EL HUÉSPED

I

Fue un magnífico discurso. Nunca el Sr. Morgan-Leven, entonces ministro de comercio, había expuesto tan elevados puntos de vista. Desprendida de los áridos detalles técnicos, desarrollada en un muy noble lenguaje, al que la belleza del orador, – de un porte de antepasado, amplia frente alta y barba blanca,– añadía solemnidad, la cuestión se había presentado como lo que era en efecto, amplia, general, fraternal, interesante a toda la familia humana. Desde diversos lados de la Cámara, a cada instante, los aplausos ascendían acompañados de murmullos de admiración, y todos reconocían que ¡jamás más hermoso triunfo se había producido en la tribuna francesa! Pero el fin del discurso estuvo marcado por un incidente singular que ha quedado, creo, en muchas memorias.
«Sí, caballeros, en Francia como en América, en el antiguo continente como en el Nuevo Mundo...»
El Sr. Morgan-Level se interrumpió con aspecto de haber experimentado una contrariedad, ligera sin duda, pero suficiente sin embargo para turbarlo.
Hizo una señal a un ujier que rápidamente subió las escaleras de la tribuna, y, en el gran silencio, se lo escuchó pronunciar estas palabras, de un modo muy natural:
– ¿Ve usted bien ese esqueleto que está sentado en la tercera fila, entre el Sr. Lockroy y el Sr. Madler de Montjau? Vaya a decirle que se retire. Coméntele que lo recibiré en mi domicilio con mucho gusto y que no quiero ofenderlo. Pero debe comprender que su presencia, en este recinto resulta algo fuera de lugar. Vaya, amigo mío.
El ujier retrocedió, estupefacto.
– No, no se moleste, – dijo el ministro.– Ya se levanta y se retira. Está bien, se lo agradezco.
Luego, volviéndose hacia la asamblea:
–Sí, caballeros, en Francia como en Inglaterra, en el viejo continente como en el Nuevo Mundo...

II

Esa noche, el doctor Delton entró sin hacerse anunciar en el apartamento particular del ministro de comercio, – una antigua familiaridad lo autorizaba a proceder de ese modo,– y tendió la mano al anciano que trabajaba apaciblemente, con la barba más blanca bajo la tulipa de la lámpara, en un gran salón sombrío, repleto de antiguas tapicerías, casi sin muebles, austero.
– ¡De entrada mis más sinceras felicitaciones! Se comenta que ha estado usted soberbio. Se habla de usted muy seriamente para que asuma la presidencia de la República. Pero, caramba, ¿qué fantasía lo ha tomado? Yo no estaba allí, pero me han contado el asunto. ¿Qué es esa historia del esqueleto? ¡Un esqueleto en la Cámara! Ha hecho usted una broma que no forma parte de su carácter, y yo no comprendo nada.
–¿Una broma? – repitió lentamente el ministro con la melancólica sonrisa de los viejos que saben muchas cosas.– No. Eso no era una broma. He visto perfectamente el esqueleto, entre el Sr. Madier de Montjau y el Sr. Lockroy. Llevaba puesto un traje negro, y, en su mano descarnada apoyaba su sombrero golpeándolo contra su fémur izquierdo. ¿Qué hora es, mi querido Delton?
– Aproximadamente las nueve.
– Si no tiene usted nada mejor que hacer, quédese conmigo. Tomaremos el té, y le presentaré a mi esqueleto que no tardará en llegar. Generalmente, para distraernos, – pues no habla – jugamos al ajedrez o a las cartas. Esta noche, podremos hacer un «muerto», puesto que seremos tres, añadió el Sr. Morgan-Level con una risilla.
El doctor, caído en un sofá, escuchaba con los brazos colgando. El anciano continúo con voz lenta y seria:
«¿Cree que estoy loco? No lo estoy. Estoy en plena posesión de mi razón. A pesar de mi avanzada edad, mis facultades están intactas, gracias a esta higiene del trabajo mesurado, cotidiano, demasiado olvidado por los hombres de hoy en día. Además, ocupado de cifras y especulaciones precisas, jamás me he visto inclinado a las ensoñaciones quiméricas. Soy lo opuesto a un alucinado. No tengo ninguna superstición. Incluso soy ateo. Sin embargo, es cierto, tengo como compañero, como huésped, como amigo a diario, a un esqueleto. Un esqueleto que camina, se sienta, me tiende la mano, se informa por gestos de mi salud, me da los buenos días inclinando la cabeza. ¡No me pregunte si me explico esta extraordinaria presencia! Simplemente la constato, eso es todo. Estoy ante un hecho imposible al que me he habituado a lo largo de los años. ¡Al principio me enfrenté! ¡Negué mi vista y mi tacto! Estaba equivocado. El ser existe, visible y tangible. ¿Qué quiere usted que haga? La cosa es así. Nada de fantasía. Una realidad que no cuestiono. Para mí lo que sería asombroso ahora sería no volver a ver el esqueleto. Tal vez tuviese miedo si él no apareciese. Forma ya parte de mi existencia. Es como un pariente que se tiene la costumbre de acoger sin prestarle gran atención, como un mueble del que uno se sirve sin reparar en la forma, a consecuencia del uso continuo. Hasta ahora no había hablado de él a nadie, – pues mi huésped respetaba una cierta discreción en su insistencia a avergonzarme, visitándome en las horas solitarias, dudando en precipitar las cosas, igual que una modesta amante que no busca el escándalo. Pero dado que hoy se ha manifestado ante todos, me parece que estoy liberado yo también de mi reserva. Puesto que él se muestra, yo lo confieso; y no veo ningún inconveniente en contarle a usted en algunas palabras la historia de este extraño acoso. Yo tenía dieciséis años cuando se reveló por primera vez. Ingenuo, yo estaba enamorado, y en una fresca mañana primaveral me paseaba con la niña de mis primeros amores por un bosque florido. «¡Quiero esta rosa!», dijo ella. Antes de que hubiese acercado mi mano a la rama, una mano había cogido la flor y me la presentaba, – una mano de huesos, amarillenta y seca, – y el esqueleto me sonreía, amistoso, con una sonrisa sin dientes. Huí de allí, enloquecido de espanto, y, durante dos meses, entre la vida y la muerte, vi el esqueleto siempre, detrás de mi madre, detrás de mi padre, detrás del médico que negaba preocupado con la cabeza. Una vez curado, lo volví a ver, saliendo conmigo, regresando conmigo, viviendo conmigo. Tras haber conocido intolerables terrores, logré no sentir nada cuando me rozaba, cuando me hablaba, sí, sin voz, cuando me miraba, sí, sin ojos. A partir de ese momento, a través de los azares y los trabajos, a través de toda la vida, no dejó de seguirme. Siendo soldado lo tuve por compañero de armas, estudiante por compañero de estudios. No me he casado por miedo a que se acostase cerca de mí en el lecho nupcial. Y, ya se lo he dicho, no me asusta ya. Está ahí, lo admito, consiento en ello, incluso lo quiero; tengo ese esqueleto en mi vida como otro hombre tendría un perro de compañía.
En ese momento se abrió la puerta.
–Señor ministro, dijo Bautista, el esqueleto del Sr. ministro está aquí.
–Hágale entrar, dijo el Sr. Morgan-Level suavemente.
Por la puerta entreabierta lo que entró fue la sombra de la antecámara y nada más.
Pero el anciano se había levantado, y, con una mano, indicaba un asiento al invisible visitante.
El doctor se retiró, y en la antecámara le dijo al mayordomo:
–Está usted cometiendo un error. ¿Por qué se presta a la manía de su señor, que está enfermo? Tal vez contradecirle le curase.
–Pero, señor, exclamó el criado, ¿no ha visto usted el esqueleto? Le aseguro que ha entrado en el salón desde el instante en que se abrió la puerta. Si lo sabré yo que lo introduzco todas las noches.

III

– Al día siguiente, – me dijo el doctor Delton, quién me ha contado esta historia,– quise volver a ver al Sr. Morgan-Level. La especie de enfermedad de la que estaba afectado podía tener curación. Yo deseaba hablar con él, convencerle de su fantasía. ¡Me encontré con las puertas cerradas! Cada vez que me presentaba en el palacete o en el ministerio era tratado como un solicitante más. ¿Tal vez el enfermo, después de librarse a las confidencias, las lamentaba? Sin duda no quería sonrojarse por su debilidad ante aquél al que había hecho la confesión. Yo desparecí una temporada ante esta nueva singularidad. Pero admiraba a aquél que me resultaba imposible encontrar. Su firme actitud en medio de las incesantes variaciones de la política, sus discursos de incomparable valor, y también libros frecuentemente publicados, dónde se ponía de manifiesto un espíritu superior y claro, eran dignos de mi fiel admiración. Acabé por creer, – de tal modo la serenidad de su porte político y de sus concepciones alejaba toda sospecha de desequilibrio intelectual,– que se había vuelto, tras una pasajera crisis, dueño de sí, que se había sustraído a las fúnebres obsesiones de las alucinaciones. Transcurridos tres años, un telegrama, firmado por Bautista, requería mi presencia en el domicilio del Sr. Morgan-Level que estaba a punto de morir. Cuando entré en la habitación del moribundo, el sacerdote se echó a un lado para dejarme pasar. Era un hecho: dentro de algunas horas mi amigo dejaría de existir. Me acerqué a la cama donde el anciano ministro, con los ojos enrojecidos y los labios pálidos, se convulsionaba en los estertores de la agonía. Gritaba: «¡Está allí! ¡Siempre allí! ¡Siempre! ¡Me he equivocado al recibirlo! ¡al acogerlo! Pues ha avisado a los otros, y han llegado todos, innumerables. Esqueletos de niños, esqueletos de mujeres. Todos los exiliados de todos los cementerios. (Tenía estertores al hablar.) ¿Los ve usted, como sonríen cínicamente, sentados en las sillas, entre las cortinas de las ventanas, entre las cortinas del lecho? ¡Socorro! ¡Socorro! me agarran las manos, me toman el pulso. Hay uno que me ofrece una taza de manzanilla, otro que parodia mis gestos de orador en la tribuna. ¡Oh! ¡Sucumbo! hay demasiados. ¡A uno lo quería bien, pero todos me matan!» Y convulsionaba espantosamente, con los ojos desorbitados, mordiendo sus sábanas, envolviéndose en ellas como en un sudario, entre sobresaltos.
–¿Un loco?–pregunté yo.
–¿Un loco? No lo sé.– dijo el doctor Delton que se había vuelto pálido – pues mientras hablaba, mientras convulsionaba, yo no veía, no, no veía la horrible asamblea de esqueletos: pero oía por toda la habitación, entre las cortinas, bajo los muebles, ¡los espantosos chirridos de un montón de huesos invisibles que entrechocaban!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes