LA INÚTIL
PREVISIÓN
Es un hombre
que carga fardos de leña. ¿Carbonero? No, no es carbonero. Hay que decir también
que en realidad jamás ha cargado ni leños, ni carbón, ni ningún combustible.
Pero cree hacer lo que no hace. Penando, gimiendo, sudando, sucumbe. «¡Ah! ¡cómo
pesa!» Y está muy humillado por verse reducido a tan ínfima y pordiosera tarea.
Pues fue apuesto, noble, rico e ilustre, – bastante parecido a los retratos de
la cabellera de Eon, vinculado a la familia real de Transilvania, heredero de un
vendedor de madera de ébano, autor de un soneto perfecto que desde su aparición
el clamor de la aprobación lo mecían como acariciadoras oleadas; y si hubiese
tenido tiempo, habría conquistado el amor de todas las mujeres gracias a la
grandeza, encanto de la gloria y correhuelas en el asta de los estandartes
victoriosos; aún más que ocupado por su belleza, su nobleza, su riqueza y su
renombre, no se le atribuían menos de cinco mil doscientos veinticuatro amantes;
lo que es una cifra.
Y era feliz.
Solo le preocupaba una cosa: la idea de que, un día u otro, próximamente, se
volvería loco. Parece ser que esta aprensión era debida a una profecía de una
echadora de cartas, anciana borracha, una noche, en la fiesta de Montmartre;
también fuese porque no ignoraba la atávica amenaza de su tío abuelo, relegado a
las Pequeñas Casas, por echar la mano, así de súbito y sin razón aparente, a una
ala de perdiz en el plato del rey una noche que cenaba en la corte.
Por otra parte él no se turbaba excesivamente con ese destino hacia la demencia.
¿Qué tenía de espantosa? ¿La locura no es el exilio fuera de toda realidad banal
y estúpida, la entrada en el reino infinito de la ilusión? Quién sabe si las
paradisíacas delicias prometidas por los Libros divinos y merecimientos mediante
la Fe, el Fervor y las Buenas Obras, no son una admirable locura póstuma? Es
cierto que muchos alienados están acosados por crueles inquietudes, mediante
melancólicas ideas fijas; pero eso es les ocurre porque no han sabido darse
cuenta. Del mismo modo que en estado de vejez se puede mediante risueñas ideas,
conversaciones amables, mediante las caricias de una amante tierna y sutil, – y
también por tres vasos bebidos trago tras trago, de la Torre blanco o de
Joannisberg – prepararse agradables sueños, del mismo modo es ocioso para un
hombre hábil y todavía en posesión de su razón, premeditar y disponer una
deliciosa y gloriosa futura locura.
No dejó de hacerlo.
No solamente vivía de hecho una existencia excepcionalmente feliz, sino, que
alzaba su espíritu a las mas maravillosas quimeras tanto como fuese posible;
desde el momento en el que estaba solo, se limitaba a recitarse el soneto que lo
hizo célebre; su alma se esparcía en la humareda de su cigarrillo, y se
imaginaba autor de los más sublimes poemas ya escritos o que se escribirían; y
el entusiasmos de las multitudes lo llevaba al Capitolio, después de haberle
puesto en la frente el laurel de Petrarca; o bien se veía, tal como Victor Hugo,
– pero vivo, – rodeado de todo el océano de la muchedumbre que lo aclamaba, que
golpeaba el aislamiento altanero del Arco triunfal, ¡semejante a una Santa Elena
de inamovible gloria! No le bastaban esas ensoñaciones, tener trescientos mil
francos de renta: sacaba a puñados, en cofres de oro macizo, sonoras cantidades
de pedrerías, y gracias a su caridad como divina, distribuidora de equidad y de
revanchas, florecía y fructificaba la humanidad universal, fecundada por el
chaparrón deslumbrante de la opulenta limosna. ¡Se preocupaba de estar vinculado
a la familia real de Transilvania! ¡He aquí que vale la pena hablar de ello!
¡Vamos pues! él mismo ¡era un principie, y emperador, y sultán, y papa! Al igual
que el borracho del gran Baudelaire, dictaba leyes sublimes; y ganaba batallas,
y liberaba razas; y era el Bien todopoderoso. ¡Oh, meritoria y admirable
quimera! a la que el hombre, que no puede alcanzar sin embargo aspira, y que
Dios, que es capaz de ello, no la consuma: de ahí la inferioridad de este
ultimo. En cuanto a su semejanza con el misterioso o misteriosa de Eon, este
hombre, destinado y consintiendo en la locura, no dejaba nunca de estar
satisfecho; pues la ambigüedad del encanto que ella ofrecía autorizaba la
duplicidad de deseos, y, no solamente, – cosa demasiado sencilla, – permitía a
los hombres creerle caballero y a las mujeres desearlo jinete, pero, en algunos
de aquellos y en varias de éstas, le prometía tal como la antigua tradición
sexual les habría debido prohibir preferirlo; y, radiantes, los fervores del
hijo de Hermes y de Afrodita llevaban legítimas ofrendas al tempo de Eros-Doble.
Sin embargo, tan complejo y tan exquisito como fuese, esta belleza no era
bastante para este hombre que estaría loco. Se soñaba un don Juan arrastrando
tras él el tropel gimiente de Elviras, y el bello Lovelace con las uñas claras,
hermanas de los grifos; también era el Adonis llorado de las atenienses; y el
Antinous llorado de un emperador; y el Roland de las Audes y el Médor de las
Angelicas y el Romeo de las Julietas y el Hernani de las doña Sol, o bien, más
deslumbrante, con la cabeza cubierta de ebrios rayos, la espalda acunada por un
leopardo tachonado de uvas, se adelantaba, entre el aullido desnudo de las
Menades y los cimbales de los Coribantes, él, el apuesto dios Baco, semejante a
Rama, igual que Orfeo, parecido a Ariane, ¡guerrero, vate, mujer y sol!
Ahora bien, en efecto, se volvió loco.
Sonreía. Temprano. Había tomado sus precauciones. En unos intervalos, aun
frecuentes, de lucidez, se frotaba las manos con satisfacción. Incluso se dejó
conducir sin espanto al manicomio; se había debido resolver a este extremo el
día en que, a la fuerza, había querido hacer comer a una princesa danesa, recién
llegada para admirar los cuatro Rembrandt que él tenía en su galería, una rata
que, a cuatro patas, había cogido con los dientes detrás del canapé; y no era
una rata, sino un pequeño excremento negro de gata que hacía secado allí. Pero
él estaba muy tranquilo entrando en el asilo.
Fue desde ese momento cuando cargaba fardos de madera. No es carbonero; en
realidad, jamás ha cargado ni leños, ni carbón, ni ningún otro combustible, cree
que lo hace, penando, gimiendo, sudando. En el mismo patio se encuentra un
antiguo payaso afectado de delirios de grandeza que después de haber recibido
patadas en el culo durante veinte años sin pensar nunca en otra cosa que una
botella bien ganada, ahora es rey; y es necesario, que en la gran sala del
palacio, arda la chimenea cuando vengan los embajadores de Japón. «Vamos, ¡carga
los gavillas y los troncos! – Sí, Majestad!» dice el otro. Y carga madera. Y así
es.
Traducción de
José M. Ramos
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