia las ciudades donde triunfan las hermosas hetairas4.
– Pero, – pregunté yo – ¿me amarás después de que haya robado y matado al
hombre?
Ella se echó a reír. Cuando reía, se le veían mejor los dientes. Comprendí que
me sería imposible desobedecerle.
–¡Sea! – le dije.
Llegada la noche, me deslicé en el cuarto del granjero dormido, y me fui de allí
con las manos ensangrentadas, ¡cargado de monedas! Naïs y yo nos reunimos en la
encrucijada de un camino. Ella se había tumbado, un poco cansada, y durmió bien.
No me permitió acercarme a ella. Había exigido que se estableciese entre
nosotros una casta barrera, los montones de plata y de oro, rojos del asesinato.
II
Rica gracias a
mi crimen, se la vio en una carroza tirada por caballos de Tesalia. Llevaba unas
túnicas que habían ensangrentado – horrorosa semejanza de la herida bajo mis
dedos – la púrpura de las conchas de Tyr. Dos flautistas, que corrían delante de
ella, celebraban su reciente gloria, y los hombres jóvenes, se prendaban de sus
mejillas en flor, de su cabellera dorada, de su boca escarlata, y los ancianos
no recordaban haber visto una cortesana tan bella. ¡Oh! ¡cómo triunfaba porque
yo había estrangulado al pobre hombre en su casa! Pero ella no me testimoniaba
ningún agradecimiento por el crimen atroz cometido por su amor. Jamás me
permitió besar la uña rosada de su dedo meñique, la uña semejante el pétalo de
una rosa de pitiminí. Mientras ella abría su puerta a afortunados amantes que
arrojaron sobre su umbral o colgaron en sus paredes guirnaldas suplicatorias, yo
lloraba, con los puños en los dientes, ante la residencia solamente cerrada para
mí. Un día, me dijo:
–¡Déjame, asesino!
No me sublevé, tan dulces tenía los ojos; pensaba que tenía razón despreciando a
un cobarde asesino. ¡Tal vez me hubiese amado si hubiese conquistado en su honor
alguna sublime gloria!
Precisamente los arcontes5 acababan de instituir un concurso
donde combatirían los talentos de los poetas más grandes de la Hélade6.
Aquel que lo ganara entre tantos émulos, sería famoso por todo el universo; las
coronas de su frente estarían jalonadas por la diadema de luz en la cual
resplandeció la frente del dios portador de la lira.
Yo cantaba, en unas estrofas que Corina de Tanagro7 había
inventado antes, a la bella frente y al cruel corazón – solo cruel conmigo – de
Naïs, y triunfé fácilmente; tanto me había acostumbrado a componer nobles versos
a orillas del Eurotas; tanto amaba con un amor inspirador a la joven mujer que
me negaba su boca. Pero cuando, jaleado de un pueblo que celebraba mi nombre,
con la cabeza bajo una corona de laureles, los pies sobre ramos de laureles, me
aproximé a la casa donde vivía mi Naïs, encontré la puerta cerrada; y al día
siguiente supe que la muy malvada había tenido hasta ese día, entre sus ingratos
brazos – porque él había solicitado una mirada impúdica en una esquina de la
calle – al más indigno de los rivales que mi genio había vencido.
Me fui triste, no enfadado. Ella era indiferente, eso era todo, al renombre que
se gana en los poéticos juegos.
Ocurrió que se entabló una guerra entre dos repúblicas. Por mis ardientes
discursos y mis promesas de victoria, logré ser puesto a la cabeza de un
ejercito de combatientes, y desplegué tanta valentía que el enemigo, derrotado y
disperso, sin detenerse, iba a llevar hasta las más lejanas tierras el ilustre
pavor de mi espada. Pero, cuando regresé a la ciudad salvada, supe que Naïs,
antes famosa por mi triunfo en los poéticos combates, y a quien llevaba ahora
belicosas palmas, había partido, desde mi victoria, para reunirse, en la
derrota, con el más cobarde de aquellos que mi coraje había puesto en fuga.
III
Entonces, sin
la esperanza de no ser amado nunca por ella, incluso sin soñar volver a verla,
regresé a las orillas del Eurotas, donde antes había sido pastor de ovejas y
corderos al servicio de un avaro granjero y flautista para mi solaz. ¡Sufría
extrañamente a causa del vano recuerdo de Naïs! Por ella había matado; por ella,
había vencido a los más ilustres poetas; por ella, había puesto en fuga a los
más formidables enemigos: ni una sola vez se había dignado a permitir a mi boca
aspirar el soplo que subía de su querido pecho. ¡Ah!, la cruel, la malvada! A
cambio de todo el bien que yo había querido hacerle, de todo el bien que le
había hecho, ¡cuánto dolor me produjo a cambio! No pudiendo olvidar, erraba
lleno de melancolía, sobre las orillas del pequeño río. Una noche, pasando no
lejos de un árbol enclenque, – un abedul, me pareció, – que se balanceaba por la
brisa, oí una voz muy dulce... Sí, una voz, salida de entre las hojas que me
acariciaba con tiernas palabras, mientras que unos cabellos, desprendidos de las
ramas, me enlazaban con tierno abrazo; fue como si, por todas parte, algo muy
bueno me envolviese, me amase.
–¡Oh! – dije yo, maravillado –¿qué es esto?
La voz, bajo los cabellos, murmuró:
–Soy la hamadría del árbol donde tú grabaste tu poema, la ninfa del árbol que
torturaste. Me desgarraste con un puntiagudo acero, me redujiste a lágrimas y a
lamentos, luego huiste con aquella que no te amaba, y le procuraste, sin
recompensa, todos los honores y todas las glorias. Yo, herida, sufriente y
llorosa, ¡no me he olvidado de ti! ¡Oh! sé que nunca perteneciste a la
afortunada, a la ingrata; pero con la voz y los cabellos te consolaré, sin
esperanza, y siempre te amaré, puesto que ¡tú me has hecho daño!
Notas del
Traductor:
1.
Ninfa de los bosques
2. Río de Grecia, el más importante de Laconia.
3. Época del año correspondiente al mes de julio.
4. Nombre que recibían en la antigua Grecia las cortesanas.
5. Magistrados que ocupaban los puestos más
importantes del gobierno de la ciudad en la antigua Grecia.
6. Como se
designa a la antigua Grecia.
7.Poetisa griega nacida en Tanagro, cerca de Tebas, en el siglo V a.C.
Traducción de José M. Ramos
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