¡JO!

¡Ella decía alegremente la fea palabreja! Tan mona y amable son su cara traviesa y sus ojos de gata que pestañean, las manos en las caderas, el pecho hacia adelante y el cuello que se hincha, parecido al de un pájaro que va a cantar, profería esa palabra tan rápida y tan dispuesta, – ¡Oh! ¡con el arco rosado de sus labios! – que partía como una flecha con emplumado de oro, en un fino silbido de aire, y clavaba. Esa sílaba, ¡joven cazador Amor! era el más seguro rasgo de vuestra aljaba. Y porque ella no ignoraba que decía «¡Jo!» muy bien, decía «¡Jo!» muy a menudo. En cualquier ocasión, a todo el mundo, sin razón aparente, en voz baja, en voz alta, con la rapidez de un diablo que sale de su caja, y, en la impertinencia de una risita que desafía, decía «¡Jo!», más frecuentemente que a los demás, a un hombre que la adoraba y que ella fingía no amar. Cuando él se arrodillaba ante ella, temblando, sumiso, con los brazos levantados de un suplicante que llora, siempre era la dichosa palabra la que ella le espetaba en la cara, inclinándose un poco, llegándole su aliento a los labios. ¡Ah! ¡la exquisita y execrable coqueta! «¡Desfallezco de ternura y muero de deseo! – ¡Jo!, decía ella.– ¡Me descerrajaré el cerebro si usted no consiente en amarme!– ¡Jo! », decía ella inclinándose todavía un poco más, y rozándole con su bonita cara sonrosada completamente demudada de risa, donde los labios eran un beso en flor, donde revoloteaban como pequeñas llamas los estremecimientos de los estremecimientos.
¡Él perdió la paciencia, a causa de esa detestable malignidad!
Una vez, habiéndola sorprendido en el salón de encajes y de sedas, a la hora del cómplice crepúsculo, la tomó entre sus brazos, violentamente, y la enlazó con fuerza, la cubrió de caricias vengadoras, por todas partes, por los cabellos, la frente, los ojos, el cuello, los labios. Ella se debatía, se retorcía, gritaba bajo la boca victoriosa; él no tenía en cuenta esas cóleras de pajarito que se coge en la mano y que quiere defenderse con el pico; él la abrazaba más estrechamente, con más ardor. Entonces, viéndose cerca de estar derrotada, renunció a los esfuerzos de una lucha vana; hubo lamentos y llantos; suplicaba, pedía clemencia. Pero él, triunfante, le dijo: «¡Jo!», redoblando con pasión la andanada de besos.

Traducción de José M. Ramos
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