EL MILAGRO HISTORIA REAL I En aquél tiempo yo viajaba a pie por las montañas del Tirol, con una mochila a la espalda y un bastón en la mano. Si, extraviado en esas soledades salvajes, un burgués de ciudad me hubiese encontrado al anochecer, en la vuelta de algún sendero que zigzaguea entre las rocas, o en un bosque de pinos frecuentado por las urracas, no hubiese dejado de poner sus piernas en polvorosa, ¡tal era mi aspecto inquietante, con mi rostro tostado por el sol y curtido por el viento, con mis cabellos alborotados y mi barba erizada! Pero si tenía con que espantar a los hombres, – vagabundo, sino bandido,– yo no daba miedo a los lagartos de oro verde alargados, con la cabeza oblicua sobre la superficie lisa de una roca, ni a las currucas grises que pelean a picotazos en un estremecimiento de alas, ni a las mariposas blancas o amarillas, palpitantes en la luz; los animales adivinaban que yo no les quería hacer daño; la ardilla negra, con la cola retraída entre las ramas, mirándome con curiosidad, no tenía intención de huir; e incluso yo podía aproximarme, sin que se interrumpiese el trino procedente de los montones de bloques derrumbados dónde el pájaro misterioso, el ruiseñor de los Alpes, que todo el mundo puede oir y que nadie ha visto, canta su canto claro, lento y puro, desgranado en el silencio como las sonoras notas de una flauta cristalina. II Una vez hube
caminado toda la mañana sobre glaciares, pendientes de nieve, sobre el lecho de
torrentes secos, llegué, no fatigado pero con la sangre fustigada por los
vientos, la cabeza despejada y feliz, a un pueblo cerca de un lago, donde a
mediodía daban las doce en un campanario de tejas rosas donde un gallo de cobre
batía sus alas a cada campanada. La posada era bonita, con su barril de cerveza
y su fachada por donde escalaba un rosal trepador; almorcé al aire libre cerca
del agua verde, tan transparente que podía verse estremecer el acero vivo de las
truchas; acabada mi comida, subí por un sendero de espinos y de moreras en flor
hacia la pequeña iglesia completamente blanca de la colina. III Solo una cosa era digna de entusiasmar a un artista en la solitaria capilla de muros encalados; se trataba no obstante de una obra maestra. ¿Quién había esculpido y pintado antaño ese admirable alto relieve, reliquia, evidentemente, de la iglesia desaparecida? Situado encima del altar mayor, sus oros apenas apagados, sus azules, sus púrpuras, todavía intensos a pesar del antiguo polvo, relucían a pleno día; y, después de los años, no tengo más que cerrar los ojos para volver a verla en un lejano resplandor. Delante los cuatro Evangelistas vestidos con largas túnicas escarlatas o violetas, bajo el vuelo de unos querubines mofletudos de los que no se percibían más que las cabezas y las cortas alas, Dios Padre, vestido con solemnidad, coronado de piedras preciosas semejante a un emperador, estaba sentado en un sillón dorado rodeado de nubes; y María, de rodillas, bajo un mantón azul que descendía hasta las sandalias, tendía los brazos como una suplicante hacia el Señor. Pero ella no lo miraba, volviendo los ojos, unos ojos donde brillaban dos perlas que eran dos lágrimas, hacia la tierra donde nosotros estamos. ¡Ninguna palabra podría expresar la melancólica y ardiente misericordia de esa divina mirada! Para esculpirlos en madera, para revestir de colores a los Evangelistas y a Dios Padre, tan intensos en su majestuosa bondad, había sido necesario la mano de un obrero perfecto, guiada por una alma inocente completamente imbuida de la fe de épocas pasadas; ¡pero qué piedad por los miserables y que amor por los que sufren había debido llevar en él ese artista para poner tanto ruego en los ojos de María! Lo que ella pedía a Dios Padre, en su muda súplica, era desde luego la gracia de algún mortal caído en la tentación por las estrategias del Maligno, y, en el momento que hubiese obtenido el gesto que consiente, ¡que pronto iría, dejando arrastrar su mantón azul de estrella en estrella, a llevar al pecador la buena nueva del perdón! IV Sentado en una
estela, consideré durante mucho tiempo al Señor, los cuatro Evangelistas, la
Virgen; y meditaba con el alma enternecida, sintiendo penetrar en mí algo de la
fe ingenua que había sobrevivido en la obra del maestro desconocido. V Una hora, quizás transcurrió más de una hora. El brazo no se había movido; yo seguía esperando. Pero una avispa que sin duda se introdujo por alguna grieta de un azulejo, revoloteó alrededor de mi cabeza en un rayo de sol. Ese ruido intenso, real, me despertó de mis quimeras. Me levanté sacudiendo mi ensoñación y pensé que me había vuelto loco. ¡Bien loco, en efecto! Tras un último vistazo al magnífico alto relieve, me dirigí hacia la puerta. Ahora, sonreía por mi ingenuidad. Un cepillo de cobre estaba colgado en una columna. «Para los pobres». Extraje de mi bolsillo una moneda y la quise introducir en el cepillo. Calculé mal, y en lugar de entrar por la estrecha abertura, la moneda se deslizó a lo largo de la pendiente de cobre y cayó sobre las losas rodando y atravesando más de la mitad de la iglesia. Yo corrí tras ella. Cuando tras recogerla del suelo me incorporé, me encontré frente al altar lateral que todavía no había visto. Un cuadro lo decoraba, una torpe copia de alguna tela antigua representado a Cristo rodeado por los escribas y los fariseos, y, sobre un rollo desplegado que Jesús tenía en la mano se encontraban escritas estas palabras extraídas de un evangelio: «¿Por qué esta generación reclama una Señal? En verdad os digo que esa Señal no os será dada.» A mi pesar, me estremecí ante el altar al que me había conducido la moneda caída y rodante, y me retiré pensativo. Después de esto he pensado muchas veces en la respuesta que el azar me dio (¿pero existe el azar?) el día en el que pedí un milagro en la iglesia de Saint-Wolfgang.
Traducción de
José M. Ramos |