EL MILAGRO

Había en ese convento – Mazet de Lamporechio tal vez fue jardinero allí – una pequeña monja llamada sor Ninette, de un poco menos de dieciséis años, que era muy devota y también muy enamorada. ¿Devota a quíen? a todos los santos, pero sobre todo a uno muy guapo, a un San Cirilo esculpido que lucía en la capilla; ¿enamorada de quién? no lo sabía, puesto que ningún hombre podía entrar en el claustro; pero ella estaba decidida a mostrarse tan cariñosa como fuese posible con el primer galán que escalase el muro – a condición, sin embargo, de que tuviese bigote, ya que le gustaban particularmente los bigotes; y, si él le propusiese llevársela, «bien, lléveme» le diría. ¡Pero cómo se hacía de rogar el cariñoso desconocido! De modo que una noche se escapó sin hacer ruido del dormitorio y bajó a la capilla sumida en la oscuridad y llena de un recuerdo de incienso, para quejarse a San Cirilo de la soledad en la que se la dejaba consumir. Aunque estuviese todo oscuro, no tardó – acostumbrada a los atrios de la pequeña iglesia –en encontrar el zócalo de la estatua; y, arrodillándose en las tinieblas, dijo: «Por el amor de Dios, ven en ayuda de una pobre muchacha que no podrá languidecer por más tiempo sin entregar pronto el ultimo suspiro. ¡Oh, tú que te apiadas de las almas desconsoladas, ten presente que la mía es también digna de lástima a más no poder! ¡Que tu voluntad sea, oh, mi socorro, concederme un consuelo! Los milagros no te resultan difíciles; si tu quisiera, yo podría encontrar en mi pequeña cama a una persona que me quisiera y que tuviese buenas intenciones. Si es necesario me resignaría a no ser secuestrada, al menos la primera vez; pero que un querido compañero nocturno venga a divertir mi espera; y, sobre todo, que sea, si es posible, parecido a tí, ¡querida estatua aureolada de oro! Sí, que aquél que espero y pido se te parezca, y todos mis deseos se verán colmados.» No creáis que hablaba así para halagar al santo, para alentarlo a que se produjese el prodigio que solicitaba. No, era sincera; ¡hubiese querido un amigo parecido a San Cirilo! y, después de una señal de la cruz – casi con la certeza de ser atendida– regresó a su pequeña cama del dormitorio. ¡Ah! ¡el malvado santo! Allí había una persona entre las sábanas, en efecto, pero era Lina, una novicia bonita y fresca como una flor recién cogida, que había venido, durante el sueño de las monjas, para charlar y reír con su amiga Ninette. ¡Eh! sí, muy bonita, y muy divertida, ¡la encantadora novicia! sabía muchos cuentos que contaba muy bien, también versos de amor que recitaba en voz baja; y para pasar el tiempo por la noche, cuando no se es capaz de dormir, tenía unas ocurrencias que eran completamente divertidas. Pero no era un galán, y no se parecía del todo a san Cirilo. Sor Ninette, riendo, muy bajo, con la novicia, experimentaba mucha cólera contra el bienaventurado que la había escuchado de un modo tan incompleto. ¡Así era como recompensaba la devoción que siempre había tenido por él! Estaba muy enfadada, ¡iba a enterarse ese santo! Y, en efecto, al día siguiente, apenas hubo entrado en la capilla con todas las monjas para el oficio matinal, arrojó una furiosa mirada hacia san Cirilo aureolado de oro. ¡Pero apenas pudo reprimir un grito! Todo tenía explicación; ella no tenía motivos para quejarse; el milagro había tenido lugar tal como ella había solicitado; pues el día anterior se habían cambiado de lugar las estatuas de la capilla, y la imagen a la que ella había rogado en las tinieblas era la de santa Evelina, ¡bonita y fresca como una flor recién cogida!

Traducción de José M. Ramos
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