JEANNE EN
FLOR
I
Era tan bonita
y tan joven, tenía en el rostro unos matices tan tiernamente sonrosados y
emanaban de ella unos aromas tan frescos y delicados, parecidos a los que
tendría la nieve perfumada, que cuando se la rozaba, incluso en pleno invierno,
en la calle o sobre la carretera, uno tenía la impresión de pasar al lado de un
mes de abril.
Sin embargo Jeanne tenía el aire soñador, casi melancólico, una mañana que se
paseaba por el lindero del bosque, donde el sol dora los musgos entre los
ligeros tallos que producen unas sombras temblorosas. Entristecida al verla
apenada, una pequeña hada, vestida de satén lila, con la cabeza no más grande
que una perla, cubierta con un gorro cónico de plata, salió de debajo de una
hoja y dijo con la voz de un grillo que hubiese aprendido a hablar:
–¡Eh! Jeanne, chiquilla, ¿por qué estás tan pensativa? Yo te he dado todo lo que
las muchachas envidian; cabellos color de maíz, ojos color de la malva, unas
mejillas que hacen pensar en leche donde se habría diluido una fresa, y el
caminar ligero de un pajarillo que camina, y la alegría finalmente de escuchar a
los hombres jóvenes, desde que tú estás presente, murmurar extasiándose: «¡Ah!
lo que daría por ser su esposo!» En verdad no puedo explicarme el origen de tus
preocupaciones.
Sin responder, Jeanne suspiró.
– ¿Tal vez sucede – dijo la buena hadita – que vestida de paño marrón, hayas
visto en las tiendas de la ciudad unos terciopelos y telas con las que estarías
contenta de estar engalanada; y quisieras cambiar los zuecos un poco duros para
tus pies desnudos por unos zapatos de satén adornados con grandes hebillas
doradas?
Jeanne suspiró otra vez.
– ¿Estás cansada de comer con tu pan moreno las moras de los matorrales que
tiñen de negro los labios; tu fantasía te ha impelido a degustar la fina
pastelería hecha de crema y de miel que se sirve a los postres en las mesas de
los ricos?
–¡Ah! ¡qué ambiciosa eres, hija mía! ¿En lugar de tener por padre y madre a un
leñador que recogen las gavillas en los bosques, te gustaría ser la hija de un
poderoso monarca, cumplimentada de la mañana a la noche por veinte damas de
honor y bailando con el príncipe de Visapour o el emperador de Golconde, en
salones con paredes incrustadas de piedras preciosas?
–Entonces Jeanne, enardeciéndose, dijo:
–No, madrina. Pero jamás he podido ver una flor, – las flores son tan bonitas, –
sin sentirme celosa, y quisiera ser una violeta del bosque.
La hadita no era una persona que le gustase contrariar a nadie; pensaba que,
cuando se ama a las personas lo mejor es complacerlas enseguida sin objetar nada
a los deseos que éstas formulen.
–¡Que tu deseo sea realizado! – dijo.
Y Jeanne fue una violeta en los musgos dorados por el sol, bajo los ligeros
tallos que forman las sombras temblorosas.
II
Era tan
suavemente olorosa que incluso buscando mucho no hubiese sido posible encontrar
una violeta semejante. Ella se ocultaba lo mejor que podía al pie de un árbol,
entre dos fresales, pero no podía impedir que su perfume se esparciese por el
aire, y todo el día tenía a su alrededor disputas de mariposas y abejas
apasionadas.
Sin embargo no parecía satisfecha; se inclinaba, languideciente, sobre su frágil
ramita; las gotas de rocío de las que estaba mojada por la mañana tenían aspecto
de pequeñas lágrimas. Entristecida por verla apenada, el hada de vestido de
satén lila salió detrás de una brizna de hierba y dijo con su voz de grillo
charlatán:
–¡Eh! violeta, hija mía, ¿por qué estás apenada? ¿No tienes lo que querías?
¿Acaso no eres más encantadora que todas tus hermanas del bosque? En verdad no
puedo explicarme de donde proceden tus preocupaciones.
La violeta suspiró como suspiran las flores.
–¿Será quizás – dijo la buena hada – que te acomodes mal a permanecer acurrucada
en la oscuridad siempre; y te gustaría expandirte libremente al esplendor del
sol?
La violeta suspiró una vez más.
–¿Estás harta del cortejo que forman las mariposas y las abejas; tu fantasía te
ha hecho querer ser rozada por los enamorados de rodillas, que, bajo el pretexto
de buscar flores, entrelazan sus dedos bajo los musgos?
La violeta no dejaba de suspirar.
–¡Ah! ¡qué ambiciosa eres, hija mía! ¿En lugar de vegetar al pie de un árbol
donde el zueco de un campesino podría aplastarte, te gustaría que se te admirase
entre el estadillo y alegría de una fiesta, en una de esos magníficos jarrones
chinos donde están pintados genios con barba dorada y emperatrices en cuclillas
con vestidos de gasa y satén escarlata?
Entonces la violeta, atreviéndose, dijo:
–No, madrina. Pero ahora me parece que la violeta es una flor un poco triste con
su color oscuro y su perfume, en definitiva deja mucho que desear. Recuerdo
haber cogido en un parterre un jacinto fresco abierto cuyo color era el más
bonito que pueda imaginarse; me gustaría ser un jacinto de los jardines.
–No veo inconveniente – dijo el hada.
Y Jeanne fue un jacinto en el soleado parterre, entre unos arriates de boj.
III
Pero siguió sin
estar satisfecha. Tras ser jacinto, quiso ser una peonía; el color de los
jacintos pronto le desagradó. Tras ser peonía quiso ser un lis; encontraba a las
peonías demasiado rojas. Siendo lis quiso ser una rosa; juzgaba a los lis
demasiado blancos. ¡Y no se mostró contenta incluso cuando fue una rosa!
–¡Eh! rosa, hija mía – dijo el hada de gorrito plateado, ¿qué es lo que te
entristece? ¿No han sido cumplidos siempre tus deseos? ¿No eres tan fresca, tan
deliciosamente olorosa como todas tus hermanas del parterre? En verdad no me
puedo explicar lo que te provoca tanta inquietud.
Tras haber suspirado, Jeanne respondió:
– Me gustaría ser una flor tan exquisita como no exista jamás una igual, una
flor más adorable que las violetas, los jacintos, las peonías, los lis y que las
propias rosas, – ¡una flor más bonita que todas las flores!
–¡Bueno! ¡lo hubieses dicho antes! – replicó la buena hada riendo.
¿Y entonces qué ocurrió? Aconteció que, bajo un pase de varita mágica, Jeanne se
convirtió en sí misma, – Jeanne, tan bonita y tan joven, tenía en el rostro unos
matices tan tiernamente sonrosados y provenían de ella unos aromas tan frescos y
delicados, parecidos a los que tendría la nieve perfumada, que cuando uno se
cruzaba con ella, incluso en pleno invierno, en la calle o en el camino, se
tenía la impresión de pasar al lado de un mes de abril. Habiéndose mirado en el
arroyo cercano, no tuvo más remedio que reconocer que había cometido un error
queriéndose transformar; ¡y no deseó otra cosa que ser tomada!
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |