EL NOVIAZGO

I

Cuando la princesa Othilde nació, se produjo gran admiración y asombro: de admiración, porque era la cosita más encantadora que se pueda imaginar; de asombro por que apenas era tan grande como el puño cerrado de un niño. Acostada en una cuna no más ancha que una mano ni más larga que el dedo, se diría un pajarito aun sin plumas en su nido. El rey y la reina no podían dejar de admirar sus piernas y sus pequeños pies rosados, que hubiesen cabido en las medias de una muñeca, su vientre de ratón blanco y su rostro, que un pétalo de margarita hubiese bastado para ocultarlo. A decir verdad se preocupaban al verla tan extraordinariamente pequeña, y su regia grandeza no podía soportar la idea de haber traído al mundo a una enana; pero esperaban que su hija creciese, sin perder nada de su gentileza. Pero se equivocaron en su espera. Conservando su gracia tanto como era posible, ella creció tan poco que a los cinco años no era más alta que una brizna de hierba, y jugando en los senderos del jardín se veía obligada a alzarse sobre la punta de sus pies para coger las violetas. Si hicieron traer a la corte médicos famosos, se les prometió las más ricas recompensas si lograban aumentar aunque fuese en algunas pulgadas solamente la talla de la princesa; se concentraron con seriedad, con las manos cruzadas sobre el vientre, guiñando los ojos bajo el cristal de sus antiparras, inventaron drogas que Othilde fue obligada a beber, ungüentos infalibles con los que se le frotaba mañana y noche. De nada sirvió todo eso. Ella no dejaba de ser una adorable enana; cuando se divertía en compañía de su perro favorito, ella le pasaba entre las patas sin tener necesidad de bajar la cabeza. El rey y la reina recurrieron a las Hadas, con las que habían tenido siempre excelentes relaciones; no dejaron de acudir, unas en palanquines de paño de oro con flecos de piedras preciosas que llevaban unos porteadores africanos desnudos, otras en carros de cristal, tirados por cuatro unicornios: hubo quién encontró más cómodo entrar por la ventana o por la chimenea, bajo forma de pájaros del paraíso o de vencejos con alas azules; pero, desde el instante que rozaban el parquet de la sala, se convertían en bellas damas vestidas de satén. Una tras otra fueron tocando a Othilde con sus varitas, la tomaron de la mano, – ella no era más pesada que una alondra, – la besaron, le soplaron en los cabellos, hicieron signos por encima de su frente murmurando todopoderosos conjuros. Los hechizos de las Hadas no tuvieron más efectos que la medicina de los hombres sabios; a los dieciséis años, la princesa era aún tan pequeña que una mañana cayó en una trampa para ruiseñores que habían puesto en el parque. Los cortesanos, cuyo interés es mantener a los soberanos contentos porque el buen humor de ordinario se muestra generoso, hacían todo lo que podían para consolar al rey y a la reina; proclamaban que nada es más ridículo que una gran altura, que las estaturas elevadas, bien considerado, no son más que deformidades; en cuanto a ellos, hubiesen deseado no medir más que medio pie de altura, – ¡pero es a las razas reales a las que la naturaleza dispensa tales favores! – y cuando veían pasar algún enorme aldeano, se retorcían de risa agarrándose los costados. Las damas de honor, – a fin de que la princesa pareciese menos pequeña al lado de ellas – renunciaron de común acuerdo a llevar tacones altos, que eran una moda de esa época, y los chambelanes adoptaron la costumbre de no acercarse nunca al trono salvo caminando de rodillas. Pero esas ingeniosas adulaciones no siempre conseguían animar al rey y a la reina; muchas veces tuvieron ganas de llorar besando a su hijita, rozándola con los labios por miedo a tragarla; y contenían sus lágrimas para no empaparla. En lo que respecta a Othilde, no parecía apesadumbrada por su desgracia; incluso parecía disfrutar mirando su bonita pequeña persona en un espejo de mano, hecho de un solo diamante un poco grueso.

II

Sin embargo, – como todas las desesperaciones se van diluyendo con el tiempo, – el rey y la reina se volvían menos tristes cada día que pasaba; sin duda habrían tomado la decisión de no desesperar más si no les hubiese ocurrido algo que renovó su dolor. Debido a la publicidad que se hacía de la belleza de la princesa, – pues la reputación que acompaña a las personas regias se había encargado de divulgar en todos los lugares la gracia de Othilde y no su pequeñez,– el joven emperador de Sirinagor quedó prendado de ella, y se enviaron embajadores para pedirla en matrimonio. ¡Imagínense el impacto que causó tal proposición! Casar a esa encantadora muñequita, grande como un periquito, no se podía siquiera pensar. ¿Qué hombre se adaptaría a una esposa que se perdería sin duda a todo instante en la cama nupcial? «¿Dónde estáis, amada mía? – Aquí, muy cerca de vos, amigo mío, en un pliegue de la almohada.» Y la petición del emperador de Sirinagor era más espantosa, en tanto que se decía de él que era de una talla colosal; era más apuesto que todos los príncipes, pero más grande que todos los gigantes. El día de su nacimiento había sido imposible encontrar una cuna lo suficientemente amplia para ese enorme príncipe; tuvieron que acostarlo a lo largo de la alfombra en la sala del trono. A los tres años tenía que bajarse un poco para coger nidos de pájaros en la copa de los robles! Sus padres, como los de Othilde, habían consultado a los médicos y a las Hadas, en vano también; había crecido cada vez más de un modo desmesurado; cuando sus súbditos, celebrando alguna victoria, le erigían arcos de triunfo, se veía obligado a desmontar del caballo para pasar por debajo; y por altos que fuesen, no dejaba de tropezar en los frontones con la tarasca de plata situada sobre su casco! Naturalmente, el rey y la reina declararon a los embajadores que la unión proyectada era la cosa más imposible del mundo. Pero el joven emperador, con un temperamento muy colérico, no se dio por satisfecho con tal respuesta; no quiso escuchar nada; la revelación de la pequeña talla de Othilde le pareció una alegación absurda; y exclamó, poniendo su casco cuyas alas de plata vibraron, que iba a vengar esa ofensa a fuego y sangre.

III

E hizo como había dicho. Se produjeron terribles batallas, ciudades saqueadas y poblaciones enteras pasadas por el filo de la espada; tanto fue así que finalmente el rey y la reina vieron lo que sería de ellos y de todo el reino si no entraban en negociaciones con el gigantesco conquistador que marchaba hacia la capital dejando a su paso aldeas y bosques incendiados. Se apresuraron pues a pedirle la paz, comprometiéndose a concederle la mano de su hija. Por lo demás estaban bastante tranquilos por las consecuencias de ese consentimiento; el emperador, a la vista de Othilde, no dejaría de renunciar a su proyecto, y se volvería a su país con sus ejércitos en vano victoriosos.
Un día fue propuesto para la primera entrevista de los novios; pero tuvo lugar en el parque, no en palacio, porque el vencedor no habría podido estar de pie bajo los techos de las salas.
– No veo a la princesa – dijo – ¿Vendrá pronto?
–Mirad a vuestros pies, – dijo el rey.
Allí estaba ella, en efecto, sobrepasando apenas los arriates del paseo; tan menuda y bonita en su vestido de oro, con la frente completamente reluciente de piedras preciosas, parecía todavía más pequeña al lado del joven y magnífico emperador, del que se elevaba hacia el cielo su armadura reluciente.
–¡Oh, qué desgracia! – dijo él.
Pues se desolaba al verla allá abajo, tan encantadora pero tan pequeña.
–¡Oh, qué desgracia! – dijo ella a su vez.
Pues ella estaba muy contrariada de verlo allá arriba, tan guapo pero tan grande.
Y de ambos fluyeron lágrimas, en ella de sus ojos levantados, en él de sus ojos bajados.
–Señor –dijo el rey, mientras todavía ellos se observaban de lejos – Señor, vos lo veis, no podríais casaros con mi hija. Obligados a renunciar al honor de vuestra alianza...
Pero no acabó su frase, y, mudo de estupor, miraba a la princesa y al emperador, ella creciendo, él encogiéndose, a causa del amor, más poderoso que las hadas, que los atraía el uno hacia el otro! Pronto fueron casi de la misma talla y sus labios se tocaron como las dos rosas de una misma rama.

 

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes