EL INDISCRETO

La señora de Buremonde, – en su habitación negra y rosa,– bonito fondo para las blancuras, – se dispone a asearse, manteniendo entre sus dientes la camisa que va a caer, mientras otra camisa espera desplegada sobre el sillón. En un minuto – menos de un minuto, el tiempo de aparecer y desaparecer, como una náyade a flor de agua, en el cristal del espejo, – ¡la hermosa joven estará desnuda! Ya no aprieta los dientes y tiene los labios un poco abiertos; la camisa va a deslizarse... Pero la señora de Buremonde da un grito de espanto, – el grito de una golondrina que tiene miedo, – y, con la boca, las manos y los brazos, retiene la prenda. Ha adivinado, por un ruido de respiración detrás de la puerta, que alguien la acecha. Sí, ciertamente allí, en el salón, un hombre ha puesto el ojo en el agujero de la cerradura, esperando el minuto de la exquisita desnudez. Es horroroso. Y precisamente, Clémentine se ha llevado el albornoz. ¿Qué hacer? ¿Llamar? sí, enseguida. Va a tirar del cordón de la campanilla. Sin embargo piensa. ¿Quién puede estar mirándola? ¿Tal vez Bautista? Ella se ríe en silencio, y mucha piedad se mezcla con algún desprecio. Es cierto, sí, que son dignos de lástima esos pobres mayordomos. Viven en la cruel proximidad de la mujer, en la intimidad de todas sus gracias y de todos sus perfumes. ¿Bautistas? no, Tántalos. A la larga eso debe ser excesivamente penoso. Desde luego, no se sabría admitir bajo ningún pretexto, las condescendencias culpables que el Diablo Cojo reprocha a más de una mundana. ¡Puf! ¡Las muy villanas! ¿Se imaginan una extravagancia semejante? Pero, en fin, sin llevar las cosas al extremo, tal vez se podría, de vez en cuando, sin hacerlo expresamente, sino por casualidad, dar algún consuelo furtivo a esos miserables. ¡Una gota de agua para Tántalo, es mucho! Donde estaría el daño; si una blusa demasiado lentamente cerrada, si una camisa demasiado rápido caída... No, no es Bautista el que mira por el agujero de la cerradura: Ha ido a hacer un recado a casa del costurero. ¿El hijo de la vecina, tal vez? un escolar de catorce años, con brasas en los ojos, que, los días de vacaciones, se deja caer siempre en casa de la señora de Buremonde, para hurtar novelas de la biblioteca. No resulta extraordinario que esos niños miren a las mujeres con aire de resultarles placentero: se aprenden tantas cosas; en Ovidio o en Virgilio, sonrientes y medio desnudas, bajo los laureles rosas o detrás de los sauces, duermen las Venus o huyen las Galateas. La mitología les da ideas. ¿Acaso las camisetas y los brazos sin manchas de las comedias que se representan en los matinés bastan para realizar los sueños de esos jovencitos? pues son hombres, Dios mío, ¡sí! ¿Qué éxtasis sería para ellos reconocer, de pronto, plenamente, en una deliciosa mujer sin velo, la viva quimera de los Inmortales? Puede ser también que Clémentine haya introducido, sin avisar, – es tan despistada, esta Clémentine, – un visitante, algún viejo verde compositor de madrigales, o uno de esos pretenciosos engominados, falsos e idiotas, que hacen la corte con palabras de palafreneros. La señora de Buremonde se rió abiertamente. Qué divertida barbarie, y apropiada para redoblar la rabia de los desengaños, perfecta, inolvidable. ¡Ah, qué más da! Bautista, el colegial, o el Sr. de Puyroche, ella tiene prisa, debe vestirse; además ha podido equivocarse y no hay nadie en el salón; no llama y deja escapar la prenda de sus dientes y, estatua de nieve luminosa que levanta los brazos, se queda de pie, ante el espejo, durante mucho tiempo, sin recato, en su generoso impudor. Pero de pronto se estremece, y, llena de vergüenza, se vuelve rosa por completo, de la cabeza a los pies, y huye cubriéndose con las cortinas de la cama, asustada, gritando «¡Es horrible!» pues, a un ruido de tos en el salón, ha reconocido que el indiscreto tras la puerta es su marido.

Traducción de José M. Ramos
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