EL HORRIBLE
IDILIO
Eran las diez
de la noche. Cerca de la plaza de Anvers. La noche oscura desplegaba un inmenso
hormigueo de estrellas sobre el bulevar exterior semejante a un espantoso río de
sombras entre las líneas paralelas de las farolas de gas que se alejan sin fin.
Por momentos, a pesar de los cabarets próximos y las tascas de donde sale el
ronco tintineo de los cobres, todo era silencio. Pero un silencio inquietantes,
pérfido, que se intuye lleno de palabras malvadas en voz baja. Tu de repente, un
silbido rompió el aire como un cuchillo muy puntiagudo desgarraría una tela en
toda su longitud. Entonces, con la cabeza saliente fuera de la esquina que
formaban dos paredes, el viejo delincuente, el jefe, el padre, preguntó:
–¿Oyes?
Pero la pequeña no respondió.
–Fue Augusto el que silbó.
La pequeña seguía callada.
–¿Es que estás sorda?
Y, de una patada empujó a la chiquilla hacia la acera; trece años, los cabellos
recogidos en dos trenzas sobre una camisola de algodón marrón, unas manos largas
muy delgadas fuera de las estrechas mangas, falda de lana corta, donde el
chapoteo en los arroyos y en el suelo empapado había depositado una costra de
lodo que le cubrían los tobillos desnudos. Bajo el temblequeo del gas de una
farola, algo muy delgado brillaba, color de oro en el dedo anular de la mano
izquierda: una sortija, único lujo en esa sucia miseria, comprada en algún bazar
o robado, robado más bien.
–¡Ya está, ya está, papá!– dijo ella – no me pegues.
–¡Fingías que dormías!
–No, no.
–¿Qué es lo que hacías entonces?
–Miraba.
–¿Dónde?
–Allá arriba.
–¿Allá arriba?
–Al cielo. Es muy bonito, muy bonito, tantas estrellas que titilan, que brillan…
Y levantaba su carita pálida de sufridora, casi sin labios, donde los ojillos
grises, con bordes rosados sin pestañas, brillaron un instante encantados.
Una bofetada le dobló la cabeza; la niña quedó inclinada, sin quejarse. Una
segunda bofetada, y otra rasgaron el aire.
–¡Presta atención! Dijo el viejo maleante; con seguridad fue tu hermano el que
avisó. Alguien se acerca.
–Sí,– dijo ella.
–Caminarás delante…
–Ya sé.
–Hasta la segunda calle…
–¿La de la otra noche?
–Dónde no pasa nadie.
–Bueno.
–Te detendrás para que te hable. Iréis a la calle, conversaréis. Le contarás que
regresabas a casa de tu madre y que te has perdido…
–Ya sé.
–Después, casi de inmediato, gritarás muy fuerte, muy fuerte, como si te
estuviesen matando…
–¡Te digo que ya lo sé!
–Nosotros dos, tu hermano y yo, le caeremos encima, y como sería un turbio
asunto para él, porque eres menor de edad, no le quedará más remedio que
rascarse el bolsillo.
–Bien – dijo ella.
En efecto, alguien se acercaba, girando el ángulo de la plaza de Anvers. Pero no
era – paseante frecuente a esas horas en esos barrios – algún sexagenario obeso,
mofletudo, con el labio inferior colgante, buscador de desenfrenos prohibidos.
No, era un adolescente en uniforme de colegial, un niño. Sin duda, tras una
escapada a alguna cervecería, regresaba a casa de sus padres en Montmartre, o en
los Batignolles. A la luz de una farola, que lo iluminó por completo, apareció
el blanco rosado de un rostro encantador donde el bozo rubio de un claro bigote
sombreaba su boca de un oro ligero. Los labios eran frescos como una pequeña
flor de carne roja: los grandes ojos tenían una dulzura azul, infinita. La
pequeña, encantada, miraba a ese pequeño. Lo miraba, inclinada y levantando un
poco su pálida cara endeble, con el arrobo con el que antes había mirado el
cielo; sin duda lo encontraba tan bonito como las estrellas; ella sonreía
alegre.
