NIDOS VACÍOS

Por la ventana abierta al sol invernal, mientras el fuego ardía en la chimenea, los dos miraban pasar las nubes por el cielo, lentas y pesadas, con la indolencia de enormes bestias blancas que se revolcarían en la nieve y se lavarían en el arroyo. La pendiente del río, brillante como una tela de satén, se prolongaba entre los esqueletos de los árboles de la amplia avenida hasta el estanque que tenía el aspecto, un poco inclinada, de una muy fina media luna azul. Las colinas, más abajo, donde se elevaban bajo la bruma de los bosques de delgadas ramas, conformaban un lejano infinito, vago y fresco; y las llamas de los leños, entre los cortinajes, proporcionaban en torno a ellos, muy cerca de ellos, un calor íntimo de estancia. Estaban en su casa, en presencia de todo el espacio. Allí, toda la naturaleza, aquí, ellos solos. ¡Qué bella es la inmensidad celeste, tan pura y diáfana que a veces esperamos que se nos aparezcan ángeles! ¡Qué dulce es el recogimiento tierno de dos corazones en la estrechez acariciadora de la habitación amada! Los pequeños paraísos bien valen los grandes cielos. ¡Buenos días, Dios! y se besaban en los labios. Pero, porque ella llevó la hipocresía de la inocencia, –¡ah, maldita!– hasta la ingenuidad perfecta, de pronto dijo, con un pequeño golpe en la mesa: «Quiero ir a buscar pájaros en los bosques.» Él no puso más impedimento que el que estaban en invierno y que no había ni hojas en los árboles ni pájaros en los nidos. Desde hacía tiempo él había perdido el hábito de resistir, incluso de pensar en los caprichos de la atroz chiquilla; a cada uno de los caprichos de Juliette él respondía: «¡Oh, Señor!». Enseguida, con mucha ropa de abrigo, ella corrió, mientras él la seguía a lo largo del pálido sendero, y cuando estuvieron en el bosque formado por oscuras ramas que oscilaban bajo el viento y el frío sol, ella buscó nidos entre la maleza y entre las ramas más bajas, dando brincos y profiriendo grititos de infantil entusiasmo. Encontró unos nidos, pero sin pájaros, nidos de la pasada primavera, donde ni siquiera quedaba una pluma. Continuó buscando; ni un pobre pequeño pinzón sin plumón, ni una curruca medio desnuda, que tiritase abriendo su pico amarillo. «¡Ah! sí, dijo, es que estamos en febrero.» Luego añadió, acurrucándose contra él, mimosa, con aspecto de una niña que tiene miedo de ser golpeada: «¿Soy muy tonta, verdad, y estoy segura que usted se burla de mí?» Pero él respondió con la melancolía de los queridas esperanzas frustradas: «¿Acaso tengo derecho a reírme de vos, Juliette, yo, que bajo la nieve de vuestro corazón vacío y helado como un nido de invierno, acecho desde hace tanto tiempo, en vano, el despertar del pájaro Amor?»

Traducción de José M. Ramos
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