LA HERMANA PÁLIDA

I

Era la única hija del más grande rey de Asia. Como podéis imaginar nada le faltaba de lo que pudiese proporcionar la felicidad a una joven princesa. Vivía en un palacio de jade rosa, donde daba el sol a todas horas; sus hermosos pies descalzos, cuando pasaba de una habitación a otra, languideciente y atendida por sus sirvientes negros, se hundían en las mullidas alfombras que la calzaban con caricias; y a todas horas, unas invisibles orquestas tocaban músicas que habrían maravillado los oídos más delicados. Ni que decir tiene que poseía en cofres hechos de una sola piedra de luna todos los diamantes, todos los rubíes, todos los zafiros que puede soñar la ambición más exigente de una coqueta; se habría podido pavimentar una ciudad entera dispersando tantas piedras preciosas. Sus trajes eran de usar y tirar, y en ellos se habían empleado muselinas de Sririnagor, los ligeras lanas de Cachemira, las finas sedas de Cherbussy y de Ispaban. Pero sobre todo lo que exaltaba con una desmesurada alegría el espíritu de la princesa, eran los maravillosos jardines que rodeaban su palacio. Allí, jamás había caído una gota de agua del cielo que no fuese eternamente azul; allí, las flores más raras se abrían, magnífica y violentas, hinchadas de savia, calentadas por el fiero verano, inclinando sus cálices que lloraban bálsamos; allí, los feroces animales del bosque y de los barrancos, leones, tigres, panteras, eran como cariñosos gatitos que maullaban de placer bajo la mano que los acaricia (se veían de repente, entre un ensanchamiento de cactus, unos movimientos de suaves melenas y las monstruosas sonrisas de las bocas); y sobre las flores ampliamente abiertas, sobre los animales errantes o indolentemente acostados en la tibia hierba, la luz del sol resplandecía con una furiosa magnificencia; todo era dorado, las hojas, los cálices, los guijarros de los senderos y las lejanas brasas del horizonte.

II

Sin embargo la princesa no manifestaba estar satisfecha con tanto esplendor; se la sorprendía sumida en tristes ensoñaciones; era evidente que se aburría y empalidecía, semejante a una rosa rosa que se convirtiese en rosa blanca. Se suponía general que tenía un deseo misterioso, una secreta pena. ¿Pero qué deseo? ¿qué pena? «Oh, mi bien amada hija, decía el viejo monarca, ¿por qué no me revelas la preocupación que te aflige? ¿Acaso no sabes que soy todopoderoso y que, por verte sonreír, llevaría a cabo las más temibles empresas? Si no tienes suficientes piedras preciosas en tus joyeros, solo tienes que decirlo; yo conquistaré el reino de Golconde y el de Visapour para que nunca te falten brazaletes de gemmas ni collares de coral. ¿Pero tal vez deseas casarte? habla sin temor; di el nombre del que ha elegido tu corazón; y pongo al cielo por testigo de que lo tendrás por esposo, sea el heredero del más gloriosos de los soberanos o el bastardo de un leñador que ata gavillas silbando una tonadilla. ¿No? ¿no es el himeneo lo que te preocupa? ¿Tal vez encuentras que el radiante oro solar con el que brillan las jardines no es bastante brillante y sin suficiente calor? Si tal es lo que piensas, no me lo ocultes; pues, a fuerza de hecatombes y templos construidos en honor a los dioses, obtendré – para provocar tu sonrisa – que ellos redobles el esplendor de su sol.»
–Sí, carezco de algo, algo que quiero. Pero ¿qué es? no lo sé, ¡oh! en realidad no lo sé; y muero de un deseo cuyo objeto desconozco.
–¿Qué? – dijo el rey –¿no tienes ninguna idea…?
–No, – suspiraba ella, – ninguna idea precisa.
Luego, con los ojos caídos, con la voz cadente y lejana de alguien que habla en sueños, dijo:
–Tan solo sé que la cosa desconocida que me hace falta, la casa misteriosa cuya ausencia me desespera, es algo blanco y pálido.

III

Aconsejado por los más abnegados y fieles cortesanos, el rey se decidió a hacer viajar a su hija. Tal vez encontrase en algún país vecino o alejado, lo que deseaba de forma tan incierta y amarga; en cualquier caso, las sorpresas y las aventuras de los caminos la distraerían de su melancolía. ¡Nunca se había visto una caravana comparable en magnificencia con la que se formó para el viaje de la princesa! Delante un grupo innumerable de camellos que llevaban las provisiones y los equipajes, entre más de mil servidores vestidos de seda o ricamente armados, entre los que había algunos que tocaban el pífano y los tambores para marcar el ritmo de la marcha, ocho elefantes blancos, avanzando a igual paso, portaban una amplia plancha cubierta de tapices, y toda una casa de varios pisos se elevaba sobre la plancha en movimiento. Detrás de una ventana, con la frente en el cristal, la viajera miraba pasar las ciudades y los paisajes. Por desgracia, por todas partes, bajo la eternidad del azul cegador, ella vio las cabañas doradas por el sol, los oasis dorados por el so, y el oro infinito de los sables y el oro humeante del horizonte. Por todas partes el suelo se abría como desgarrado y mordido por el devastador sol! No valía la pena haber dejado los jardines de palacio para encontrarse en todos los lugares por los que pasaba, el implacable esplendor del perpetuo verano. Incluso cuando debió abandonar la caravana para subir a un navío, el sol no la abandonó, inflamado, furioso, haciendo brillar como una tela de oro la inmensidad del cielo y producir fulgores y destellos en la cima de las olas! La princesa se hundía cada vez más, y sin esperanza, en su irremediable tedio.

IV

¡Pero una tempestad cayó sobre el navío! A pesar de la habilidad del capitán y el celo de la tripulación, fue zarandeado durante más de una semana entre la rabia de las aguas y el viento; en cada momento se esperaba verlo precipitarse en algún abismo bruscamente abierto.
La única que no estaba asustada era la princesa, pues cuesta poco morir a quienes han perdido la esperanza en la vida.
Finalmente, al amanecer del octavo día, la tempestad se calmó. ¿En qué parajes se encontraba la embarcación? El mismo capitán no habría podido decirlo con precisión; era probable que hubiese sido empujado bastante hacia el norte, pues el alba era de una claridad muy pálida, fantasmal, semejando un sol muerto que se levanta sobre las olas y las ilumina con suavidad.
La princesa miraba esa luz fría que la envolvía como en un frescor delicioso. Luego, de repente:
–¡Oh! – dijo extasiada, deslumbrada, tendiendo los brazos hacia la orilla cercana; ¡oh! sobre la pendiente de esta montaña, bajo el día tierno y dulce, ¿qué es esa amplia blancura, allá, misteriosa y desconocida, que sube, sube y se pierde en el cielo palideciente?
Uno de los marineros respondió:
–Es la nieve, Señora.
–¡Nieve! ¡Nieve! eres lo que quería – dijo ella, –y es a ti a quién amaba, hermana mía!
Entonces, pese a que trataron de disuadirla de su proyecto, ordenó desembarcar. Saltó la primera sobre la pálida orilla y se tumbó sobre la nieve, tocándola con sus manos abiertas, besándola con sus labios pronto también fríos. Y, tras un sobresalto, no se volví a levantar. Quedó acostada sobre la blancura, inmóvil, sonriente, más feliz que todos los vivos. Había muerto de su beso a esa nieve, en la delicia de un escalofrío.

 

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes