LAS LÁGRIMAS SOBRE LA ESPADA I En cierta ocasión, cuando el valiente Roland regresaba de
combatir a los moros, escuchó a un sacerdote contar, –mientras dejaba descansar
su caballo en una garganta de los Pirineos, – que, no lejos de allí, un
hechicero era odiado en todo el país por su tiranía y crueldad. Ante ese relato,
el caballo levantó la oreja sacudiendo su crin, dispuesto a emprender el galope,
pues no ignoraba que su dueño por lo común, dejaba poco intervalo entre el
momento en el que se le revelaban tales afrentas y en el que castigaba a los
culpables. Pero el justiciero, paciente ese día, preguntó ampliamente al pastor
de la montaña. Supo cosas muy extrañas. El malvado mago, que habitaba en un
castillo cerca del mar, no se limitaba a despojar a los viajeros, a devastar
campos, a incendiar pueblos, a asesinar ancianos y a violar muchachas; triunfaba
sobre todos los hombres nobles que lo desafiaban con la intención de poner fin a
tantas barbaries; había hecho morder el polvo a los más valerosos; incluso
mediante la huida uno no podía sustraerse a la muerte. Ante el torreón, que el
furioso mar golpeaba de un lado, había montones enormes de huesos roídos por los
animales, blanqueados por la lluvia; y siempre una bandada de cuervos, planeando
y revoloteando bajo el cielo, ponía en la cima de la torre un estandarte negro.
¡El bueno de Roland no pudo impedir reír! ¡no podía creer que un maldito brujo
hubiese vencido a paladines con armadura de hierro y provistos de espada o
lanza! El narrador no sabía lo que decía, o bien aquellos que habían desafiado
al señor del torreón eran unos cobardes indignos del nombre de caballeros, o
unos pequeños pajes habiéndose disfrazado, por diversión, con vestimentas de
guerra. «Señor, dijo el sacerdote, no es por su valor por lo que el hechicero
derrota a todos sus enemigos; ha inventado, gracias a su infernal ciencia, un
arma desconocida hasta hoy que mata a distancia, sin peligro para aquél que la
utiliza. –¿Cómo?» dijo Roland, lleno de sorpresa y sintiendo un asco subir a sus
labios como si hubiese probado una vianda estropeada. El pastor continuó: «Él
evita descender a la llanura y hacer frente a los combatientes, pues sabe que si
ofreciese su pecho, incluso cubierto de bronce, una punta no tardaría en
penetrarle. Se mantiene oculto detrás de su muralla, o detrás de la pila de
huesos amontonados; luego, desde su escondite, una llama sale de repente con un
ruido seco, y, sin tener tiempo de decir un Pater, el caballero que se adelanta
con confianza, cae a tierra con una herida roja en el pecho o en la frente. » II Las nubes de la puesta de sol eran rojas sobre el mar cuando apareció el castillo; se habría podido creer que el horizonte estaba cubierto de la sangre derramada por todos los crímenes cometidos ante esas piedras. Roland se detuvo mirando el horrible habitáculo hacia el que subía, bajo el cielo negro de pájaros graznando, una pálida escalera de esqueletos. Buscaba entre las osamentas un sendero; vio que no había acceso de tan numerosos que eran los despojos humanos allí apilados; imposible llegar hasta el torreón sin caminar sobre la muerte. ¡Ah! generosos guerreros venidos de todos los rincones del mundo para enfrentaros al pérfido hechicero, vos que habéis sido cobardemente abatidos desde lejos por un invisible adversario, ¡cuanto os lamentaba y os honraba Roland en su alma!, ¡cuánto sufría oyendo crujir vuestros huesos sin sepultura bajo los cascos de su caballo! Al mismo tiempo lo iba invadiendo una cólera creciente y terrible; y el deber de vengaros se impuso al de respetaros. ¡Invocó a los dos con Durandal en la mano! Entonces, allá abajo, de entre las piedras, un resplandor brilló acompañado de un estrépito rudo. Un silbido rozó la oreja del caballero. El brujo se servía de su traidora invención. Pero no tuvo la oportunidad de usarla una segunda vez. Bajo el empuje de Roland, que había descendido del caballo, una puerta crujió, gimió, gritó, se abrió entre un desprendimiento de piedras, y, agarrado por la garganta, estrangulado, escupiendo su alma en una blasfemia, el hechicero cayó sobre las losas al lado de su inútil arma, mientras que el valeroso, apenas fatigado, sonreía, contento de sí. Durante ese tiempo los cuervos levantaron el vuelo del torreón que se iluminó con claridad bajo el adiós del sol; fue como si una oriflama de luz y oro sustituyese el negro estandarte. Pero Roland pronto dejó de sonreír. Tras haber rechazado el cadáver con el pie, se inclinó, recogió el arma, la consideró durante un tiempo y la manoseó con disgusto. En efecto se componía de un tubo con dos aberturas; por una entraba la muerte y salía por la otra. El valiente reflexionaba con melancolía. III Cuando llegó la noche, caminó hacia el mar. Allí había una barca, embarcó, rompió la amarra, remó con sus vigorosos brazos hacia mar abierto; el acero de su armadura en el va y viene del cuerpo, relucía bajo las estrellas. ¿A dónde iba? ¿Qué viaje le tentaba en las tinieblas? ¿Cansado de fatigas guerreras, había concebido el proyecto de descansar en una de las islas milagrosas donde bellas hadas acarician con sus ligeras manos y abanican con grandes hojas verdes, a los caballeros dormidos? ¿O tal vez, sabiendo de alguna injusticia bajo cielos muy lejanos, había decidido, fiel a su misión, hacer brillar entre las mentiras y traiciones, la cortante justicia de la espada? No, quería acabar su obra de ese día, incompleta aún. El hechicero yacía sin vida, el castillo derrumbado se alzaba como el enorme y glorioso sepulcro de tantos caballeros vencidos a traición; eso estaba bien; ¡pero no era suficiente! Era necesario que la maldita arma, con la que se golpeaba de lejos, despareciese para siempre y nunca pudiese ser encontrada. Al principio había pensado en destruirla; pero un hombre malvado podría recoger los fragmentos y construir un arma semejante, recomponiéndolos. ¿Ocultarla bajo tierra? ¿Quién sabía si alguien, algún día, por casualidad, no la desenterraría? Lo más seguro era arrojarla al mar por la noche, lejos de la orilla; esa era la razón de que remase hacia mar abierto. Cuando estuvo lejos de la orilla, muy lejos, cuando estuvo seguro de que no podía ser visto, cuando incluso él mismo no veía nada excepto la inmensidad de las olas y la inmensidad del cielo, se levantó, tomó en su mano derecha la diabólica arma, le escupió encima y la lanzó al mar donde se hundió enseguida. Luego quedó pensativo, con su alta estatura que las estrellas iluminaban, lentamente movido por el balanceo de las olas, no se sentía tranquilo, a pesar de lo que había hecho. Se decía que un día u otro, en un futuro próximo o lejano, tal vez se inventasen aparatos semejantes a aquél que él había precipitado en los abismos marinos. Él, que gozaba con las lanzas rotas en el encuentro de los caballos en la batalla, de los choques luminosos de las espadas, de los pechos afrontando pechos, de las rojas heridas próximas a los brazos que las hicieron, tenía la sombría visión de una guerra extraña, donde se odia a distancia, donde aquellos que golpean no ven lo que golpean, donde el más cobarde puede matar al más valiente, donde el traidor azar, entre el humo y el ruido, dispone solo de los destinados. Entonces, mirando a Durandal, que brillaba bajo las estrellas, Roland lloró, lloró durante mucho tiempo; y sus lágrimas caían una a una sobre el leal acero de la Espada. Traducción de José M. Ramos |