ISOLINA - ISOLINO

I

Érase una vez que dos hadas se encontraron en el lindero de un bosque cerca de una gran ciudad; una de ellas, que se llamaba Urganda, estaba de muy mal humor porque se habían olvidado de invitarla a las fiestas que se iban a celebrar con motivo del bautismo de la hija del rey; pero la otra, – se llamaba Urgèle, – experimentaba toda la satisfacción posible porque le habían rogado que asistiese e esas hermosas celebraciones; y, entre las hadas, como entre los hombres, se es bueno cuando se está contento y malo cuando se está triste.
–¡Buenos días, hermana – dijo Urgèle.
–Buenos días, hermana – gruñó Urgande. – Supongo que lo habéis pasado muy bien con vuestro amigo el rey de Mataquin.
–¡Mejor de lo que sabría expresarlo! Las salas estaban tan bien iluminadas que se hubiese creído estar en nuestro palacio subterráneo dónde las paredes son de piedras preciosas y los techos de cristal brillante; se sirvieron las viandas más delicadas en platos de oro, sobre manteles de encajes; se vertieron en copas en forma de lis vinos tan perfumados y tan dulces que creía beber miel en las flores; y, después de la comida, jóvenes muchachos y bellas damiselas, tan gráciles y bien vestidas con sedas de todos los colores que se les tomaban por pájaros del paraíso, bailaron unas danzas que eran las más bonitas del mundo.
–Sí, sí, he podido oír desde aquí los violines. Y sin duda, para agradecer una tan agradable hospitalidad, habéis hecho a la pequeña princesa, vuestra ahijada, regalos muy preciosos?
– ¡Por supuesto, hermana! la princesa será bella como el día; cuando hable será como un canto de curruca, cuando ría será como una rosa eclosionada; en fin, no hay perfecciones que no le haya ofrecido; y, cuando tenga edad de casarse, se casará con un príncipe tan guapo y enamorado que nunca se habrá visto tanto encanto ni tanta pasión.
–¡Maravilloso! –dijo Urgande rechinando los dientes. – Yo también quiero mostrarme generosa con vuestra ahijada.
–¡Oh!, hermana, ¡no le concedas un don fatal! No pronunciéis algunas terribles palabras de las que no podríais retractaros! Si hubieseis visto a la princesita en su cuna, tan encantadora y frágil, parecida a un pajarillo sin plumas, si os hubiese sonreído con sus ojitos azules y su boca color de gavanza, quedaríais enternecida y no tendríais deseos de hacerle daño.
–¡Sí, pero no la he visto! Será bella pues como el día, puesto que ninguna hada podría impedir lo que otra ha decidido; tendrá la voz dulce como la de las currucas y los labios como las rosas, se casará con el más apuesto y enamorado de los príncipes; tan sólo que...
–¿Qué? – preguntó Urgèle llena de inquietud.
–Tan solo que desde el momento que se case, la misma noche de bodas, ¡dejará de ser muchacha para convertirse en hombre!
La buena madrina se mostró espantada con esa profecía. Rogó, suplicó, pero Urgande no quiso escuchar nada y se hundió en la tierra con una carcajada sarcástica que espantó a todos los pájaros del bosque. Urgèle continuó su camino, con la cabeza gacha, preguntándose como poder liberar a su ahijada de tan enojoso porvenir.

II

A los dieciséis años la princesa Isolina era tan bella que por toda la tierra no se oían más que ecos de su belleza; aquellos que la veían no podían evitar adorarla, y los que no la veían no dejaban de quedar prendados de todo lo que se publicaba de ella. De modo que, desde todos los países llegaban embajadores a la corte de Mataquin para pedir la mano de la princesa por parte de los más poderosos y ricos monarcas. Por desgracia el rey y la reina, advertidos del futuro prometido a su hija, no sabían que responder; hubiese sido imprudente casar a una señorita que, en la noche de sus bodas, iba se verse tan extrañamente metamorfoseada. Daban largas a los embajadores con mucha diplomacia, sin consentimientos ni rechazos, y se excusaban tanto como era posible. En cuanto a Isolina, a quién se le había mantenido en secreto su cruel destino, no le preocupaba mucho casarse o no; su inocencia no se inquietaba de eso; con tal de que se la dejase jugar con su muñeca y con su perrito en los paseos del jardín real, donde los pájaros le decían: «Vuestra voz es más dulce que la nuestra», dónde las rosas le decían: «Nosotras somos menos rosas que vuestros labios,» ella se mostraba satisfecha, no pedía otra cosa; era como una florecilla que no sabe que debe ser algún día cortada.
Pero un día que estaba ocupada anudando un tallo de corregüela en el cuelo de su caniche que ladraba de gozo, oyó un gran ruido en el camino aledaño; levantó los ojos y vio un cortejo magnífico que se dirigía al palacio, y, a la cabeza del mismo, sobre un caballo blanco que sacudía sus crines, había un joven caballero que tenía tan buen porte y una belleza tan deslumbrante que se le nubló la vista y el corazón casi se le para. «¡Ah! ¡qué apuesto es!» pensó ella; y, meditando por primera vez en tales cosas tuvo que reconocer que si él tuviese la intención de pedirla en matrimonio, no experimentaría ningún disgusto.
El joven caballero, sin embargo, por encima de las floridas matas había visto a Isolina; se detuvo encantado también.
– ¡Quieran las buenas hadas que vos seáis la hija del rey de Mataquín! pues vengo para esposarla, y no hay nada sobre la tierra tan encantador como vos.
–Soy la princesa Isolina, – dijo ella.
No hablaron más, se miraron; a partir de ese momento, se amaron con un cariño tan ardiente que no hay palabras para expresarlo.

III

¡Imagínense el atolladero en el que se vieron sumidos el rey y la reina! En esta ocasión no se trataba de un embajador al que había que responder, sino a su propia hija, suplicando, llorando, jurando que tendría una enfermedad si no se casaba con su enamorado, y que moriría con toda seguridad. Además, el príncipe Diamantino no era de aquellos a los que es fácil rechazar; era hijo del emperador de Golconde, podía lanzar contra sus enemigos cuatro o cinco ejércitos del que uno solo hubiese bastado para destruir varios reinos; había pues un gran temor a su cólera, y no dejaría de irritarse enormemente si le fuese negada la mano de la princesa. Hacerle saber la espantosa suerte reservada a Isoline, sería echar más leña al fuego; él no hubiese dado crédito a un relato tan poco verosímil, hubiese creído que querían burlarse de él. Aunque conmovidos por su hija, y temerosos del príncipe, el rey y la reina se preguntaron si no harían bien en dejar que se produjesen los acontecimientos como si ningún desastre fuese a ocurrir; además podía darse el caso que el hada Urgande, después de tantos años, hubieses renunciado a su venganza. Finalmente, no sin muchas dudas, excusas y retrasos, consintieron en el himeneo de los dos amantes, y jamás se hubiese visto, incluso en una boda real, esposa más bella ni marido más feliz.

IV

A decir verdad, el rey y la reina estaban muy lejos de sentirse tranquilos; tras la fiesta, cuando se hubieron retirado a sus aposentos les fue imposible dormir. A todo instante temían oír gritos, portazos, ver aparecer al príncipe loco de desesperación y espanto. Pero nada turbó la calma nocturna; se fueron tranquilizando poco a poco: sin duda habían tenido razón al pensar que la malvada hada había retirado su profecía; al día siguiente de las bodas, entraron sin demasiada inquietud en la sala del trono, donde los recién casados no tardarían, según la costumbre, en ir a arrodillarse bajo la bendición real y paterna.
Se abrió la puerta.
–¡Hija mía! – exclamó el rey lleno de horror.
–¡Isolina! – gimió la madre.
–¡Ya no soy vuestra hija, sino vuestro hijo, padre! ¡ya no soy Isolina, sino Isolino, madre!
Y, hablando de ese modo, el nuevo príncipe, encantador, orgulloso, con la espada colgando de su cinto, rizaba su bigote con un aire de desafío.
–¡Todo está perdido! –decía el rey.
–¡Qué desgracia! – decía la reina.
Pero Isolino, volviéndose hacia la puerta, y con voz tierna, dijo:
–¡Vamos, venid mi querida Diamantina! ¿Por qué tembláis de ese modo? Me asustaría vuestro sonrojo si no os hiciese más bella.
Pues, al mismo tiempo que la princesa se había convertido en muchacho, el príncipe se había convertido en muchacha; fue así como, gracias a la buena Urgèle, pudo ser frustrada la venganza de la malévola hada.

Traducción de José M. Ramos
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