–¡Maldita sea! –gruñó el maleante escondiéndose en la esquina.– ¡Un muchacho!
¡ni un centavo!
Pero a medida que el otro avanzaba, vio una cadena de reloj, una gruesa cadena
de oro salir entre dos botones del uniforme, y, muy aprisa, dijo a la chiquilla:
–¡Ve allí ahora mismo!
–¡Oh! – dijo ella.
–¡Vamos! ¡rápido! o te envío allí de una patada en los riñones.
Ella obedeció. Caminó delante del estudiante. Se detuvo en el rincón de la calle
donde no pasa nadie, con un gesto como para permitir el acercamiento. A su vez,
él se detuvo sorprendido. Se observaron sin pronunciar palabra, durante un rato
largo. Ella tenía todo el rostro extasiado. Finalmente ella dijo: « Ven, ven »,
y ambos entraron en la calle.
Augusto, – el que había silbado, – fue a reunirse con su padre. «Esto marcha,
dijo en voz baja el viejo delincuente. Está allí, muy cerca, con la chavala. –
¡Bueno! Dijo el otro. Me fumaré un pitillo; ¿tienes tabaco? – Toma. » Y
esperaron, esperaron mucho tiempo. «Es raro que no grite ya. – Para gritar, dijo
Augusto, necesita tener un motivo, y los jóvenes no son tan lanzados como los
viejos.– ¡Tienes razón!» asintió el padre. Y no hablaron más esperando siempre.
Pero cuando sonaron las once menos cuarto en el reloj del colegio Rollin: « ¡Te
digo que no es natural! ¡quiero ver lo que ocurre! » Y ambos, pegados al muro,
se deslizaron hacia la calle. Pero cuando iban a tomar él ángulo, la pequeña
reapareció; sobre su cara tenía toda la dicha posible; se parecía a una muy
ardiente, a una muy ferviente jovencita que acaba de hacer su primera comunión.
–¿Dónde está? –aulló el padre.
–Marchó – dijo ella. – Por la avenida. Ya debe estar lejos. Le he dado tiempo.
–¿Marchó?
–Sí – dijo ella.
–¡Ah! ¡la muy zorra! ¿Por qué no nos has llamado?
–¿Por qué debería haberos llamado? Estábamos muy bien los dos solos. No le
molestaba hablarme; y me producía tanto placer escucharle. Es muy bueno. Me
decía que me compadecía, que es muy triste ser tan pobre, estar tan mal vestida
a mi edad; me decía también que no me encontraba fea, no fea del todo. Al mismo
tiempo me estrechaba contra él tan suavemente, tan dulcemente; y a menudo me
daba besos. Yo estaba tan contenta que casi me caigo. Él me retuvo, me retuvo
entre sus brazos, mucho tiempo, mucho tiempo. Estaba feliz. Pero después le dije
que se fuera, porque vosotros le hubieseis hecho daño, y ha partido.
Con los dos brazos levantados, el viejo delincuente iba a golpear a la niña.
Pero se detuvo.
–De hecho – dijo – si te ha gustado hacer las cosas con dulzura, está bien, eres
libre de hacerlo. Dame el dinero y la cadena del reloj.
–Ella pareció muy sorprendida.
–¿El dinero? ¿La cadena?
–¡Por el amor de Dios! ¿no se lo has pedido?
–¿Por qué habría de pedirle algo más, puesto que yo estaba tan feliz! Al
contrario, vosotros sabéis el anillo que hurté el otro día en el bazar de la
calle de Ámsterdam, ese anillo se lo he dado. Al principio se negaba a
aceptarlo, porque es muy honrado. Pero cuando supo que era falso, lo aceptó y me
juró que siempre lo conservaría como un recuerdo mío.
Entonces, cuatro puños, – los del padre y los del hermano – cayeron sobre ella,
pesados, encarnizados, despiadados. Pero ella no se quejaba, no lloraba. Y cada
vez que, fatigados un poco, ella podía levantar la frente, sonreía
deliciosamente mirando las estrellas que titilan y brillan. Se hubiese dicho que
ella las agradecía.
Traducción de
José M. Ramos
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