HOJAS DE ABANICO

I

Blancura en el agua

En los pozos de jade, donde se refleja la palpitación de las estrellas, vaga una blancura, una palidez de carne y luna que tiene la exquisita forma de una mujer; ¿es la Verdad desnuda? ¡No, no es la Verdad, ese adorable cuerpo sin velo, hacia el que caen mis lágrimas incesantemente!
Aquella en la que deslumbra allí, bajo la superficie oscura y clara del agua donde aflora un lis rubio, la nieve de sus senos y su bello vientre liso, fue una parisina que en vida tenía unos ojos de ágata bajo unos cabellos pelirrojos; pero me he visto obligado a ahogarla en el pozo de jade, donde se refleja la palpitación de las estrellas.
¿Por qué la he ahogado? Porque regresó, esta noche de cuaresma, a las cinco de la madrugada; y el perfume de un reciente recuerdo de amor se desprendía de su abrigo, de su vestido caído, de su corsé deslizante, y de su camisa, ¡lamentablemente arrugada! y de su piel aquí y allá demasiado rosada, mientras se desvestía ante el espejo de cuerpo entero donde se reflejaba, vaga, una blancura, una palidez de carne y de luna, que tenía la exquisita forma de una mujer.
«Regresar a semejantes horas, le dije, no es propio de una persona decente.» Sacudiendo sus cabellos que parecían en la habitación como una llama dorada, ella quiso justificarse diciendo que todos los relojes se habían detenido en casa de su amiga, donde había estado jugando al bezigue chino un poco más tiempo que de costumbre. Pero yo exclamé, al igual que un juez: «¿Es esa la verdad desnuda? No, esa no es la verdad.»
Y la llevé, y la ahogué. Pienso que era la decisión más adecuada. Pero la gente del barrio ya no tiene agua para cocinar ni para beber; y hablan de quejarse al comisario de policía; pues yo los alejo de la cisterna, arrojando, como Roland, piedras! ¡Nadie, aparte de mí, nadie conocerá la delicia de ver ese adorable cuerpo sin velo hacia el que caen mis lágrimas incesantemente!
¡En el pozo de jade!

II

El exilio inútil

De lo que se exasperaba el amante demasiado celoso, ¡no era únicamente de verla tan encantadora! Por todas partes, siempre, alrededor de ella, unos estremecimientos y murmullos decían: «¿Eres tú, hermosa Marion? ¡Qué bella eres, Marión!»
En el baile, las carnes luminosas de sus brazos gordezuelos y de sus hombros hacían iluminarse de codicia los ojos y palpitar los párpados; los fracs la seguían, la envolvían, radiante, semejantes a enloquecidos escarabajos; de eso se exasperaba el amante demasiado celoso.
¿Se resignaría a poner vestidos sin escote? Siempre se adivinaría un poco de su cuello blanco; ¿a llevar una máscara? Se percibiría por los agujeros del velo las niñas de sus ojos marrones. ¡El espanto, no era únicamente de verla tan encantadora!
Pues bien, la llevaría a un país extranjero donde no pase nadie! Allí, en vez de jóvenes halagadores, solo habrá grandes árboles centenarios que no flirtean; ¡ni vanos madrigales! Solo el silencio, o bien, por todas partes, siempre, a su alrededor, estremecimientos y murmullos.
¿Pero quién evita su destino? Desde que Marion apareció, los pajarillos del bosque desierto y las ramas y las hierbas y los guijarros de los senderos se conmovieron y maravillaron, y, en su lenguaje, decían: «¿Eres tú, hermosa Marion? ¡Qué bella eres, Marión!»
De eso él se exasperaba.

III

Reliquias

Esas botitas, son las que ella ha puesto el día en el que se disfrazó de hombre; ella había elegido ese disfraz para perderse, ¡perderse en Dios sabe dónde!
Yo he colocado los queridos zapatitos, en un nicho de yeso detrás de una trenza de oro; y si un visitante pregunta: «Señor, ¿qué es eso? – Señor, esas botitas, son las que ella ha puesto.»
Yo siempre había creído que ella no me abandonaría nunca; pero las mujeres a veces cambian de amor, ¡pequeños cerebros volubles! Y ahora estoy solo recordando el día en el que ella se disfrazó de hombre.
Éramos muy pobres, ese día, pero estábamos muy alegres. ¡Ah! ¡qué bonitos dientes y buen apetito tenía almorzando en la pastelería de la calle Saint-Jacques! Era todo candor y ternura. Por desgracia, eligió ese disfraz.
Hace tres años que ha partido, y yo, cada noche, antes de dormir, me arrodillo delante del nicho de yeso, y mi sueño siempre es tomado por la desaparecida, calzada, para ir a perderse, ¡a perderse en Dios sabe dónde!
¡Las botitas!

IV

Entre el monte y el bosque

Más allá del negro balanceo del bosque, el sol se oculta y ya no lo veo; mañana, la aurora se elevará detrás de la negra montaña. ¿Entonces ya no veré jamás, ocultándose, una luz?
A causa de los relatos de los viajeros todavía deslumbrados, sé que unos magníficos metales dorados y rubís, funden, incendian, la noche, las nubes, más allá del negro balanceo del bosque.
En el horizonte, unos precipicios de oro espléndido y de roja gloria, unos torbellinos de llamas se abren maravillosamente cuando el sol se oculta! Y yo no lo veo.
Sería tan dulce sin duda percibir en el cielo, aunque no fuese más que por un instante, un poco de azul celeste y de rosa, antes del aleteo de la golondrina, cuando, mañana, la aurora se levante detrás de la negra montaña!
Pero yo soy el eterno cautivo entre el bosque y el monte; mi mirada en vano intenta atravesar las frondosidades impenetrables o penetrar el sombrío granito; ¡qué! Ya no veré jamás, ocultándose, una luz!
Más allá de la negrura.
 

Publicado en Gil Blas 13 marzo 1888
Traducción de José M. Ramos González
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