HIGIENE

Cuando llegué a esa ciudad hacia la que me había conducido el azar de los sueños, no pude impedir experimentar una gran sorpresa, pues me pareció que sus únicos habitantes eran ancianos de muy avanzada edad. Por las calles, donde se abatía el humo de las fábricas, en los umbrales de las casas negras por el hollín, en las ventanas, en los cristales, no se veía ni un rostro joven, sino cráneos calvos y blanquecinos, frentes cubiertas de arrugas, ojos sin vida de donde fluía una lágrima sucia parecida a la última gota de sebo de una lámpara apagada, unas bocas sin dientes cuyos labios chasqueaban, y barbas muy largas del color de la nieve pisoteada. Negociantes que apenas se tenían en pie detrás de sus mostradores medían telas, pesaban el polvo de oro con manos temblorosas de moribundo; vendedores de trajes pasados de moda, de cascos de vidrio, de zapatos remendados, se apoyaban a cada paso en las paredes a causa de la debilidad de sus piernas, anunciando sus mercaderías con voz agónica; vi a un hombre inclinado sobre un gran libro con esquinas de cobre: estaba hasta tal punto cansado que su cabeza caía a cada minuto sobre los folios, emborronando con la nariz o el mentón las cifras que había escrito; en una sala descalabrada donde se impartía justicia, los jueces eran tan viejos y tan viejos los litigantes que desde luego unos y otros entregarían el alma antes del final del proceso. Y, cosa lamentable, ninguno de esos seres mostraba la serena, majestuosa y augusta belleza con la que se adorna la vejez de los héroes y los filósofos semejantes a dioses con cabellos blancos, esa belleza de antepasados que es casi como una religión para los más irrespetuosos adolescentes. No había a mi alrededor más que decrepitud y caducidad, afeadas todavía más por no sé que bajeza moral; todos esos centenarios habían debido ocupar sus días o usar sus fuerzas en sórdidos pensamientos o en viles actividades: y, para que mis oídos no se ofendiesen menos que mis ojos, de todas partes llegaba, – semejante al gorgoteo creciente de una alcantarilla que desborda – ¡un ruido continuo de asmas inveteradas y de antiguos catarros! No, ni una hora, ni un instante más me hubiese quedado en esa taciturna ciudad a donde me habían conducido los pensamientos, si, cuando iba a huir, no apareciese ante mí el más amable espectáculo con el que jamás se ha maravillado la mirada de un viajero.

II

Más allá de las tiendas, de los tribunales, de las fábricas, florecía en el día soleado un bosque de magnolios y grandes laureles rosas, donde la algarabía de las fuentes avivaba al gorjeo de mil pájaros de bellos colores que daban la impresión de ser montones de piedras preciosas volando. Allí, sobre el césped de la linde, en el frescor más lejano de los claros, bajo cunas de lianas entrelazadas, unos hombres jóvenes, tan apuestos que no se podrían imaginar parecidos, se paseaban con sus enamoradas, no menos jóvenes, no menos bellas, hablando en voz baja cerca del cuello; cada palabra pronto moría en un beso. ¡Cuántas parejas felices bajo los árboles en flor! y rumores de vestidos con brocados desapareciendo detrás de la espesura de los matorrales en más soledad y en más misterio. Unos músicos tocaban. Guiado por ese dulce ruido, me acerqué a un templo de mármol rosa: vi a unos adolescentes que tocaban la flauta y el laúd con una perfección tal que sería imposible de describir; al mismo tiempo improvisaban versos, sonetos, rondeles y baladas que unos pequeños pajes arrodillados escribían sobre hojas de papel de Japón; eran los versos más hermosos del mundo. Yo escuchaba, oculto detrás de un árbol, no habiendo oído nunca algo tan delicioso. Escuché durante tanto tiempo que finalmente se hizo la noche en el bosque de laureles rosas y de magnolias, una noche hecha de perfumes, como si la oscuridad hubiese sido el humo de invisibles incensarios. Entonces creí que los adolescentes que tocaban el laúd, los enamorados y enamoradas regresarían a las casas de la ciudad. En absoluto. Se dirigieron, y yo tras ellos, hacia un palacio de alabastro y oro que surgió repentinamente como por arte de magia, y entraron en una sala inmensa decorada de estatuas y pinturas; allí se les sirvió el más magnífico de los ágapes. Se sentaron, comieron en platos de porcelana, bebieron en vasos de cristal de Venecia donde se intensificaba la luz de las lámparas. Cada uno de los hombres tenía a su lado a una joven con los hombros desnudos que a veces le rodeaba el cuello con sus brazos en un ruido de satenes pesados que se deslizan; y, a causa de los buenos vinos, a causa de la embriaguez que emana de las bellas carnes vivaces, ellos tenían, entre los esplendores de los mármoles y las telas, bajo los centelleos de claridad, toda la dicha en sus ojos y toda la gloria en sus frentes. Pero no era su alegría ni su gloria lo que más admiraba. Lo que me extasiaba era su floreciente y radiante juventud, semejante a una amplia eclosión de rosas nuevas, incendiada por un despertar de aurora.
Uno de los convidados se percató de mi presencia y me dijo:
–Siéntate con nosotros. Serás como nosotros somos si no desconoces el arte de las bellas rimas...
– Al menos lo he estudiado – respondí.
–... Y si te gustan las mujeres bellas.
–... ¡Me gustan demasiado! – exclamé.
Sin embargo dudaba en sentarme. Pensaba en los tristes ancianos cuyo aspecto me había horrorizado antes. Imbuido de consejos honestos que las personas serias no dejan de prodigar, temía que tanta caducidad y decrepitud fuese el castigo por una existencia consagrada al arte frívolo y a los besos voraces de bellas personas.
– Lamentablemente – murmuré – no pediría otra cosa que parecerme a uno de vosotros; pero ¿no me convertiré, más adelante, en alguien semejante a uno de vuestros padres?
–¿Nuestros padres?
–Sí, esos ancianos que he visto en las calles, en las tiendas, cerca de las fábricas, en la sala de justicia.
Todos los convidados prorrumpieron en risas.
–¡Esos no son nuestros padres!
Yo insistí:
–Vuestros abuelos. Debería haberlo adivinado.
Las carcajadas se redoblaron.
–¡Eh! no, ¡esos son nuestros hijos!

III

¡Sus hijos!
Como daba muestras de la más completa estupefacción, el que me había hablado en primer lugar se expresó en los siguientes términos:
–Una vez (no sabría decir el mes ni el año, pues han pasado innumerable días desde aquello), una pareja inmortal llegó a esta comarca. ¡Eran el dios Poesía y la diosa Amor! Nos enseñaron el Verso y el Beso. Desde ese momento, olvidando todos los viles deberes y todos los trabajos vanos, las hipocresías, las ambiciones, los lucros, hemos vivido intensamente y furiosamente en la embriaguez de la lira y los labios. Sin descanso y sin dormir, hemos cantado y nos hemos amado. Por los bellos ritmos y las hermosas criaturas, hemos sacrificado, en una alegría incontenible, todo lo que tienta a la imbécil humanidad, dando, sin contar los minutos de nuestra vida, las gotas de nuestra sangre. ¡Hemos sido y somos las briznas de paja, siempre consumidas y encantadas por el doble brasero devorador! Sin embargo tuvimos hijos y quisimos transmitirles las enseñanzas de los dos Inmortales. Por desgracia las nuevas generaciones difieren de las de antaño; además las preocupaciones los absorben. Nuestros hijos, serios, metódicos, precisos, desdeñaron las rimas y las mujeres. ¡Se encogieron de hombros porque dábamos serenatas bajo las ventanas adoradas! Hicieron construir fábricas, instalaron negocios, obtuvieron empleos; les gustaba ser laboriosos, ricos y considerados. Y ahora parecen tener cien años, ellos que se acuerdan aún de sus cunas, mientras nosotros tenemos veinte años, nosotros, los centenarios; ellos titubean y tosen y siempre están dispuestos a entregar el alma, ellos, los sobrios, los apacibles, mientras que nosotros, codiciando rabiosamente las quimeras y las delicias, pródigos de todo nuestro ser, triunfamos robustos, apuestos, felices, en nuestro inagotable vigor. Pues la juventud es el milagroso pájaro que no deja nunca de palpitar bajo el buen sol o las queridas estrellas, ¡toda vez que tiene dos alas sublimes, la poesía y el amor!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes