LA OCASIÓN

En un estrépito espantoso, el paquebote había chocado con un rompiente y el casco se había partido. Irremediable avería. El agua, con la regular y casi apacible lentitud de un flujo sobre una pendiente, – pues el mar estaba muy calmo – emergía en la cala, aumentando el peso del enorme navío que se hundía poco a poco. Hubiese sido quimérico albergar alguna esperanza sobre las bombas de achique, a su vez ahogadas; la intrusión de la ola era de un volumen demasiado considerable para ser combatida con alguna posibilidad de éxito. Un navío perdido. De su continuo descenso sin sacudidas se hubiese podido deducir, algunos minutos después, el instante en el que se sumergiría para no reaparecer. Por otra parte no existía ningún peligro serio para los pasajeros ni para la tripulación. La costa estaba poco alejada, con una playa arenosa que sería fácil de alcanzar; y gracias al tiempo tan favorable, – una hermosa jornada invernal, sin un soplo de viento, – el bote salvavidas podría hacer varios viajes desde el paquebote a tierra antes de que el navío desapareciese. Ahora, tras los primeros embates del pánico, los más cobardes se daban cuenta de la situación y recuperaban el valor, seguros de salvar su piel. Incluso las pasajeras ya no temblaban; unas se apresuraban a meter en sus bolsos y en sus bolsillos, objetos preciosos retirados de los baúles y las maletas, de modo que el puente, con las ropas de los cofres abiertos, presentaba un desorden de un día de ofertas en un almacén de confecciones; las demás, que tenían niños cogidos de la mano, observando con aire curioso los preparativos metódicos del salvamento, de pie, cerca de la escalera por la que se descendería a la chalupa, no parecían nerviosas y tenían aspecto de esperar su turno en la fila de un ómnibus que va a partir. En esta sonriente tranquilidad, dónde la inquietud se había resuelto en el ¡uf! de haber escapado indemne, en el va y viene disciplinado de los marineros que se tomaban su tiempo, el sol de inverno, entre el doble azur inmenso del mar y del cielo, aportaba su fresca claridad, pura y feliz; unos pájaros, llegados de tierra, revoloteaban con alboroto primaveral por encima de la chimenea apagada, bajo el vago azul de las nubes.
Jean de Mauvers, uno de los pasajeros, acodado en la proa, miraba el cielo, el Océano, las burbujas del agua que se introducía por la abertura del casco, el lento hundimiento del navío y sonreía indiferente.
Jean de Mauvers era realmente un hombre feliz. Bastante apuesto para llamar la atención de las mujeres, no lo suficiente para despertar la aversión irritada de los hombres, llevaba un apellido sin mácula, tenía una gran fortuna, podía permitirse todos los deseos y prestarse a todo tipo de ocios. Un hombre envidiado, de los que hacen exclamar a los pobres diablos: «¡Ah!, si estuviese en su lugar.» Había tenido aventuras galantes que habían tenido su eco, y entablado duelos que fueron muy comentados. Sus caballos eran célebres, casi tanto como sus amantes. Tal reputación era la suya que tenía de que regocijarse; la dicha se aumenta no siendo ignorada. Además no se limitaba a ser un mundano frívolo y de buen tono. En 1870, se había enrolado en el ejército voluntariamente, había cumplido su deber con valentía; no por conveniencia ni porque algunas situaciones impliquen ciertas obligaciones, sino porque tenía realmente un ardiente amor filial por la patria vencida y desolada. Un hombre de corazón. De ahí una serenidad de conciencia, incluso en sus locuras, que le proporcionaban por ello más placer; en él, la inteligencia era elevada y pura como su corazón, a pesar de las francachelas hasta el amanecer y las noches de juego. Un artista en un club masculino. Conocía los sanos entusiasmos, sabía rodearse de cosas bellas, podía enamorarse de una música o de un cuadro, tenía a menudo ensoñaciones tras haber leído a los poetas, – ¡pues los leía!– ensoñaciones en las que su alma reencontraba las ilusiones de la adolescencia y se echaba a volar hacia esperanzas lejanas. Pensaba que toda la alegría de vivir no consiste en la admiración envidiosa de algunos compañeros de juergas o en el beso de Lila Biscuit. Se atrevía a creer en lo bello, en el bien, en la virtud de las mujeres, en la probidad de los hombres, no se imaginaba que fuese indispensable ser escéptico, sonreía sin burlarse. Realmente, sí, ¡el candor de un niño! Difícilmente le habríais oído exclamar: «¡Ah! ¡bah!» cuando se le contaba la historia de algún pobre diablo que había buscado en la muerte el olvido de las inútiles quimeras y los sueños frustrados, o de una miserable muchacha, deshonrada por un patán, que había empleado sus diez últimos centavos en comprar el carbón con cuyo humo se dormiría. Era un buen hombre, – incluso hasta el ridículo, – un hombre feliz; y, en el momento en el que el paquebote había chocado con la roca submarina, pensaba, con todas las ternuras y respetos, en una querida muchacha con cuya familia iba a reunirse en Italia, casi una novia con la que tal vez se casase.
Mientras miraba el cielo, el Océano, el agua entrando en la cala y el lento hundimiento del navío, la chalupa había regresado de tierra por segunda vez. Los pasajeros se apresuraban hacia la temblorosa escalera. Él dio un paso para reunirse con ellos. Un solo paso. Luego permaneció inmóvil, pensando, mientras la embarcación se alejaba muy cargada con un rítmico ruido de remos.
¿Era divertido vivir? ¿Resultaban divertidos los días iguales a los días, y las noches semejantes a las noches? Ser alguien a quién se nombra, deslumbrar a las colegialas que leen vuestras aventuras en los ecos del Diablo Cojo, besar labios que todos han besado, perder o ganar en el casino el dinero que se hubiese olvidado o que se olvidará en algún salón público, ¿había algo de qué enorgullecerse? Se acordaba de los bostezos después de las timbas o durante las caricias. Desde luego lo que interesa en la existencia son las nobles devociones y las nobles alegrías, que constituyen el disfrute de las horas. Mejor que nadie, él era capaz de esas devociones y esas alegrías. ¡Pero qué! poco diferentes los unos de las otras, siempre los mismos sacrificios y siempre las mismas delicias. El peligro, el amor, el sueño, ¡nada más atractivo ni más sublime! pero, a pesar de la diversidad de los azares, el alma reencuentra en cada aventura o en cada esperanza una alegría conocida, una dicha ya experimentada.
Pensando de este modo, la chalupa iba alejándose por cuarta vez. Ya no iban a bordo más que dos o tres pasajeros y los hombres de la tripulación. Jean de Mauvers había retrocedido y, acodado en la proa, consideraba el apacible hundimiento del navío en la calma soleada del mar.
¡Qué apetecible sería el mañana si no fuese el hermano de ayer! Sea como sea siempre se reemprende y vuelve a comenzar de nuevo. Caminar hacia adelante es regresar atrás. ¿Para qué encantarse todavía por lo que ya nos ha encantado? Leer sin cesar el mismo libro resulta finalmente aburrido, por rara y admirable que sea la obra. Repasar su lección, volver la página y volver a encontrar los mismos versos, ¡qué monotonía! Jean de Mauvers se decía con melancolía que a partir de ahora, a su edad, no podía esperar nada más de la vida que ya no le fuese ofrecido antes. Incluso esa joven a la que amaba, con la que iba a casarse, ¿sería diferente, una vez esposa, de las demás esposas? Las palabras que le diría o que escucharía en la radiante noche de bodas, ¿no las había dicho ya o escuchado? ¿Cuáles son los labios que reservan al amor un beso imprevisto?
Además, – pensaba todavía – ¿a dónde conduce la vida? a la muerte. Cuando incluso la alegría de existir sería adorable, y siempre renovada, ¿no tendría algo de amargo el hecho de que sea tan breve y comience para acabar tan pronto? ¿Es lo que existe, lo que debe dejar de existir? La primera condición de la felicidad sería que fuese eterna. No hay pues felicidad aquí abajo. Es realmente extraordinario que un hombre y una mujer encuentren placer entrelazando sus cuerpos que serán esqueletos, y que los corazones no se nieguen a amar sabiendo que no latirán para siempre. La muerte sube por la escalera mientras la nodriza de Julieta hace guardia en la puerta de la habitación del amor. No es ni el jilguero ni el ruiseñor quién interrumpe el dúo de amor: es la lechuza del cementerio. ¿De qué sirven incluso las bellas acciones y los sacrificios sublimes? siempre tentando la ingratitud de la memoria humana, probando cuan grande es la facultad del olvido. ¡Ah, la inutilidad de vivir!, qué evidente es, puesto que toda existencia, deslumbrante u oscura, magnánima o pusilánime, dichosa o miserable, tiene el mismo rápido y lúgubre desenlace. Un día antes o un día después, ¿qué importa cuando hay que ir a donde todos irán? Desde luego, Jean Mauvers consideraba idiotas y cobardes, dignos de piedad pero también dignos de desprecio a aquellos que se precipitan voluntariamente a la inacción, a la insensibilidad de la nada. ¡Jamás el pensamiento del suicidio había rondado por la cabeza de este hombre feliz! ¡Pero qué! cuando el misterioso azar os ofrece la posibilidad de acabar enseguida lo que debe acabar pronto; cuando se os presenta, – como frutas en una copa, al alcance de vuestros labios, sin que tengáis necesidad de extender la mano, – el reposo, el sueño, el olvido, ¿no tenéis el derecho de aceptarlas? ¿y no estaría permitido incluso a un hombre, excelente nadador, caer en el Lete1 y dejarse ir sin pensar en ganar la orilla?
Todos los hombres de la tripulación habían descendido a la chalupa. Ni un pasajero a bordo. El capitán, a punto de poner el pie sobre la temblorosa escalera, miró a su alrededor buscando algún retrasado. Pero Jean de Mauvers escapó a esa mirada manteniéndose oculto detrás del amontonamiento de equipajes. Cuando la chalupa se alejó por última vez, encendió un cigarrillo, se acostó en su abrigo al sol, – mientras el chapoteo del agua ascendente comenzaba a golpear los laterales del puente, – luego, tras un alzamiento de hombros, que parecía rechazar como un fardo la vida, esperó el final, habiendo aprovechado la Ocasión.

1. En la mitología griega, Lete o Leteo es uno de los ríos del Hades. Beber de sus aguas provocaba un olvido completo. Algunos griegos antiguos creían que se hacía beber de este río a las almas antes de reencarnarlas, de forma que no recordasen sus vidas pasadas. (N. del T.)

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes